Crisis climática
Saber si estamos dispuestas a intentarlo
No sé si podemos cambiar las cosas. Le dijo.
No podemos. Contestó. No podemos cambiar todo lo que se debería cambiar.
¿Entonces qué?
Se trata solo de saber si estamos dispuestas a intentarlo.
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Hace poco una profesora le pidió a un grupo de chicas y chicos de secundaria que escribieran en un papel una palabra que expresase cómo se sienten cuando piensan en su futuro. Escribieron: Incertidumbre. Dudas. Angustia. Miedo. Rabia. Tristeza. Cabreo. Temor. Alarma. Inseguridad. Injusticia. Una escribió curiosidad.
¿No se os ocurre nada más bonito? Les preguntó la profesora con las palabras todavía atragantadas. Una de las alumnas la miró seria. ¿Es que no te has leído los datos sobre el cambio climático? Solo nos quedan doce años para poder cambiar las cosas y no parece que los gobiernos estén por la labor.
Lo saben. Muchas y muchos saben que su futuro está en riesgo. Lo saben a pesar de que acaban la secundaria más preparadas para hacer análisis sintácticos, memorizar las partes de la célula o los tipos de triángulos que para responder a preguntas como ¿cuántos migrantes hay actualmente empujados por causas ambientales?, ¿afecta el cambio climático más a las mujeres? o ¿tiene alguna relación nuestra alimentación con el cambio climático?
Lo saben aunque no lo hayan aprendido en una escuela que debería tener como uno de sus objetivos principales ayudar al alumnado a comprender el mundo en el que vive y a desenvolverse satisfactoriamente en él. Lo saben y les afecta. Quizás porque son conscientes de que sus vidas dependen de su entorno. Quizás porque saben que forman parte de esa red formada por agua, tierra, plantas, animales y aire. Quizás porque comprenden qué es la ecodependencia. Quizás porque notan que se les está negando la palabra futuro y eso no les gusta.
Ese es el escenario, chicas y chicos que interpelan a las personas adultas, que ya no quieren que las generaciones que están destruyendo las bases sobre las que se sostiene la vida les digan cómo organizar el mundo cuando sean mayores. Nos miran. Nos muestran con palabras las zancadillas que les ponemos para que puedan construir la palabra futuro. Nos enfrentan con una realidad que no podemos dejar de mirar. Nos dicen que no tenemos opción, ya hay muchas vidas colapsadas de humanos y otros seres vivos con los que compartimos el planeta. Nos dicen que hay que hablar de los datos que muestran una realidad innegable, que decrecer en el uso de los recursos y la emisión de residuos no es una opción, pero también quieren hablar de la esperanza activa, de esa que se construye haciendo cosas.
Es verdad, no hay certezas sobre el futuro, sobre ese futuro que las generaciones más jóvenes se pelean por no tener negado. Pero sí hay ejemplos de gente que consiguió cambiar realidades que parecían inmutables, aunque sus historias no sean las que más se cuenten. Historias como las de aquellas mujeres a las que no dejaban votar y cómo su reclamo se convirtió en un clamor. O de aquellas otras que se abrazaban a los árboles para que no los cortasen y consiguieron echar a las transnacionales. O del movimiento por los derechos civiles que consiguió, entre otras cosas, que los asientos de los autobuses no estuvieran reservados para las personas blancas.
En realidad hay muchas historias que hablan de otra manera de comprender las cosas. Hay muchas historias que hablan de cambios posibles. Unas ocurren lejos, como la historia de Coumba, que cuenta que en algunos lugares del África subsahariana, después de la cosecha, las familias que más tienen o que menos necesitan dejan parte del alimento en un lugar. Después, otras familias, que tienen menos o que necesitan más, pasan por allí a recogerlo. En la comunidad nadie sabe quién deja. Nadie sabe quién coge. Es su manera de redistribuir los recursos de una forma más equitativa.
Otras ocurren más cerca, como la historia de Máxima, que cuenta que cuando llegó a su barrio a vivir cada vez que necesitaba agua se tenía que poner unas botas de goma que no aislaban del frío. Botas hasta la rodilla dos números más grandes que sus pies. Caminaba y el barro se iba adhiriendo a las suelas. Un barro espeso y pegajoso. Daba igual por dónde pisara. Todo era barro. Luego llegaba a la fuente, cogía agua y caminaba de vuelta. Un día. Otro día. Todos los días. Un barrio lleno de casas sin agua y una fuente rodeada de barro. Las mujeres se ponían las botas de goma cada día, aunque no lloviera. Luego, después de muchas asambleas en las calles y de juntarse (brazo con brazo) en una lucha común, consiguieron casas. Casas con agua. La vivienda es un derecho, dice Máxima, y los derechos se consiguen cuando todo un barrio se junta para pelearlos.
Esas historias y otras miles que no caben en este artículo tienen un nexo común: los recursos naturales de los que dependemos para vivir. Recursos en forma de materiales para construir casas. En forma de semillas. En forma de tierra para cultivar. Unos recursos que son limitados y que acapara una parte de la población. Los recursos cuestan vidas, por eso las historias se cuentan de manera diferente según quien las narre. No todo el mundo piensa que es justo que todas las personas tengan casa. No todo el mundo conoce la palabra reparto.
Es verdad que lo que hay que cambiar es demasiado grande. Demasiado imposible. Decían en la obra de teatro “Un trozo invisible de este mundo” que aunque matemáticamente parezca lo contrario, dos y diez no están igual de lejos de infinito. Que aunque el infinito esté allí a lo lejos y parezca inalcanzable, es mejor haber caminado diez pasos en vez de dos.
Hay mucha gente que piensa que dos y diez no están igual de lejos de infinito. Gente que sabe que los deseos están condicionados por el contexto y que por eso se empeña en que todo el mundo tenga derecho a soñar más ancho. Gente empecinada en no callarse ante las cosas injustas. Gente que se deja arrastrar por la ilusión para no dejar cabida a la desesperanza. Gente que deja el yo para construir el nosotras y nosotros. Gente que se agarra a los sueños colectivos y que impide que nadie se los arrebate. Gente que se divierte, que ama, que disfruta de la vida. Gente, niñas y niños, adolescentes, que lucha porque nadie tenga prohibida la palabra futuro.
Amanda es una mujer que vive en la periferia de una gran ciudad. Una de tantas con vidas que estallan cada día. Vidas desbordadas por la precariedad. Un día fue a la doctora: Doctora, qué me pasa, me duele todo. Te pasa la vida, le dijo. Y así, ya está. Eso es todo. No hay salida.
A Amanda le gusta su barrio. Hay mucha gente viviendo ahí, en las periferias. Muchísima. Ella habla con todo el mundo. Habla en el mercado. Habla en la plaza. Habla por la ventana cuando sale a tender la ropa (y cuando no). Hablar le hace sentirse menos frágil. Cuando habla nota que hay una red que la sostiene. Palabras de ánimo. Risas. Te sorprendería cuánto se ríe en su barrio la gente. Aunque a menudo duela todo.
A veces hace falta menos de lo que creemos. A veces hace falta poco. Ver que la gente sale a las calles, que grita indignada y también ríe, que sale cuando parecía que a nadie le importaba nada.
A veces hace falta poco. Salir, juntarse, saber que no estamos solas.
* El libro “Cambio climático” de Yayo Herrero, María González Reyes y Berta Páramo Pino (Ed. Litera Libros) trata de contribuir a generar otras historias que disputen el marco de sentido a este modelo depredador y brutal. Porque sabemos que hay que poner la vida en el centro y que la paz sin justicia no es posible. Es un libro para leer en un olmo: subida en sus ramas, apoyado en el tronco, tumbada a su sombra. Cada edad elige la manera de leerlo.
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