Feijóo y Ayuso puerta del sol
El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, junto a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en la Puerta del Sol.

El PP de Feijóo cierra su año más radical sin encontrar su lugar entre Ayuso y Vox

Con la hipótesis del adelanto electoral truncada por los resultados de Extremadura y el endurecimiento de su discurso contra la inmigración, el Partido Popular comenzará el 2026 normalizando todavía más su relación con la extrema derecha de Abascal.

Alberto Núñez Feijóo termina el año político atrapado en una paradoja que define el presente del Partido Popular: cuanto más endurece su discurso para frenar la fuga de votos hacia la extrema derecha, más se diluye su perfil propio y más se normaliza su dependencia de Vox. El PP llega a 2026 más escorado a la derecha que nunca desde la salida de Pablo Casado sin haber logrado frenar ese proceso de simbiosis con Vox, atestiguado en las encuestas de la elecciones extremeñas, ni tampoco reconstruir ese ser mitológico español llamado centro-derecha.

La promesa mediática de moderación con la que Feijóo aterrizó en Génova a finales de 2022 se ha ido diluyendo hasta desaparecer el pasado octubre: “La nacionalidad española no se regala, se merece”, enarboló como lema, orgulloso, durante la presentación de su Plan de Inmigración. Habló de deportaciones, de “visados por puntos”, de “exigencia lingüística, cultural y constitucional” y de cómo no permitirá que la “política migratoria convierta barrios enteros en lugares irreconocibles”. En esencia, exprimiendo el argumentario de Vox, pero aguado con eufemismos como el de “pérdida de residencia”, para no utilizar el término deportación, o alimentando los estereotipos contra las personas migrantes: “Las prestaciones que son concebidas para quienes más lo necesitan no podrán convertirse en una forma de vida para nadie”.

La última encuesta de 40dB sobre los comicios extremeños dictó sentencia al respecto de la estrategia de radicalización del PP: una fuga de 12% votantes a Vox y 8.000 votos menos, aunque la corrupción de los altos cargos del PSOE les haya salvado de una caída pronunciada gracias a la abstención y del trasvase de los votantes derechizados del Partido Socialista.

La hipótesis de un adelanto electoral, que durante meses funcionó como motor interno del partido, ha terminado desactivándose por una realidad territorial mucho más incómoda. En comunidades como Extremadura, donde el PP gobierna gracias a Vox, la dependencia parlamentaria ha dejado de ser un mal menor para convertirse en un factor de desgaste político. El mensaje de esa presunta alternativa sólida al Gobierno de coalición se ha visto erosionado por una gestión condicionada por la agenda ultra y por una pérdida de apoyos que evidencia que el mimetismo con Vox no garantiza la fidelidad del electorado conservador.

Lejos de corregir el rumbo, la dirección nacional ha optado por profundizarlo. El endurecimiento del discurso contra la inmigración en el último tramo del año no parece responder a una reflexión estratégica de fondo, sino a una lógica defensiva: asumir parte del relato de la extrema derecha con la esperanza de contener su crecimiento. El resultado, sin embargo, ha sido el contrario. El PP ha contribuido a legitimar un marco que presenta la inmigración como problema y amenaza, desplazando aún más el debate público hacia posiciones reaccionarias sin lograr recuperar terreno electoral. 

Para muestra, el PP catalán que, con más dificultades para encontrarse en el mapa político de Catalunya entre Aliança y Junts, ha decidido alardear en Badalona de haber forzado el desalojo de cerca de 400 personas, en su mayoría migrantes, de un antiguo instituto para mandarlas a la calle en plena ola de frío invernal. No solo eso, el alcalde precursor de la sentencia judicial, Xavier García Albiol, se ha paseado orgulloso por los platós de la televisión madrileña para reivindicar el resultado y para advertir de que no dará cobertura social a las personas que ahora se han quedado sin hogar aunque lo mande el juzgado.

Este giro no es una anomalía coyuntural, sino la consecuencia de un proceso de derechización más amplio. Feijóo ha intentado mantener una fachada institucional, pero el pulso interno lo marca desde hace tiempo la persona con más poder institucional en el PP: Isabel Díaz Ayuso. La presidenta madrileña no solo impone el tono, sino también la agenda cultural y política del partido: confrontación permanente, deslegitimación del adversario y una retórica que conecta sin complejos con los postulados de Vox a pesar de algunos matices en los planes migratorios: “La inmigración hispana no es inmigración”. Sin embargo, cuando las personas que migran son menores de países cuyas sociedades profesan mayoritariamente el islam, no le tiembla el pulso para alinearse con la extrema derecha: “Mienten y no dicen la edad que tienen para ir dando vueltas por Europa” En esa pugna silenciosa, Feijóo aparece cada vez más como un líder condicionado, incapaz de imponer un relato propio.

La renuncia a disputar el centro político ha vaciado de contenido su oferta electoral. No hay una propuesta económica diferenciada, ni una agenda social reconocible, ni una alternativa clara en materia territorial o institucional. La oposición se ha convertido en un ejercicio de bloqueo sistemático y de agitación cultural, más centrado en desgastar al Gobierno que en construir una mayoría social. Prueba de ello ha sido la incapacidad del gallego de rentabilizar los casos de corrupción que asfixian al PSOE.

Los pactos autonómicos con Vox han acelerado este proceso. Allí donde gobierna en coalición o con apoyo externo de la extrema derecha, el PP ha asumido retrocesos en igualdad, memoria democrática y políticas culturales. El pretexto de la “aritmética parlamentaria” ha dado paso a una integración práctica de la agenda ultra, normalizando su presencia en las instituciones y desplazando los consensos democráticos hacia la derecha.

Feijóo llegó a la presidencia del PP con el aval de su trayectoria en Galicia, edulcorada por un ecosistema mediático sometido, y con la promesa de reconstruir una derecha homologable a la europea. Dos años después, ese capital político está erosionado por los hechos. La presión de Vox, el protagonismo de Ayuso y la radicalización del electorado conservador han convertido la moderación en un lastre interno.

La deriva se observa también en el tono y en las prioridades. El PP ha abandonado cualquier intento de interlocución institucional en asuntos de Estado, excepto en la negociación del CGPJ, y ha optado por una oposición de trinchera, donde la crispación sustituye al debate y la deslegitimación del adversario se convierte en estrategia central. En ese contexto, la extrema derecha no es un aliado incómodo, sino un socio necesario.

De cara a 2026, el Partido Popular afronta un escenario complejo. Si bien todo apunta a que las elecciones generales tendrán lugar en 2027, Feijóo volverá a medir el desgaste de su partido en el nuevo año en las elecciones de Aragón con Jorge Azcón a la cabeza y en las andaluzas tras una gestión deficiente en la crisis de los cribados de cáncer de mama y la investigación que lo sobrevuela por el presunto fraccionamiento ilícito de miles de contratos públicos.

Si Feijóo remató 2024 legitimando a la extrema derecha italiana de Giorgia Meloni con aquello de que su partido no era “homologable” a sus compañeros ultras del resto de Europa, el 2025 lo acaba asumiendo la resignación de que sus opciones para llegar a presidir el Gobierno pasarán, sí o sí, por su simbiosis con Vox.

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