Opinión
Ver todo, ¿cambiar nada?

Sobrepasada por el torrente de imágenes que destilan violencia y sufrimiento ajeno, tengo terror a que la pantalla me embote en una impotencia que me paralice; sin embargo, en esa misma frustración late la urgencia de actuar, porque el mundo no cambia por mirarlo, sino por lo que decidimos hacer con esa mirada.
21 ago 2025 06:00

Siento que no hablo solo por mí cuando digo que a veces ya no puedo ver ni una imagen más. La pulsión constante de la pantalla se ha transformado en una estética del colapso: un espacio que reproduce miles de problemas sin apenas resolver ninguno. Estoy completamente saturada, sobrepasada. Todo lo que escribo o hago me parece frívolo mientras sucede un genocidio en directo, pogromos, patriarcado, desastres medioambientales, persecuciones raciales, el fascismo en auge, bombardeos en zonas residenciales, amenazas bélicas constantes y tantas violencias más que no llegan a las pantallas... Y todo eso sucede mientras el pulgar baja y sube en el gesto más anodino y cotidiano que podamos imaginar. La exposición es continua. La integración en nuestra vida diaria, también. Ya es costumbre. La emoción es intermitente. Y la acción… parece nula.

A ratos —haré hincapié en el a ratos, por momentos, a veces siento que esta sobreabundancia visual, lejos de sensibilizarme, ha aniquilado mi capacidad de respuesta. No hablo solo de la violencia que se ejerce a miles de kilómetros de aquí, sino de la violencia que vivimos también cerca. Por momentos, me cuesta distinguir entre lo que veo, lo que siento y lo que debería hacer. Y no es porque no me importe. Es que me importa tanto que, a veces, me veo obligada a levantar un muro de protección.

Aunque mi pensamiento sigue activo, hay instantes en los que evito las noticias, porque si cada imagen, cada historia, exige una respuesta que está fuera de mi alcance, lo único que queda es la frustración, una impotencia que no sé cómo metabolizar. Estamos expuestas a tanta violencia visual que temo que de ese desánimo nazca la desactivación política. Y no es una desactivación cualquiera, es una programada, aprendida. Una que el algoritmo ha aprendido a capitalizar, a convertir la indignación en un clic y el clic en un dato, y el dato en un negocio. Nos han enseñado a consumir el dolor, no a combatirlo.

La compasión se agota, pero la imagen sigue ahí. Esa brecha entre ver y poder actuar —entre testimonio y transformación— es donde yace una de las perversiones más invisibles —y privilegiadas— de este sistema: la impotencia estructural.

Cada día me despierto con Palestina en mi mente: las imágenes de las ruinas de lo que antes fueron viviendas, las noticias, los datos, los vídeos aéreos de los bombardeos. Por más atroces que sean, a veces parecen desvanecerse en el paisaje digital. Y eso me avergüenza.  Quizás, como decía Marx, la vergüenza sea un sentimiento revolucionario en tanto que esa punzada incómoda señala que aún no me he rendido del todo a la indiferencia. Alguna vez he llegado a pensar que quizás he visto tantas películas elogiadas por su realismo en la representación de la guerra y la violencia que, en lugar de conmoverme, me han dejado anestesiada ante la devastación real, como si la pantalla hubiera amortiguado el sufrimiento hasta hacerlo más soportable.

Pero en Palestina no hay una guerra, es un genocidio. Reconozco que lo que realmente me rompe es ver los perfiles personales de Instagram de gazatíes con nombres y apellidos mostrando su realidad más cotidiana: una familia cocinando lo que puede con lo que tiene, un joven enseñando la devastación de su barrio, una niña jugando entre escombros, un bebé llorando por el hambre. Ese contraste brutal entre vidas golpeadas y vidas idílicas en una misma plataforma me sobrepasa.

Más aún cuando veo a mi alrededor a los pasivos, a aquellos que llevan años evitando mencionar a Palestina o, si lo hacen, es desde la justificación, la indiferencia y la disociación más miserable. Esta complicidad en la inacción está muy cerca. El contraste a mi alrededor no puede ser más palpable: unos nos rompemos intentando sostener el peso del mundo; otros se construyen en su ignorancia.

Susan Sontag ya advirtió que la repetición del dolor ajeno podía desgastar su impacto. En Ante el dolor de los demás, escribió que la saturación de imágenes bélicas no necesariamente produce comprensión, mucho menos acción. Al contrario, puede embotar la sensibilidad. “La compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita”, decía. La compasión se agota, pero la imagen sigue ahí. Esa brecha entre ver y poder actuar —entre testimonio y transformación— es donde yace una de las perversiones más invisibles —y privilegiadas— de este sistema: la impotencia estructural, convenciéndonos de que los problemas colectivos pueden resolverse con la moneda de una angustia individual que no encuentra una salida.

Pero hay una capa aún más profunda. No solo estamos expuestas a demasiados inputs, sino que ya no sabemos si podemos confiar en ellos ni cómo gestionarlos. Hablo de las imágenes, sí, pero también de las propias redes sociales. De la posibilidad de estar interconectadas con quienes sufren un genocidio directamente. Mi amiga Hodei Herreros, por ejemplo, va a cada manifestación, a cada convocatoria por Palestina. No recuerdo un solo día en los últimos meses en que no haya compartido en sus stories las voces de quienes resisten desde dentro. Hodei, a pesar de su propia precariedad, ha ayudado económicamente cuando ha podido. Pero desde hace unos meses, varios perfiles de personas en Gaza la abordan, desesperadas, directamente por mensaje privado. En esa cadena de súplicas digitales se visibiliza la cruda realidad del capitalismo de la compasión: la ayuda humanitaria no llega debido al bloqueo israelí, y en su lugar, una violencia estructural se convierte en miles de campañas de GoFundMe

Frantz Fanon señalaba que las estructuras coloniales no solo extraen recursos y vidas, sino que moldean las formas en que imaginamos la ayuda y la resistencia.

En el capitalismo de la compasión, cada pequeña ayuda es una victoria personal contra un fracaso sistémico. Es una forma de decir que, aunque el sistema os falle, nosotras no queremos fallaros. Y eso es desolador. Ese “quizás mi ayuda le cambie el día a una persona” es insoportable porque, en el fondo, sabemos que las personas no deberían depender de desconocidas en plataformas digitales para sobrevivir a un genocidio planificado. Porque la ayuda individual que podemos dar desde nuestras posiciones nunca será suficiente, pero no hacer nada es aún más insoportable.

En ese abismo entre el like y la violencia, entre el scroll y el sufrimiento, se individualiza nuestra capacidad de respuesta. Y esa es otra derrota silenciosa de nuestro tiempo: se ha privatizado la ayuda y, con ella, la culpa se convierte en una carga individual que nunca termina de pagarse. 

Frantz Fanon señalaba que las estructuras coloniales no solo extraen recursos y vidas, sino que moldean las formas en que imaginamos la ayuda y la resistencia. En ese marco, la ayuda individual fragmentada —por muy sincera que sea— corre el riesgo de encajar en una lógica que perpetúa la dependencia y evita que se articulen respuestas colectivas capaces de transformar el sistema. Lo desgarrador es que muchas de estas campañas existen porque la ayuda humanitaria no está llegando debido al bloqueo sistemático, lo que obliga a muchas personas a recurrir a plataformas como GoFundMe. Cuando un problema colectivo no recibe una respuesta colectiva, todo comienza a individualizarse. Y eso deja a personas como Hodei, como yo y como tantas otras, teniendo que tomar decisiones imposibles sobre a quién ayudar. Todo a sabiendas de que la mínima ayuda no cambia el gigante estructural que asola Palestina, pero quizás sí ayude a una familia un día más.

En ese abismo entre el like y la violencia, entre el scroll y el sufrimiento, se individualiza nuestra capacidad de respuesta. Y esa es otra derrota silenciosa de nuestro tiempo: se ha privatizado la ayuda y, con ella, la culpa se convierte en una carga individual que nunca termina de pagarse.

Quienes no podemos apartar la mirada de Gaza, aunque nos sintamos sobrepasadas, siento que estamos intentando sostener desde la distancia dolores que no caben en nuestros cuerpos. ¿Cómo mantener esa conexión constante con una realidad tan atroz sabiendo que no podemos responder a todo? Ya he tenido largas conversaciones con Hodei tratando de apaciguar ese sentimiento de culpa, desesperación y responsabilidad. Esa intensidad emocional constante ahora tiene nombre, rostro y nos habla directamente. Aun así, el sistema nos ha dejado desarmadas emocionalmente, porque ver, saber, empatizar no garantiza poder transformar la realidad. No es una tristeza cualquiera, es una melancolía de la acción, un luto por la política y los valores que pensábamos tener y que ahora se nos escapan entre los dedos.

A veces, cuando la exposición sobrepasa nuestra capacidad de actuar, la consecuencia es la parálisis. Estamos en el epicentro de una paradoja pospolítica donde la comunicación fluye sin interrupciones, pero la acción parece estancarse en el gesto de compartir. Me da terror pensar que la política se haya convertido en una estética de la indignación, una performance del dolor que rara vez trasciende la pantalla. El scroll no duele por lo que esconde; duele porque me quiere hacer cómplice de una inacción y me vende crímenes contra la humanidad como si fueran inevitables. ¿Cómo algo que puede doler tanto no cambia nada? ¿Cómo se convierte una injusticia tan grande en terreno estéril? ¿Cómo lo que antes parecía una chispa política, hoy parece más bien un cortocircuito emocional? Vivimos una paradoja extrañísima donde la muerte está al alcance del pulgar. Reels de gatitos, clips de humor o viajes a lugares paradisiacos conviven, sin transición, con vídeos en directo de un genocidio. Hace unas semanas escribió brillantemente Elizabeth Duval sobre ello en Gaza en Instagram; esa banalización de lo irreversible es tan peligrosa como la desinformación.

No es una tristeza cualquiera, es una melancolía de la acción, un luto por la política y los valores que pensábamos tener y que ahora se nos escapan entre los dedos.

Siento también que ya ni siquiera basta con apagar el móvil esperando cierta paz individual, porque lo que emerge es la —cristianísima— culpa. La sensación de haber defraudado por no estar haciendo más desde mi pueblo. Se vive como si fuera una responsabilidad individual, y ese es uno de los mecanismos más perversos de la impotencia estructural: convertir la disonancia entre lo que sentimos y lo que podemos hacer en una falla personal. Además de agotar, esta saturación de imágenes, violencia, testimonios, amenazas y súplicas de auxilio, también fragmenta. Nuestra energía se disuelve entre lo que implica sostenernos mental y materialmente a nosotras mismas. Sin acceso a una estructura colectiva que canalice ese impacto, tengo terror a que lo que quede sea una cadena infinita de emociones sin transformación. Que lo que debería generar organización, acabe generando sobrecarga; que lo que debería invitarnos a actuar, termine desconectándonos.

De esa costumbre, de esa normalización del dolor ajeno en nuestro feed, emerge algo que la cultura neoliberal abraza satisfecha: la resignación. Una sensación agridulce, cómoda incluso, de convencernos de que no podemos hacer nada, y esa creencia se convierte en el combustible más eficaz para perpetuar el status quo del poder. Me preocupa cómo lo estoy gestionando, cómo lo gestiona Hodei y tantísimas otras personas que vivimos este devenir social y político, temiendo que, entre la saturación y el colapso, florezca –sin querer– el cinismo. Esa afirmación amarga de que no cambiaremos nada, que da lo mismo lo que hagamos. Pero no da igual. Nunca ha dado igual.

Es difícil aceptar que no podemos responder a todo, que no podemos estar en todas partes, que es imposible sostener cada dolor, propio o ajeno, y que necesitamos poner límites a la responsabilidad que nos cargamos sobre las espaldas para evitar que nos deje paralizadas. La impotencia ante lo que está sucediendo es enorme, pero siempre hay formas de canalizar esa frustración en acciones concretas. Podemos usar nuestras redes para disputar el relato, para hacer boicot al entramado económico que apoya al genocidio, para difundir las convocatorias de manifestaciones para presionar a los gobiernos, para donar a las organizaciones que se mantienen trabajando dentro de Gaza (UNRWA, UNICEF, Médicos Sin Fronteras, etc.), para ayudar y compartir las campañas de las familias gazatíes en GoFundMe y, por supuesto, para no dejar de hablar de Palestina, para resistir la violencia simbólica que se ejerce sobre ella, porque además de las bombas, las ejecuciones y el hambre, está la violencia que emana del propio relato que nos quieren imponer sobre su identidad histórica.

El desafío es no dejar que nuestras emociones sean domesticadas por un algoritmo que convierte la solidaridad en un consumo seguro para el privilegiado, sino organizarlas para que sean un detonador contra el orden colonial que perpetúa la violencia.

El impacto emocional que vivimos, claro está, no se puede comparar al de las personas en Palestina. Pero no por eso debemos callar las emociones que se fraguan en soledad: la frustración y la decepción que se cuela en cada conversación, la rabia que se enciende en el estómago, la impotencia que encoge las gargantas, la indignación que se retroalimenta de la parálisis y la resignación que acecha cuando se siente que nada cambiará. Nombrar estas emociones entre amigas es el primer paso para que no nos consuman; reconocerlas para canalizarlas y, a pesar de ellas, seguir encontrando formas de actuar. Ayudar es fundamental y urgente, sí, y también lo es luchar. Y esa lucha necesita energía para que no se quede en gestos aislados: debe apuntar a las estructuras históricamente criminales que sostienen y legitiman al estado colonial y genocida de Israel y a sus cómplices principales. Estados Unidos y la Unión Europea. Porque, como advierte Teju Cole con su concepto del White Savior Industrial Complex, la empatía desligada de un análisis político puede ser una mercancía que reconforta a quien la siente más que a quien la necesita. El desafío es no dejar que nuestras emociones sean domesticadas por un algoritmo que convierte la solidaridad en un consumo seguro para el privilegiado, sino organizarlas para que sean un detonador contra el orden capitalista y colonial que perpetúa la violencia.

No podemos permitir que un proyecto genocida se convierta en un paisaje habitual. Porque la costumbre, la resignación, la impotencia es el sedante más eficaz de la injusticia. Por eso necesitamos crear redes de cuidado y de reconocimiento mutuo, espacios donde la emoción no se quede atrapada, sino que se transforme en músculo colectivo de lucha y apoyo. Para que las emociones no se marchiten, como advertía Sontag, y no dejen un vacío que puedan ocupar el cinismo y la indiferencia. La amenaza del desarme emocional es el cementerio de la moral: allí se pierden la dignidad, la humanidad y la voluntad de transformar el mundo. Frente a la saturación informativa, la parálisis y la culpa, la respuesta no es apartar la mirada, sino aprender a organizarla, redirigirla hacia acciones concretas, colectivas, sostenidas y sostenibles. Para que la empatía, la solidaridad o la esperanza no sean una consigna hueca, sino una disciplina cotidiana contra la costumbre de aceptar lo inaceptable.

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