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Tecnopolítica
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La extensión de la excepcional actividad docente on line al próximo curso en Italia, probablemente también en España y otros países de Europa, ha generado un debate aún en ciernes, en el que la tecnología digital ocupa un aspecto central, que puede servir de coartada para ocultar los acuciantes problemas a los que debemos hacer frente
Hace unos días, el filósofo italiano Giorgio Agamben, que mantiene una prolija actividad, durante la pandemia, en forma de diario en la web del Instituto Italiano per gli Studi Filosofici -el privilegio de escribir adquiere matices inéditos estos días, más allá de las relevantes premisas de clase y habitus-, publicaba un Réquiem para los estudiantes.
La extensión de la excepcional actividad docente on line al próximo curso en Italia, probablemente en España y otros países en Europa también, le sirve a Agamben para cogitar acerca de la cancelación de la figura del discente, por ende, de la del docente, aunque de éste no habla en su texto, con la imposición de la formación telemática.
Lo realmente paradójico aquí -y que Agamben no señala- es que la pantalla partida virtual ha tenido una de sus encarnaciones más exitosas como traslación virtual en las llamadas redes sociales, de los anuarios académicos de estudiantes -los Face books-
Sostiene Agamben que se está eliminando una forma de vida, la universitaria, que al menos en Europa, arranca en el medioevo, con sus ritos de iniciación y pasaje, gremios e instituciones, asociaciones de estudiantes, etc. El habitus. Pero más que la cancelación, como él dice, se trata de la disolución de esta -Todo lo sólido…- en el plasma espectral de la pantalla partida (split screen), como en una película de zombies de serie B de los años setenta.
Lo realmente paradójico aquí -y que Agamben no señala- es que la pantalla partida virtual ha tenido una de sus encarnaciones más exitosas como traslación virtual en las llamadas redes sociales, de los anuarios académicos de estudiantes -los Face books-, creada por universitarios en uno de los prestigiosos colleges de la Ivy League.
La Ivy League ha sido, además, el aplaudido campo de pruebas y el modelo de proyectos digitales de apropiación de datos provenientes de investigación académica y científica pública, financiada en buena parte con fondos públicos, que ha pasado a manos privadas por el arte de birlibirloque de las revistas de impacto y sus sacrosantos rankings, el paso de capital público a manos privadas, extracción de valor mediante, como necesario chantaje meritocrático para obtener una plaza decente, un sueldo digno, y ni siquiera, en la sociedad del conocimiento.
La verdadera cancelación se opera desde hace tiempo del otro lado de las pantallas, progresivamente, mediante la imposición de una lógica empresarial privada neoliberal en la gestión, en la conversión de las universidades en empresas que compiten en el mercado
Esa dinámica se viene acelerando desde que el número de seguidores que uno tiene en las redes sociales puede, digamos, inclinar la balanza de la aceptación de un artículo para su publicación. Así que investigadores y docentes nos vemos obligados también a salir a la arena de los social media a pelear por el éxito como cualquier influencer que se precie.
Aunque en parte de acuerdo con Agamben, por una vez en esta crisis, he de subrayar nuevamente que la verdadera cancelación se opera desde hace tiempo del otro lado de las pantallas, progresivamente, mediante la imposición de una lógica empresarial, privada y neoliberal, en la gestión, en la conversión de las universidades públicas en empresas que compiten en el mercado privado, algo de lo que ya me ocupé hace más de una década en el Periódico Diagonal, precisamente, uno de los antecesores de este diario.
Además, la pandemia no ha traído algo nuevo sino que lo ha acelerado, esas dinámicas de disolución, no sólo parafragmáticas, están causadas por las lógicas neoliberales que se han apropiado de la educación pública en las últimas décadas. El virus estaba antes, éste de ahora sólo ha venido a rematar el trabajo. Funciona perfectamente como una excusa para asestar el golpe postrero que acabe con la criatura.
Dice también Agamben en su texto, que acatar la formación telemática es comparable al juramento al régimen de Mussolini que los docentes italianos hicieron en 1931.
Todo ello, me hace pensar en cuántos de nosotros no hemos certificado la defunción de la universidad en estos años, asumiendo el chantaje de la lógica neoliberal impuesta en los procesos, la gestión, las acreditaciones y su filosofía subyacente, al tiempo que podíamos criticar esa misma lógica en el aula sin el menor sonrojo. Capitalismo y esquizofrenia, según Gilles Deleuze y Félix Guattari.
Ahora bien, discordando de Agamben, para quienes hemos sufrido en nuestros cuerpos, en nuestras carnes, esos procesos de extrema precarización, extraordinariamente narrados por Remedios Zafra en ese bello libro llamado El entusiasmo, la formación virtual no cancela, sino que liquida -literalmente- a estudiantes y a docentes, así como a la constelación de figuras que pueblan ese habitus profundamente elitista, atravesado por las desigualdades y discriminaciones de clase, de raza y de género. Acaso, las sitúa en otro contexto, un contexto que, sabemos bien, pese a encerrar una promesa emancipadora, intensifica estas discriminaciones y sus distancias, léase violencias, patológicamente, sumando a las viejas ansiedades académicas una nueva ansiedad cronoscópica y fragmentada. Una ansiedad, en cuyas interfaces operan lógicas de poder de una verticalidad extrema, que acrecientan la denuncia, la policía de los fondos de pantalla y el plagio, la suspensión del principio de inocencia y la asunción de la culpabilidad y la sospecha como apriorismo.
Frente a la digitalización total de la docencia, termina Agamben su breve pieza animando a la comunidad universitaria a la rebelión frente a la pantalla partida y a los difuntos estudiantes, a no matricularse el próximo curso en señal de protesta, pero, ¿cuál sería entonces el verdadero objeto de esta?
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