Procés
Las marcas del Estado

¿Por qué, después de superar con exito amenazas violentas como el 23F o ETA, el procés, que es netamente pacífico, supone un desafío para el Estado español?

Aleix Romero Peña
5 feb 2019 08:26

En su impagable testimonio sobre la lucha armada en la Italia de los años 70 del siglo pasado, Mario Moretti desmenuza el significado del secuestro y posterior asesinato del presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro. Planeada en principio como un golpe al corazón del Estado italiano, las Brigadas Rojas pensaban que la captura de tan importante rehén –en su imaginario la DC representaba al mismo Estado– implicaría el inicio de un diálogo con el Gobierno que las erigiría en sujetos políticos. No se trataba de ningún delirio; incluso el propio Moro lo sopesaba, según reflejan las misivas que escribió en su cautiverio. La cerrazón con que se encontraron supuso la sentencia fatal de Moro y determinó el fracaso estratégico de las BR, que desde entonces solo dieron sangrientos palos de ciego hasta su disolución definitiva.

El procesismo catalán no ha leído la inquisitiva entrevista realizada a Moretti por Carla Mosca y Rossana Rossanda. La verdad es que, teniendo en cuenta que su estrategia no pasa por la confrontación violenta con el Estado español, tiene su lógica que no considere homologable la experiencia brigadista a la suya propia. Y, sin embargo, ha caído en un error similar: subestimar a su interlocutor. Cuando la exconsellera Clara Ponsatí dijo, enervando los ánimos estatalistas, que el Govern catalán estaba jugando al póquer e iba de farol, explicaba que toda la movilización del 1-O y de jornadas precedentes poseía únicamente un significado simbólico con el que forzar al Gobierno español a negociar.

El fiasco de aquella operación hará estallar un movimiento que, por seguir con la metáfora lúdica, se lo jugaba todo a una sola carta. Pero lo interesante en realidad no es analizar el recorrido de un procesismo que en la próxima cita judicial –que servirá más para escenificar la relación de fuerzas de ambos contendientes que para discernir si lo ocurrido el 1-0 fue o no delito– vivirá otro de sus hitos, ni tampoco detenerse en los enfrentados relatos nacionalistas que describen, o enmascaran, los acontecimientos; lo interesante, desde una perspectiva rupturista, es comprobar si el Estado ha sufrido heridas.

Está acostumbrado a la violencia (...) pero no termina de adaptarse a la batalla de la (pura) política impugnadora

Consideremos a este respecto que el Estado posfranquista surge como fruto de un acuerdo en principio precario entre los herederos de la dictadura –y, más concretamente, de quienes habían nacido a la política con el tardofranquismo desarrollista– y los dirigentes de una oposición moderada en quienes, con grandes dosis de voluntarismo, se ha querido ver a los sucesores del bando republicano. Esta suerte de concordia, consagrada constitucionalmente y legitimada por el concierto internacional, se ha enfrentado a diferentes obstáculos, ya fuesen el involucionismo militar o la intransigencia violenta de grupos como ETA, con éxito. Y aunque a lo largo de estos cuarenta años de historia no hayan faltado momentos de diálogo, por regla general ha salido fortalecido de todos los envites, nutriéndose de la torpeza de sus contendientes.

Que, después de todo lo vivido, un movimiento de carácter netamente pacífico plantee un grave desafío al Estado, que sus dirigentes puedan denunciar, ya sea desde otros países europeos o en las propias cárceles españolas, cómo coarta libertades individuales y colectivas, solo puede explicarse porque este es más endeble de lo que presume. Está acostumbrado a la violencia y que posee a tal fin una engrasada maquinaria jurídico-policial-mediática, pero no termina de adaptarse a la batalla de la (pura) política impugnadora.

Aunque es cierto que los diversos Estados europeos se enfrentan a una grave crisis común de representación, provocada principalmente por la crisis económica –véase el Brexit–, el caso español presenta sus peculiaridades: más que heridas, su nacimiento le imprimió al Estado unas marcas por las que todavía supura.

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El entierro del procés ha tenido muy pocas plañideras. Si algo evidenciará la próxima Diada será el fantasma de la división, la fragmentación y las peleas internas dentro del independentismo.
#30206
7/2/2019 4:11

También considero que se excede usted al afirmar que el Procés no ha sabido leer otras luchas, pues precisamente reside en la propuesta radicalmente pacífica la clave que debería desarticular y deslegitimar los mismos mecanismos que se activan contra agentes violentos que de alguna manera intentan poner en jaque a un Estado. Cada vez más sabemos que tal diferencia no es significativa (quizás haya un ejemplo de ello mucho más cercano en tiempo, espacio y fondo que las BR).
He disfrutado mucho su artículo.

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#30205
7/2/2019 3:51

Creo que el Procés viene actuando como agente revelador, en lo que algunos entienden como una fase de radicalización otros ven una caída del velo, un descubrimiento que deja ver qué ha habido debajo de la máscara todo este tiempo. Los que pensaban que el auge del independentismo viene dado porque en TV3 se le ha dado mucho bombo a Puigdemont se engañan de la misma forma que los que creen que los nuevos votantes de Vox no existían antes de que alguien les diera un discurso agitador al que aplaudir, un partido al que votar y una banderita que agitar. Esas realidades ya existían, el descontento del mejor sin ellos y el a por ellos que son pocos, y ya era hora de que una fisura nos dejara ver la realidad subyacente. De la misma manera, los mecanismos ocultos de defensa de cualquier Estado son siempre los mismos: cualificar cualquier forma de ataque contra su status quo, pacífico o no, como terrorismo de intensidad variable para proceder a combatirlo con todas las armas disponibles a su alcance. Esto es aplicable a casi cualquier tipo de actividad que represente para el Estado una amenaza real, desde el activismo al Procés, pasando por una canción de rap o un tweet que ofende a la persona equivocada.

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