Opinión
La Mezquita de Córdoba está que arde

Desgraciadamente, no es la primera vez que arde la Mezquita de Córdoba. En mayo de 1910, un rayo provocó un incendio en el crucero de la Catedral, el corazón católico del monumento. Un guarda municipal fue el primero en subir al tejado y avisar a los bomberos. Después acudieron los concejales, los directores del Museo Provincial y de la Escuela de Artes, el arquitecto municipal y el gobernador civil. El alcalde coordinaba el operativo. Todos estuvieron presentes en la tragedia menos el obispo. Un diario católico justificó su ausencia porque el asunto “no es incumbencia del clero”. A preguntas del redactor del Diario Córdoba, que tuvo que desplazarse al Palacio Episcopal para entrevistarlo, el obispo manifestó “que siempre ha sido partidario de que se adoptaran en nuestra Mezquita las medidas preventivas de los pararrayos, como los tiene el Palacio Episcopal y el Seminario, que son de su incumbencia, pero él no podía hacer nada en ese sentido referente a la Catedral, que era de incumbencia del Estado”. Así pues, quede claro desde ya que a comienzos del siglo XX el obispo de Córdoba reconocía públicamente que la Mezquita no era suya, y denunciaba al Gobierno como el único responsable de lo ocurrido al atribuirle la titularidad y la competencia exclusiva sobre la gestión del monumento.
Al día siguiente, el gobernador civil recibió un telegrama del ministro de Instrucción Pública anunciando la instalación de varios pararrayos en la Mezquita. En la carta de agradecimiento al Gobierno, el Pleno municipal exigió un aumento en la partida de los Presupuestos Generales del Estado para acometer las obras de restauración, así como un aumento del sueldo al arquitecto conservador que garantice su dedicación en exclusiva al monumento.
Es tan cierto que la gestión patrimonial de la Mezquita de Córdoba correspondía al Estado en exclusiva, especialmente tras su declaración como monumento nacional en 1882, que tras el incendio se restauraron con dinero público el pavimento del Patio de los Naranjos, el muro de Almanzor y algunas capillas interiores. A pesar del esfuerzo económico, las obras volvieron a pararse, y tanto el director general de Bellas Artes como el arquitecto conservador llamaron la atención del señor ministro “para que no consienta un día más el vergonzoso abandono en que se tiene uno de los monumentos más interesantes del mundo. Este pleito no es de Córdoba, ni de los cordobeses, es un pleito nacional”. Estas manifestaciones dejan en evidencia a la Iglesia católica que, en calidad de poseedora del monumento, se limitaba a cobrar unas entradas para ver sus alhajas, pero nada hacía por levantar la cochambrosa situación en la que se encontraba la Mezquita “porque no era de su incumbencia”. Su conservación y restauración era una cuestión de Estado. Y así ha venido siendo hasta bien entrado este siglo.
La noche del 8 de agosto de 2025 volvió a arder la Mezquita. Esta vez no fue por culpa de un rayo, sino por la actuación negligente del Cabildo al usar las capillas como trastero con material inflamable, a pesar de las advertencias conocidas que ya le había hecho la Unesco. ¿Qué ha cambiado para que, ahora sí, la Mezquita sea un asunto de su incumbencia? La respuesta es fácil: su apropiación ilegítima y el millonario negocio que conlleva.
El Cabildo se apropió de la Mezquita de Córdoba en 2006 aprovechando un privilegio franquista que equiparaba a la Iglesia católica con la Administración y a los obispos con notarios. No aportó título de propiedad alguno más allá de la consagración, inadmisible en un Estado aconfesional como el nuestro. Lo hizo de manera clandestina, de espaldas a las instituciones y a la ciudadanía. Y la llamó sólo Catedral, a pesar de haber sido reconocida Patrimonio de la Humanidad en 1984 con el nombre de Mezquita de Córdoba.
A partir de su apropiación registral, el Cabildo y el obispo se encargaron de pavonear su dominio, comenzando por llamarla sólo Catedral; tergiversar su historia aludiendo a la inexistente Basílica de San Vicente; invadir todo el espacio de iconografía católica
Esta inmatriculación es nula de pleno derecho por dos razones. En primer lugar, porque aquella norma franquista devino inconstitucional en 1978 al separarse la iglesia del Estado. Y en segundo lugar, porque la Mezquita-Catedral de Córdoba no puede ser objeto de propiedad privada al tratarse de un bien de dominio público.
A nadie se le pasa por la cabeza que alguien pueda inscribir a su nombre la pirámide de Keops, el Machu Pichu, la Catedral de Notre Dame, la Alhambra de Granada, Medina Azahara o cualquiera de las grandes maravillas de la Humanidad. Y es así porque a nadie se le pasa por la cabeza que se puedan vender, hipotecar, embargar o adquirir por la posesión prolongada en el tiempo. La mejor manera de proteger un bien de extraordinario valor histórico y cultural para la Humanidad es sacarlo del tráfico jurídico. Así era la Mezquita de Córdoba hasta su inmatriculación, la punta del iceberg del mayor escándalo inmobiliario de nuestra historia, consentido de manera vergonzante y timorata por todas las administraciones públicas desde entonces hasta hoy.
A partir de su apropiación registral, el Cabildo y el obispo se encargaron de pavonear su dominio, comenzando por llamarla sólo Catedral; tergiversar su historia aludiendo a la inexistente Basílica de San Vicente; invadir todo el espacio de iconografía católica; destruir ilegalmente y no reponer una celosía para facilitar la entrada a los pasos de Semana Santa; inscribir en el Registro Mercantil todas las marcas que incluyeran la palabra Mezquita para que nadie pudiera utilizarla comercialmente…; o llegar al esperpento de omitir a la Mezquita en los folletos para denominarla “intervención islámica de la Catedral”. Afortunadamente, la ciudadanía se movilizó contra todos estos atropellos y, entre muchos de sus logros, conseguimos recuperar su nombre institucional, sin duda, un hito de la misma dimensión histórica que cuando el alcalde y la ciudad se opusieron a su destrucción en 1523.
Cuando la Mezquita estaba en ruinas no era incumbencia del clero, pero una vez restaurada con dinero público y registrada a su nombre gracias a normas inconstitucionales, sí que lo es para apropiarse del millonario negocio de las entradas y gestionarla en exclusiva como si fuera un cortijo. En ambos aspectos, las administraciones públicas y la Unesco no pueden ni deben mirar para otro lado, porque son jurídicamente corresponsables.
Respecto a las entradas, no está de más recordar que, hasta la movilización ciudadana, las llamaban donativos, no admitían el pago con tarjeta y tampoco daban factura. Es discutible que estén exentas de pagar impuestos a pesar de la ley de Mecenazgo, por dos razones: la primera, porque se trata de una actividad comercial permanente, lucrativa y dotada de estructura empresarial; y la segunda, porque el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y el Contencioso-Administrativo de Madrid declararon nulas las exenciones fiscales a la Iglesia cuando se trate de actividades no religiosas, como es el caso. Aun así, lo que no admite discusión jurídica es que la Iglesia debe declarar al fisco los 22 millones de euros anuales que generan los turistas, aunque no pague por ello, puesto que el hecho imponible sí que está sujeto al impuesto.
Y respecto a la gestión, es ineludible la responsabilidad de tutela que corresponde a la Junta de Andalucía, al Estado y a Unesco. La plataforma ciudadana ha demostrado su constancia, solvencia y compromiso con la integridad material e inmaterial del monumento, exigiendo ser escuchada en el Plan Director, tal como reconoce Unesco y constató el Defensor del Pueblo Andaluz. Desde hace años, viene denunciando el uso de sus dependencias como trastero, algo inconcebible en cualquier otro Patrimonio Mundial. El fuego del pasado 8 de agosto ha retratado la actuación negligente de sus gestores directos, así como la inacción del resto de administraciones e instituciones implicadas. En la guía de 2024, Unesco advirtió a la Diócesis del riesgo de incendio que corría el monumento por el almacenaje de productos inflamables en su interior, incluida la Capilla Real restaurada con más de 600.000 euros de dinero público.
Ojalá las administraciones públicas responsables tomen cartas en el asunto para que no vuelva a cometerse semejante imprudencia, se atrevan a cumplir con la ley y regrese al dominio público del que nunca debió salir
Por la misma razón que expertos en gestión patrimonial no dan misa, resulta grotesco que sean curas quienes gestionen la Mezquita-Catedral de Córdoba, Patrimonio Mundial Unesco de Valor Excepcional. Es el momento de acometer de manera urgente un cambio de modelo, tomando como referencia el propuesto en el Anteproyecto de reforma de la Ley del Patrimonio Histórico Español, con la creación de la categoría de “Bienes Culturales de Interés Mundial” para todos los inscritos en la lista de Unesco, cuya gestión dependería de un Patronato con todas las administraciones públicas y las personas jurídicas implicadas, dependiente del Ministerio de Cultura y Deporte.
A todos nos dolió en el alma ver cómo ardía la Mezquita de Córdoba. A todos nos dolió porque la sentimos nuestra. A todos nos dolió porque es nuestra. También de la Iglesia, pero no sólo de ella. Todos damos gracias a los bomberos y albañiles por haber evitado la catástrofe. Ojalá las administraciones públicas responsables tomen cartas en el asunto para que no vuelva a cometerse semejante imprudencia, se atrevan a cumplir con la ley y regrese al dominio público del que nunca debió salir, vaya a ser que el día menos pensado la parta un rayo o un terremoto, deje de ser rentable, y entonces el clero diga que ya no es de su incumbencia.
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