Opinión
¿Empezar la casa por el tejado? La revolución cultural como condición previa a las transiciones ecológicas
La actual crisis ecosocial global expresa una convergencia sin precedentes de las crisis ecológica (superación de los límites del planeta) y social (cuidados, economía, civilización…) que amenaza la subsistencia de la vida en la Tierra, específicamente la vida humana, ya que la trama ecosistémica, como afirma Yayo Herrero, se sostiene sola.
Una visión exclusivamente mecanicista del mundo, según señala José Manuel Naredo, se tradujo en una economía que ignora los límites biofísicos del planeta y las leyes de la termodinámica. Una mirada con raíces en el antropocentrismo característico de la modernidad, representada por una relación instrumental con la naturaleza basada en su dominio y explotación, acciones que implican un aumento de la entropía y una degradación energética irreversible. Un antropocentrismo encumbrado sobre dos pilares fundamentales: un sistema económico, el capitalismo, y un pacto social, el heteropatriarcado.
El capitalismo, intrínsecamente extractivista, alimenta una lógica de acumulación infinita en un planeta finito, incompatible con la sostenibilidad ecológica, y con una vida digna para todas las personas
El capitalismo, intrínsecamente extractivista, alimenta una lógica de acumulación infinita en un planeta finito, incompatible con la sostenibilidad ecológica, y con una vida digna para todas las personas. Incompatibilidad no solo técnica, sino fundamentalmente cultural: ha articulado un ethos que subordina todos los valores —ecológicos, sociales, éticos— al valor de cambio. Valores que no son solamente constructos mentales, ya que están reforzados por la publicidad, el transporte privado o la vivienda atomizada.
Simultáneamente, el heteropatriarcado invisibiliza sistemáticamente los trabajos de cuidados y reproducción social, culturalmente femeninos. La dominación de las mujeres y la naturaleza responden a una misma lógica patriarcal que instaura jerarquías de poder basadas en dualismos excluyentes (cultura/naturaleza, mente/cuerpo, masculino/femenino).
Episodios singulares exhiben la incompetencia del modelo para enfrentar las crisis: desastres naturales, pandemias, conflictos geopolíticos, eventos climáticos extremos o crisis económicas y energéticas. Además de la imposible erradicación de pobreza y hambre, las carencias de salud y educación en amplias áreas del planeta o el ensanchamiento de las brechas de desigualdad económica, de género o de etnia. Adicionalmente, la falta de formación e información veraz ha permitido el alza de bulos contribuyendo a generar distorsión, ruido y ensanchamiento de la base social ultraliberal.
¿Cómo plantear un decrecimiento energético y material si en los últimos 200 años hemos oído constantemente que lo correcto es el crecimiento económico?
En general, las propuestas contra la crisis ecosocial se enmarcan en los cánones del sistema hegemónico y no salen de la dialéctica: “¿Cuánto me va a costar? o ¿cuánto voy a ganar?”. El sistema ha logrado naturalizar conceptos y procesos que la humanidad da ya como inevitables. Por ejemplo, la ley de la oferta y la demanda (esta ley que, al comienzo de la pandemia, hizo subir exorbitantemente los precios de las mascarillas, cuando más se necesitaban y más lo demandaba la población vulnerable), la competitividad es instintivo en nuestra naturaleza (la tan célebre como falsa “ley de la selva” que Lynn Margulis logró deconstruir), el crecimiento económico es infinito y la pobreza es culpa individual de quien la padece, la división sexual del trabajo o la heterosexualidad es lo natural. Generalmente, estos dogmas “naturales” no se discuten y cuesta mucho urdir propuestas que rompan o pongan en duda algunos de ellos. ¿Cómo plantear un decrecimiento energético y material si en los últimos 200 años hemos oído constantemente que lo correcto es el crecimiento económico?
Sin embargo, todos esos dogmas de fe “naturales” son construcciones mentales que han beneficiado históricamente a élites específicas, por tanto, pueden y deben ser transformadas.
Hacer propuestas de transición energética crítica exige salir de la centralidad económica y preguntarnos: ¿qué le pasa a la vida si tomo una decisión u otra? Es esencial apuntalar la centralidad de la vida en una nueva hegemonía cultural. Requerimos personas que no afirmen que las personas migrantes nos quitan el trabajo o vienen a violar y a robar, que el apagón fue culpa de las energías renovables o que lo conveniente es dar empleo aunque la fábrica contamine. Precisamos que la plantilla de una empresa en crisis apueste por su empoderamiento y supervivencia a partir de una alternativa ecosocial. Pero, ¿cómo plantear eso si el 95% de dicha plantilla no ha oído nunca la palabra ecosocial y lo que le preocupa urgentemente es su emergencia personal y familiar?
En todo caso, surgen proposiciones alternativas que coinciden en la centralidad de la vida, el reconocimiento de nuestra ecodependencia e interdependencia, y lo ineludible de transitar hacia un horizonte socialmente justo y ecológicamente sostenible. Propuestas que abogan por el decrecimiento, los cuidados, la descarbonización, la igualdad, la suficiencia de materiales y energía para una vida humana digna, las energías renovables, una industria limpia y ajustada a las necesidades humanas y a los ciclos ecosistémicos, el sentido de comunidad, etc.
El capitalismo verde y el greenwashing escenifican los intentos del poder por obtener apariencia ecológica y de responsabilidad social, articulando nuevas formas de colonialismo y despojo
Muchas iniciativas de este tipo son propuestas bienintencionadas de “tecnosolucionismo ecológico” para cambiar las tendencias negativas, sin atender a las raíces del problema, que incluso usan el subliminal lenguaje capitalista de calidad (objetivos, estándares, indicadores…). Se basan en la premisa de que es posible transformar el modelo civilizatorio sin cuestionar sus fundamentos. Sin transición cultural previa, estas propuestas, como prueba la historia, corren el riesgo de ser secuestradas y adaptadas por las mismas lógicas generadoras de la crisis. El capitalismo verde y el greenwashing escenifican los intentos del poder por obtener apariencia ecológica y de responsabilidad social, articulando nuevas formas de colonialismo y despojo.
Si compartimos el diagnóstico de que la raíz del problema es una cosmovisión antropocéntrica liderada por el humano blanco, burgués, varón, adulto y heterosexual (el BBVAh, según la metáfora de Amaia Pérez Orozco) sobre el resto de seres vivos del planeta y que se sostienen sobre el capitalismo y el heteropatriarcado, deberíamos convenir que la solución tiene que venir de la ética.
Una ética ecosocial que extirpe la economía del centro y coloque a la trama de la vida en él, que reconozca la interdependencia entre seres humanos y entre estos y la naturaleza. También que reformule los principios éticos de toda acción humana: ética de responsabilidad, del cuidado, de sostenibilidad y de solidaridad, biocéntrica, que considere las consecuencias intra e intergeneracionales, sin dejar a nadie atrás. Una ética de acción transformadora y resiliente.
Gramsci nos recuerda que las transformaciones sociales precisan de transformaciones culturales previas; una reforma intelectual y moral en la que son claves una base social, una nueva cultura compartida y la conquista gradual de las instituciones sociales. Taíwò y otros pensadores decoloniales señalan que la crisis ecosocial está vinculada a la colonialidad del saber, que ha invisibilizado las epistemologías ecológicas del sur global. Freire aporta elementos centrales para promover esta transformación cultural a través de la educación crítica.
Sobre esta base, apuntalamos tres tareas esenciales. Primero, la deconstrucción del sujeto moderno (transformación de los imaginarios antropocéntricos: la superioridad humana, el utilitarismo ecológico, la separación cultura/naturaleza, el productivismo crecentista y el individualismo). En segundo lugar, la (re)construcción de imaginarios ecosociales (comprensión y reflexión ética sobre el antropocentrismo, y fundación de una nueva ética ecosocial). Y, en tercer lugar, una democratización radical (como las propuestas del Buen Vivir o Vivir Bien que señalan la necesidad de construir poder popular desde abajo, desarrollar economías solidarias y comunitarias, implementar modelos de democracia participativa y directa y establecer nuevas relaciones con la naturaleza basada en el respeto y la reciprocidad).
Necesitamos una transformación que no comience por el tejado de la tecnología energética o industrial, sino por los cimientos de valores, imaginarios y estructuras de poder que sostienen nuestra vida.
Una revolución cultural no trata de que quien está concienciado ecosocialmente eduque a quien no lo está, ni que una persona trabajadora en una industria contaminante deje su modo de supervivencia. Ni de élites sabias que adoctrinan. Atiende a compartir problemas, miedos, divergencias… dialógicamente, de igual a igual, y a construir entre los diferentes sectores ecosociales, espacios de transición que, posteriormente, se vayan ensanchando.
Pero hay muchos retos y obstáculos. Nos encontramos en un escenario en el que no todas las corrientes ecosociales son homogéneas, ni parten de los mismos postulados y problemáticas, por lo que es fundamental insistir en desarrollar procesos dialógicos comunitarios de construcción civilizatoria.
Además, el dilema central es el factor tiempo: la urgencia de tomar decisiones ya versus la necesidad de cambio civilizatorio, de una transformación cultural.
Otro desafío esencial es que las élites económicas ni necesitan el cambio, ni van a favorecerlo por lo que no se puede renunciar al conflicto, ni a estrategias de largo plazo que combinen la construcción de alternativas con la resistencia a las formas de usurpación del lenguaje (como habitualmente vemos con sostenibilidad o, últimamente, con los cuidados).
Una revolución cultural, al igual que una propuesta de transición energética, necesita recursos materiales, organizativos y comunicativos que enfrentan la resistencia activa de los poderes dominantes
Por otra parte, una revolución cultural, al igual que una propuesta de transición energética, necesita recursos materiales, organizativos y comunicativos que enfrentan la resistencia activa de los poderes dominantes: postulados de ultraderecha, capitalismo verde, institucionalización desactivadora, guerra cultural antiecológica, la fragmentación social, el negacionismo y el “negocionismo” climáticos, la desinformación y la saturación informativa, la criminalización de movimientos ecosociales y sindicatos o la violencia institucional (económica, de género, racista…).
Finalmente, la construcción de una nueva hegemonía cultural debe respetar y aglutinar la diversidad cultural y evitar nuevas formas de colonialismo cultural. Esto requiere de democracia radical y de procesos dialógicos complejos que permitan construir consensos sin anular las diferencias.
Sin una base ética y cultural transformadora, los proyectos de transición energética, industrial o de movilidad, no solo son insuficientes, sino también peligrosos
Sin una base ética y cultural transformadora, los proyectos de transición energética, industrial o de movilidad, no solo son insuficientes, sino también peligrosos, ya que corren el riesgo de las mismas lógicas extractivistas, coloniales y desiguales.
Históricamente, las transformaciones culturales han sucedido o precedido a las transformaciones económicas y sociales. Hoy, seguir a las posibles transformaciones estructurales es inviable por la magnitud del reto y obstáculos. Pero tampoco es viable la anteposición del cambio cultural por la urgencia de la crisis. Llegados a este punto, convendremos que la revolución cultural ecosocial no puede ser prerrequisito indispensable de las transiciones energéticas e industriales, sino un proceso, más dialógico que dialéctico, donde transformación cultural y transiciones se refuercen mutuamente.
En términos hegemónicos, en este punto, nos preguntaríamos cómo se hace. Sin embargo, en términos transformadores, observamos que esa no es la pregunta clave. Hay algo por construir, desconocido, con muchas incertidumbres y pocas certezas, sin planos ni mapas. Por tanto, la pregunta clave es para qué. ¿Para qué vamos a forjar transformaciones culturales? Y aparece claro: para transformar la civilización antropocéntrica en una civilización ecosocial, ecológicamente sostenible y socialmente justa. Sabemos qué queremos y qué no queremos. Teniendo claro el para qué, la ruta y la cartografía la vamos construyendo comunitariamente.
Nadie dice que sea fácil. Sin embargo, Rebecca Solnit nos recuerda que ocurren cambios colosales constantemente: nadie esperaba a principios de siglo un presidente negro en Estados Unidos, o que países católicos como Irlanda o España aprobaran el matrimonio homosexual, ni que Inglaterra cerrara su última central de carbón en 2024. Los cambios son posibles, se luchan, se trabajan y muchas veces se convierten en realidad (aunque en la mayoría de ocasiones no lo celebramos).
Los desafíos y limitaciones son evidentes, pero hay múltiples experiencias en marcha. Los movimientos sociales son la arquitectura central: el Foro Social Mundial, Vía Campesina, la Marcha Mundial de las Mujeres, el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, los movimientos indígenas, levantamientos por la justicia climática, los Levantamientos de la Tierra, las movilizaciones mundiales de jóvenes contra la inacción climática, los nuevos ecologismos y ecofeminismos. Localmente, la Carta de Derechos Sociales de Euskal Herria, la propuesta Su Txikien Itsasoa, el compromiso del Euskal Gune Ekosozialista para construir nodos de organizaciones por la transformación social, Ekologistak Martxan, Jauzi Ekosoziala, Sukar Horia, los sindicatos declarados ecosocialistas, entre otros muchos, son espacios que permiten la experimentación de nuevas formas de organización y valores poscapitalistas.
Es transcendental construir contranarrativas al discurso dominante para crear nuevos imaginarios, tanto en medios alternativos, como en prácticas comunicativas horizontales que conecten la comprensión de los sistemas naturales con el análisis de las estructuras sociales de poder y dominación. En esto, podemos incluir, con mayor o menor acierto, a Democracy Now!, New Left Review, Mongabay, Soberanía alimentaria, El Salto, Viento Sur, etc. También la corriente del Buen Vivir, ya insertada en las Constituciones de Ecuador y Bolivia.
Las experiencias prefigurativas expresan el desarrollo de organización y funcionamiento de iniciativas que reflejan el futuro que se pretende. Buenos ejemplos son las Comunidades en Transición (Kinsale, Totnes, Bristol…), iniciativas comunitarias que buscan transformar las comunidades locales para hacerlas más sostenibles y resilientes.
Renunciar a la revolución cultural como prerrequisito, no es apartarla al rincón de las cosas bonitas que cogen polvo. Comprende concretar varias claves. Una consiste en diseñar, entre los diferentes colectivos implicados, estrategias de transición holísticas que integren desde el inicio la dimensión cultural, garantizando que cambios tecnológicos y económicos vayan sustentados sobre transformaciones en valores.
Otra clave fundamental reside en articular “laboratorios de experimentación” en diferentes áreas y que las experiencias exitosas sean escalables y ampliables a otros escenarios.
Tampoco podemos olvidar que la juventud es agente de cambio. En un mundo virtual en desarrollo exponencial, es un hecho su presencia tanto en la creación como en la organización de movimientos que promueven causas sociales y ecológicas.
En un contexto social reproductor de valores antropocéntricos, no hay mapas ni certezas, pero sí eexisten planteamientos teóricos, lecciones históricas, experiencias en marcha y prioridades. Se trata de apuntalar propuestas simultáneas en múltiples frentes que garanticen la perspectiva de transición integral hacia un modelo civilizatorio diferente (el para qué). No es fácil, pero sí hay urgencias y prelaciones.
En este sentido, una propuesta de prioridades una transición ecosocial sería la siguiente. Como prioridad crítica, apuntalar los fundamentos estructurales de una civilización ecosocial sobre ética ecosocial (identificación de los valores hegemónicos, indignación hacia la injusticia social y ecológica, ética del cuidado…); empoderamiento comunitario (conciencia crítica a través de la educación ecosocial popular, organización comunitaria de base, alianzas estratégicas entre movimientos sociales de focos diferentes…); soberanía alimentaria y energética (relocalización productiva, priorización —dentro de los límites ̶— de sistemas agroecológicos, mercados locales, redes de consumo ecológico…, recuperación de semillas nativas, descarbonización, transición energética comunitaria...); gestión comunitaria de los bienes comunes (redistribución justa de la riqueza, economía decrecentista, integración del metabolismo productivo y social en los ciclos de la biosfera, recuperación de los servicios públicos, planificación urbana y rural con protagonismo comunitario, declaración de los bienes comunes naturales como patrimonio inalienable…).
Con categoría de prioridad alta, impulsar una democratización radical y transformación cultural-económica estimulando la economía social y solidaria (cooperativismo, renta básica universal, empleo de reparación y restauración, rehabilitación residencial…); la reconversión laboral justa (contratos de transición justa con programas de garantía de empleo en sectores emergentes —energías renovables, cuidados, movilidad sostenible, agroecología, educación ecosocial, servicios públicos, etc.—, reducción de la jornada laboral; respeto al tiempo de cuidados…); el reconocimiento del trabajo de cuidados (visibilización del trabajo reproductivo, redistribución de cuidados entre géneros y comunidad…); la democracia participativa (presupuestos participativos, consejos ciudadanos, rendición de cuentas permanente…); la despatriarcalización (educación no sexista, masculinidades alternativas, eliminación de violencia machista…); la descolonización epistémica (diálogo de saberes, recuperación de lenguas originarias…).
Y con un nivel de prioridad medio sería dinamizar la transformación institucional y consolidación sistémica a través de un nuevo marco jurídico-político (derechos de la naturaleza, límites al extractivismo y a los megaproyectos, justicia social e intergeneracional…); la distribución global (justicia climática, reparaciones norte-sur, migración global, cancelación de la deuda externa, reconocimiento de la deuda ecológica histórica…); nuevas métricas ecosociales de bienestar más allá del PIB y sobre la calidad de la vida integral (metamorfosis del lenguaje capitalista de calidad, horizontes para el buen vivir, integración de los costes ecológicos en los cálculos económicos, rangos de felicidad comunitaria…); las tecnologías éticas (que potencien autonomía, fomento del código abierto, impulso de una Inteligencia Artificial ética y sostenible, biomímesis…).
Hace tiempo que ya era hora de integrar las transiciones energéticas e industriales con la necesaria e ineludible transformación cultural. Hoy, la Revolución cultural no es un lujo intelectual, es una necesidad práctica esencial para que la transición a una civilización ecosocial sea efectiva.
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