Relato
Barbie, mon amour

Paragrama #1
barbiemonamour
Imagen producida mediante IA.

Coincidió en fechas.— Los presagios no eran buenos en la mañana luminosa de mayo. La culpa la tiene el calor, se decía en la junta, estas huelgas siempre son por el calor. Ojalá el sindicato se lo hubiera pensado más, solo un par de meses. Con el guion asegurado, tocando ya Hollywood, qué cabronada los actores. El informe, una excusa para que los directivos ocuparan las manos al día siguiente, había tenido a la nueva ayudante en vela hasta entrada la madrugada. Datos de última hora, etcétera. Evita los tonos fríos en las gráficas, le habían sugerido en documentación. Los malos porcentajes mejor darlos en positivo. Siempre colores básicos, pastel a ser posible, como para niños, rojo, amarillo, azules muy definidos, algo de rosa como gesto. No había habido grillos esa noche. Lo notó cuando la pantalla del móvil dejó de iluminarse con mensajes.


La pausa.— Robertson se había pasado la reunión ajustando la manga de la chaqueta al puño de la camisa. Desde su lugar, la estela de un avión tardaría unos minutos en llegar al lado contrario del ventanal de la planta 14. Quizá el talento era saber encontrar la pausa en las geometrías. Totzke se había despertado con jaqueca. Su cabeza coincidía para Robertson con el punto exacto del avión en el cielo. Había dejado el asiento de presidencia y miraba a través del cristal el círculo con borde de sierra del helipuerto. La doble T de Mattel, blanco sobre verde, formaba en él algo así como la letra de pi o un tori japonés. Hojeando el informe, Robertson se detuvo en una de las gráficas. Por un error de impresión, en una esquina el rosa pálido de la tinta se volvía azul metálico, casi gris. Fue entonces cuando tuvo la idea, explicaría más tarde en una entrevista.


Algo podría nacer.— En la pantalla de 100 pulgadas conectada a la consola de la IA, rodeado de penumbra y cemento en el corazón del búnker, el rosa adoptaba formas imprevistas. Hacía tiempo que el guion había dejado de ser de utilidad, había advertido Cortez, pero arriba solo importaban los tiempos. Que estaba todo en juego y que confiaban en él. Conque ni intérpretes, ni casi texto. De un estrépito de gasa y plástico, bajo los personajes, asomaban criaturas que parecían avanzar con propósito. Otras veces, el cielo de algodón de azúcar se maleaba en una sola corriente, o en modulaciones fractales que ascendían y descendían sin referencia. Otras, las identidades de los muñecos se habían perdido, pero ella podía leerse aún en el escorzo de una nube, él en una emanación solar. En una ocasión apareció un andrógino. Sus dedos, alargados, se entrelazaban como cadenas genéticas en torno a una vara negra. Cortez lo descartó e introdujo una nueva serie de prompts. Después anotó una idea: Hiroshima, 1945, 6 ago, 8:15AM. Rita Hayworth pintada en la ojiva de la bomba atómica.


Análisis imposible.— El chat del equipo, blanco sobre negro, acumulaba mensajes sin respuesta. Nada concluyente en las curvas de interés, ni en el análisis semántico de la IA. En apariencia, nadie sabía qué había visto, lo que quizá no era una mala noticia. Durham abrió al azar una de las fichas del test de visionado. En el cajetín de opinión personal, una mujer cis blanca, de 36 años, casada y con hijos, inclinada a la comedia y al romance, contaba una pesadilla de infancia: era de noche y sobre la mesa del comedor, en la pared donde siempre habían estado su retrato y el de su hermana pequeña, aparecía una piel de tigre estirada en horizontal, ancha, de color rosa, con manchas negras ramificadas. Sus padres no estaban, su hermana pintaba en la mesa. Con cuidado, intentaba convencerla de que algo no iba bien. Te voy a proteger, le decía sin saber bien de qué, y acababa encerrándola en el balcón. Después se iba la luz. Durham cerró el chat y respiró hondo. Según las noticias, habían bombardeado una ciudad de Ucrania hacía unos minutos. En las imágenes el horizonte de edificios parecía una dentadura rota a martillazos. Sentadas en el sofá, sus dos hijas discutían por el vestido de la muñeca, que tenía para ambas una sonrisa ecuánime.


Cuando nadie mira.— El desfiladero de pantallas del vestíbulo congregaba a más asistentes que la propia película. La agencia había insistido: había que conseguir que se olvidara el conflicto con los actores. Guerra a sus espectaculares protestas, fruto, seguramente, de la colaboración con los guionistas. En el estreno hacía falta un shock y los descartes podían servir. Cortez espiaba los comentarios con el paso tranquilo. Una pareja observaba en bucle una casita de juguete que se subdividía hacia el interior como una esponja de Menger. Las columnas se volvían barras, y estas, agujas. Dentro, los muñecos quedaban atrapados y se descomponían en miembros que adoptaban otras formas vivas. La más habitual era el escorpión. Un padre y su hija miraban en otra pantalla un tobogán en espiral. Dos muñecas distantes entre sí envejecían con rapidez según se deslizaban hacia el centro. La primera sonreía, ignorante, pero podía percibirse el espanto en la expresión de la segunda. Un niño lloraba al fondo. A unos metros, Coleman, el veterano crítico, tecleaba algo, concentrado. Cortez apretó el paso. Antes de que llegara a excederlo, el viejo se volvió a él sin desatender el móvil. Dijo: Así que esto es lo que ocurre cuando nadie mira.


Última hora.— Un fluorescente fallaba en alguna parte, aunque a la redacción solo llegaba el ruido del parpadeo. En la mañana del 78 aniversario de la bomba de Hiroshima, Maeda revisaba los archivos. Había advertido al jefe de sección de que iba a necesitar más tiempo. Con el teléfono en la oreja, eliminó una imagen de días atrás de unos operarios restaurando las letras cambiadas: DOLLYWOOH (muñequita uuuh). Pero cuál era el problema con las fotos. Las fotos estaban bien, no era eso. Scarlett Johansson rígida sobre su estrella del paseo de la fama, vestida de negro. Jennifer Connelly también de luto en su estrella, con la misma mirada infinita. Andie MacDowell, Robert Pattinson, Matthew McConaughey, Sigourney Weaver, Zendaya. Lástima que Margot Robbie y Ryan Gosling no se sumaran finalmente al acto. La constelación de estrellas como un texto en braille, las baldosas desocupadas que recordaban a lápidas, la sombra de un vagabundo al fondo. Demasiada pausa. Envía lo que sea, publicamos en un minuto. Maeda, nervioso, desplegó los metadatos de una de las imágenes, al azar. Se había tomado a las 8:15AM. La envió sin siquiera comprobarla.

Sobre este blog
Kaep K. Weshet es la voz especulativa de Juan Vargas-Iglesias, doctor en Comunicación y profesor e investigador de cibercultura, crítica y nuevos medios en la Universidad de Sevilla.

Qwertynomia trata sobre el intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.

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