Literatura
Iván Repila: “Es muy complicado cambiar el mundo; quizá la solución es inventarse otro distinto”

Iván Repila ha escrito una historia para convencernos de que lo que nos separa de las hormigas es que nosotros “tergiversamos la experiencia de estar vivos”.
Iván Repila
El escritor Iván Repila © Miriam Ávila (cedidad por Seix Barral)

Este texto, esta historia, este libro, El jardín del diablo (Seix Barral, 2025), es una cuenta atrás. Como lectores lo descubrimos subliminalmente. Es explícito, en realidad. 3, 2, 1. Se acabó. Ya no hay nada que hacer. O sí. Es cierto que la distancia entre un pomelo y un roedor es igual a cero. La distancia entre un humano y una hormiga tiende a cero, pero por desgracia aún no es cero. Las hormigas tienen un buche social. Iván Repila (Bilbao, 1978) ha escrito este libro alrededor de esta idea: el buche social. Es mentira, aunque no del todo. Repila ha escrito esta historia para contarnos que a veces tomamos decisiones que nos hacen mearnos encima de miedo. Es mentira también. El autor ha escrito una historia para convencernos de que lo que nos separa de las hormigas es que nosotros “tergiversamos la experiencia de estar vivos”. Media verdad. Repila ha escrito El jardín del diablo para demostrar que se puede hacer un mundo nuevo, o para darnos fuerzas para intentar fundar una mirada del mundo, uno mucho mejor, más niño, más tierno. Esta es otra verdad a medias. 

Hay dos o tres formas de afrontar el futuro: descorazonados, corriendo por las paredes, o fundando uno nuevo. “El sereno futuro en el que nos extinguimos” es un silencio pasivo e irreal, el camino cobarde que ni siquiera es intersticial, es una tercera vía muerte. El no me importa. El de algo hay que morir de nuestro presente. Sabemos en qué cree Volva, quien cuenta la historia de El jardín del diablo, pero ¿en qué cree la mano autora que le dio vida? ¿Es esto una aportación narrativa a fundar un nuevo futuro?
Soy una persona bastante optimista en general, pero en los últimos años este optimismo ha colisionado con la realidad, sobre todo a raíz de la pandemia. Aquella cicatriz, aquella herida, a mí, todavía me remueve por dentro. Me he visto recordando detalles… como cuando los niños no podían salir a la calle o como cuando me encontré en un supermercado con un amigo al que hacía un montón que no veía y di un paso atrás, aterrorizado. El miedo se ha ido, pero el dolor y algunos recuerdos feos persisten. Cuando me atraviesan por la cabeza se me pone un nudo en la garganta. Quiero decir que mi optimismo se vio censurado por la realidad. Fui una persona mucho más hermética durante meses. En un momento me rebelé contra el pesimismo atroz que me rodeaba. Pensé que para poder curarme yo y cuidar bien a mi hija tenía que regresar a un escenario optimista planteando otras posibilidades de futuro. Un futuro mejor donde pongamos los cuidados, a todos los niveles, en primer término. En aquellos meses de pandemia nos volvimos todos muy pequeñitos. Esta novela no es tanto una aportación narrativa a fundar un nuevo futuro, sino una aportación narrativa a volver a tener ganas y energías para cuidar, dejarme cuidar y atender a los que me rodean.

Es probable que tu novela vaya a ser tomada en cuenta como una crítica al capitalismo que aniquila el planeta a fuego lento (y cada vez menos lento, y cada vez más fuego). 
Desde luego hay una crítica no solo al capitalismo sino a lo que rodea al capitalismo; la aceleración, la inercia, la falta de atención a uno mismo, a los que te rodean, a lo que está cerca, a las plantas, a los animales, a los océanos. Tenemos que pararnos a pensar, cuidar y construir alternativas.

No lo entendemos, nunca lo hemos entendido. Somos el desequilibrio del planeta.

Es una nana al darnos la mano. Sin que suene cursi: a sacrificarnos, a arriesgar la vida, a jugarnos el tipo, a querer dejar una vida más fácil a los niños que duermen mientras nosotros nos preocupamos. “Nada puede deshacer el conjunto”. El Jardín es el cuento para tu hija, para que sepa que para resistir al mundo o lo cambia o se inventa otro. ¿Es así o ando lejos? 
No quiero desvelar nada, pero una de las ideas que se esgrimen en las últimas páginas es que es muy complicado cambiar el mundo; quizá la solución es inventarse otro distinto. Uno mejor. 

Piensas mucho en las sociedades de mutuo cuidado de plantas y hormigas, “jardines del Diablo”, en algunos lugares de la Amazonia.
Pienso continuamente en cómo la naturaleza, la flora y fauna, ha logrado un equilibrio y unas formas de comunicación entre distintas especies. Y nosotros estamos absolutamente fuera. La naturaleza ha sabido desde el principio cómo estar en el mundo. A pesar de que el león se come una cebra, la naturaleza ha conseguido un equilibrio donde existe un respeto por el escenario compartido. El elemento que chirría somos nosotros, desde hace miles de años. En primer lugar, porque no le prestamos atención y creemos que está a nuestro servicio, cuando el planeta no funciona así, nunca ha funcionado así. No lo entendemos, nunca lo hemos entendido. Somos el desequilibrio del planeta. 

Construyes imágenes, permíteme, rarísimas. Imágenes en las que no pensaríamos jamás si nadie las articula. Escribes: “buceé en las entrañas de la casa del gusano”. O: “Miré hacia arriba y mi cuerpo era un pellejo amable”. Imágenes ¿grotescas?, ¿amorfas?, ¿torcidas? Escribes: “Una columna de símbolos de colores expulsa glifos y letras que aletean [...] y luego se disuelven formando charcos que tiemblan”. Y lo más curioso es que no cuesta pensarlas, imaginarlas. Es decir, necesitamos que venga Iván Repila (o quien sea) para disparar estas cosas locas que nunca pudimos llegar a pensar.
La novela arranca en un escenario ecotópico: un jardín donde conviven de forma natural los seres humanos y no humanos. El protagonista, que es el narrador, ha crecido allí. A la hora de plantearme la escritura, cómo tiene que expresarse Volva como narrador, comprendo que las metáforas, los símiles, las imágenes… no pueden hacer referencia a piezas que estén fuera de ese jardín. Por eso el juego de la novela es hacer referencia a elementos con los que Volva sí ha tenido contacto en su infancia. Los hongos, las hormigas, los árboles, los bosques. Hasta que  aparecen otros personajes, Volva no puede usar el lenguaje del mundo que vivimos nosotros, el mundo real, digamos. Me supuso un gran esfuerzo. 

Filosofía
Utopía, nostalgia y esperanza
La nostalgia se ha extendido en nuestra cultura como un estado de ánimo que modula todas las expectativas de futuro, sustituyendo a la esperanza como emoción política proactiva.

Aunque en realidad no te interesa decir todo. Ni siquiera crees que pueda decirse todo. El resto del tiempo carecería de sentido. Estaríamos ya para morir, supongo, si todo pudiera articularse. ¿Así lo crees, como el hilo de pensamiento del protagonista de El jardín del diablo?
Creo que la necesidad de comunicación de los seres humanos es aspiracional. Intentamos expresar lo que sentimos y en esa búsqueda de querer expresar todo lo que sentimos, cómo somos, quiénes somos, acabamos, ¿literalmente?, en un jardín. Es imposible ser completamente transparente, contarse, de verdad, a uno mismo, y mucho menos a los otros. Por eso digo que es aspiracional, y creo que nos da fuerzas para seguir intentándolo, para contar historias, hacer arte, hablar. Supongo que si alcanzáramos ese punto de plenitud emocional e intelectual que nos permitiera expresar quiénes somos sin dudas, como vasos comunicantes entre unos y otros, seguramente habríamos llegado al cenit y podríamos dejarnos morir, sí. 

Jugar es todo lo infinito, todas las posibilidades: los días son larguísimos, puedes ser astronauta por la mañana, médico por la tarde y mecánico por la noche. Y al día siguiente, otra vez.

Sería fácil decir que lo tuyo es fantasía, aunque sí usas la fábula o el cuento y las formas fantásticas. Me gustaría describirte como Literatura Rara. Estás en la escuela del Rarismo. No es que sea experimental ni estrambótico. Cuentas una historia, como hacemos desde hace siglos, pero te preocupa mucho la creación de un entorno, un imaginario, y te importa mucho la forma. ¿Por qué?
Siempre escribo ficción pura, sin atisbo de hiperrealismo, como sucede tantas veces en la literatura contemporánea. No lo critico. Mis libros tienen un pie en el realismo y otro pie en un imaginario absolutamente alejado, alegórico. He intentado, con mayor o menor éxito, que la forma se adecue al fondo de la historia, a la trama. En este caso era fundamental: escribir una novela en forma de cuento, de fábula, con sonoridad, con oralidad. 

Juegas. Juegas escribiendo. Y escribiendo reivindicas el jugar. ¿Qué es jugar (contar confidencias, aniñarnos) en tu novela?
Jugar es algo muy importante. En la parte simbólica, el viaje de Volva es el viaje de un ser humano que crece, que pasa de un jardín donde todo es posible, prácticamente mágico, donde se comunican con plantas y animales, a un mundo donde empieza a perder imaginación, posibilidades, amistades… porque entra en la dinámica capitalista. Según va entrando en el sistema, va dejando de jugar. Jugar es todo lo infinito, todas las posibilidades: los días son larguísimos, puedes ser astronauta por la mañana, médico por la tarde y mecánico por la noche. Y al día siguiente, otra vez. Eso es jugar. Cuando crecemos se nos olvida jugar. Estamos ocupados, acelerados. Si no tenemos tiempo para nosotros mismos, ¿cómo vamos a tener tiempo para jugar?

Sé cosas sobre tu forma de escribir (gracias a Las entrañas del texto, la bitácora del cómo escriben quienes escriben, curada por María Sánchez). Y sé que llevas al menos cuatro años mirando paredes y luego echándote al folio a escribir brotes, llaves, corchetes, ideas. Con mala letra. Dices que tu cabeza piensa a dos ritmos, uno rápido y uno lento, y mientras se va cocinando la historia. Necesitas tiempo y necesitas obsesionarte, documentarte, tachar y cargarte capítulos. ¿Cómo describirías el making of, el así se hizo, de ‘El jardín del diablo’?
Voy dejando que se vaya cocinando en mi cerebro la novela durante mucho tiempo. Luego paso a tomar apuntes. Cuando me canso, un día empiezo a escribir. En el caso de esta novela se juntan muchas circunstancias. En 2019, cuando publiqué mi última novela, nació mi hija. Sobrevino la paternidad y el miedo, las preguntas habituales –«¡Dios mío! He traído una vida al mundo, ¿qué voy a hacer?», «¿qué mundo le voy a dejar?»–, un poco cliché. Y después, una vez aprendí a cuidarla, preguntas del tipo «¿qué le voy a contar del mundo, si está devastado?». Después llegó la pandemia. El solipsismo, el encierro. Nos mudamos a una aldea de Burgos, un pueblo de seis habitantes. Ahí redescubrimos la naturaleza! veíamos ciervos y jabalís cruzando la carretera, ululaban lechuzas, las estaciones cambiaban el color de los campos… todo esto en la ciudad no se percibe. Hormigas, insectos maravillosos, alimañas, plantas venenosas. Paternidad, encierro, reconectar con la naturaleza… la conjunción que hizo que de mi cabeza brotara esta novela. 

Sarrapia, zarza, raíz, tierra, hormiga, gusano, hongo, helecho, perro, esqueje, púa, ceiba, bosque, loma, formicar, con eme, resonar. Coche, carretera, piscina, zoológico, necesidad, trabajo, humo, ropa usada, señales de tráfico, Bolsa, alquilar, pedir créditos, frustrarse. Hay sustantivos y verbos que cargan tu texto de oposiciones. ¿Usas un mundo interespecie y verdoso como utopía y como defensa ante el grisáceo mundo de la distopía?
Absolutamente. Para mí la utopía solo puede ser ecologista, multiespecie. La única utopía posible es la que tiene en cuenta tanto a los seres humanos como los no humanos. Y si no es así, si solo se benefician los humanos –que comen lo que quieran, que disponen de todo lo que quieran–, sin prestar atención a los bosques y los océanos, no es una utopía. Eso solo sería la representación de lo que nos ha llevado a previsiones de que en cincuenta años nos muramos de hambre, de calor o de frío. Mi hija o sus hijos no tendrán agua qué beber ni tierra donde plantar. 

La literatura no puede cambiar el mundo, pero sí puede plantar una semilla.

Volviendo al cuidado y la protección mutua interespecie, todos los personajes de la historia se ayudan o, por lo menos, no existen zancadillas. Se vislumbra que hay un mundo fuera del Jardín donde el dolor y la violencia es parte del día a día, y tus personajes, por ejemplo las tres ancianas, deciden que en la medida de las posibilidades, hay que echar una mano. Como sea. ¿No hay fricciones en un mundo así?
Las tres ancianas son el lado luminoso de las tres Erinias de la mitología: Alecto, Megera y Tisífone. En vez de las tres Erinias que representan la venganza, inventé las tres Erinias que representan la generosidad, la ayuda. Ante el escenario distópico del mundo real quería mostrar que la gente buena existe de verdad. Decidí que en el doloroso viaje del protagonista –en el que se convierte en una isla y lo desmemorian–, en lugar de antagonistas que intentan ponerle obstáculos, se topase con personajes ayudadores.

¿La utopía ecológica debe ser esperanzadora o simplemente reconfortante? O, de otro modo: ¿Hasta dónde te gustaría que llegase tu escritura? 
La literatura no puede cambiar el mundo, pero sí puede plantar una semilla. Esas semillas que son ideas pueden germinar. A un niño le plantan una idea y cuando crece, si recuerda aquella semilla, igual la desarrolla. Y entonces sí, construyes. Puedes construir incluso formas de convivencia y cuidados; un mundo mejor. Si la pregunta es: ¿Hasta dónde te gustaría que llegase tu escritura?, la respuesta es: A plantar pequeñas semillas que puedan germinar.

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