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Patrimonio cultural
Los hornos comunales de la Campiña de Valencia de Alcántara
Valencia de Alcántara cuenta con varios caseríos en sus alrededores, siendo estos entidades locales menores. En todos ellos existen en la actualidad innumerables hornos de leña repartidos por casas particulares, dentro o fuera de las viviendas, pero lo que nos ha llamado más la atención son los hornos comunales que, con diferente suerte, han servido o siguen sirviendo para la elaboración de pan, dulces u otros alimentos. Para ello, nos dispusimos a realizar un estudio etnográfico sobre los mismos durante el otoño, pues estos espacios necesitan ser conocidos para apreciarlos y ser queridos para mantenerlos.
Estos hornos a los que nos referimos, por ser comunales, son de titularidad de los vecinos y vecinas de los distintos caseríos. Todos ellos forman parte de un paisaje urbano pero, sobre todo, son unas construcciones que van más allá de su sentido práctico y tienen vinculados a ellos olores, sabores y vivencias que son inseparables de las gentes del lugar.
Son espacios que han servido y sirven para dotar de identidad cultural nuestras zonas rurales más castigadas por el éxodo de sus habitantes
En los pueblos donde aún se conservan todo el mundo sabe dónde están y las personas mayores no solo los asocian a la elaboración del pan. Así, en el caso de Las Casiñas nos cuentan cómo en días fríos como los actuales, los niños y niñas buscaban su refugio, pues era un lugar techado y caliente donde pasar las tardes de invierno. Son espacios que han servido y sirven para dotar de identidad cultural nuestras zonas rurales más castigadas por el éxodo de sus habitantes.
Los hornos comunales son generalmente construcciones de una sola habitación donde se encuentra el horno propiamente dicho y que, como hemos dicho, servían para que el vecindario pudiese elaborar el pan y compartir esta infraestructura fundamental para el cuidado y alimento de sus gentes. Están realizadas en mampostería de piedra del lugar, cubierta de palos de castaño, chilla o tablas y teja árabe. Tienen por lo general un solo vano que sirve de puerta y que, en muchos casos, no estaban cerrados. Dentro, nos encontramos con los poyetes a modo de encimeras y que servían para colocar los tableros, donde se traían los panes crudos y que se amasaban en cada casa.
Estos espacios se construían con la aportación económica de la vecindad y/o con el trabajo y materiales que se acarreaban por otros que no podían hacer el desembolso pertinente. Con ese dinero se contrataba a albañiles del pueblo o de la zona para que los construyese y eran los propios vecinos/as quienes se encargaban de mantenerlos. Cuando había que realizar una reparación o comprar cal para encalar, se pagaba una cuota para sufragar los gastos que generase. En realidad, actualmente nadie sabe de cuándo son y puede que se amortizasen y volviesen a reconstruir en el mismo lugar u otro emplazamiento, una y otra vez.
En paralelo, la gente se empezó a ir a Madrid, Gerona, Vitoria y otros lugares. Y a ese proceso de vaciado de personas, le acompañó un vaciado cultural al que estamos en la actualidad asistiendo
El funcionamiento posterior era sencillo. Entre la gente se pasaban la vé o turno. La persona anterior le facilitaba al siguiente el jurmiento o masa madre, que se elaboraba en un cuenco; posteriormente, se alimentaba de nuevo con agua y harina y se pasaba a la siguiente familia que lo fuese a necesitar. Se amasaba en las casas, dentro de artesas de madera, donde a veces se podían juntar varias familias (con parentesco o no) y posteriormente se transportaba al horno para cocer el pan de la semana o incluso de la quincena, pues “era un pan que no se ponía duro al día siguiente como ahora”.
Voces de Extremadura
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La leña que necesitaba el horno la acarreaba hasta este y lo encendía la familia que lo fuese a utilizar. A veces también se compartía la leña o se dejaba el horno caliente para que el siguiente pudiese aprovecharlo. Antes de que llegara “el pan de máquina”, era la forma en la que la gente se proveía de este alimento indispensable en nuestra dieta diaria.
Después, llegaron los panes elaborados industrialmente en furgonetas al pueblo y los hornos se fueron abandonando. En paralelo, la gente se empezó a ir a Madrid, Gerona, Vitoria y otros lugares. Y a ese proceso de vaciado de personas, le acompañó un vaciado cultural al que estamos en la actualidad asistiendo, donde nuestra cestería tradicional por ejemplo también fue languideciendo… Y nuestros hornos ya no cocían pan y los niños y niñas cada vez eran menos y no iban a buscar su calor, porque nadie los encendía.
Son monumentos que nos recuerdan que seguimos en pie, que seguimos aquí y que seguimos pensando en compartir nuestro pan y nuestras penas
Perdieron su utilidad, como los chozos, molinos, fuentes, canciones, adivinanzas y refranes… Olvidamos las palabras, olvidamos como se hacía, como funcionaba el ritmo de la naturaleza y la sincronización de la gente con ella, con sus ciclos, sus estaciones.
Pero no todos se fueron, y ellos y ellas mantuvieron la lumbre y soplaron las ascuas y volvieron de nuevo cual golondrinas nuestros emigrantes, con su corazón partido, con un pie aquí y otro allá en sus nuevas tierras, y de esas tierras gente nueva y la hoguera sigue viva y calienta y nos sigue alimentando como hace milenios nuestra querida tierra, nuestro terruño, nuestro rincón en el mundo.
En la actualidad, algunos como el de las Lanchuelas, yacen en el suelo, recordándonos las mordidas del tiempo y avisando de un posible futuro. Pero, aún así, hay varios que se siguen utilizando, aunque sea dos o tres veces al año, para que, quienes quieran, hagan panes y dulces que serán compartidos entre todos en las fiestas de Semana Santa, en las del pueblo u otras pocos fechas. Esos escasos momentos son esenciales en Jola, Las Casiñas, El Pino y San Pedro, porque en realidad son monumentos que nos recuerdan que seguimos en pie, que seguimos aquí y que seguimos pensando en compartir nuestro pan y nuestras penas.
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