Huellas de África
Una estela en el cielo (V/V)

El relato que sigue es resultado de un trabajo periodístico de horas de entrevista con dos personas procedentes de África, que han preferido permanecer en el anonimato. Lo que aquí se narra no son hechos excepcionales, es la realidad que enfrentan miles de personas. A fin de que el relato fuera lo más fiel posible, he retirado mi voz y dejado que sean ellos, en primera persona, quiénes cuenten cómo ocurrió todo

Huellas de África 5
Huellas de África en Sevilla. Una estela en el cielo Pedro Román

Habíamos llegado a Abuya, la capital de Nigeria, sobre las cuatro de la tarde. Estábamos frente a la oficina en la que tendría que obtener mi visado, y un nudo me atenazaba el estómago. Había muchísima gente en fila esperando su turno. Algunos llevaban allí desde las cuatro de la madrugada, esperando fuera del edificio, durmiendo incluso en la propia calle. Al cabo de varias horas de espera, mi hermano tuvo que marcharse, se iba en autobús y me dejaba el coche para que yo volviera más tarde a casa, así que me tocaba esperar allí solo.

Para mi horror, vi como a muchos como yo les negaban el visado, y comenzaban a gritar y llorar. No eran ni uno, ni dos, sino casi la mitad los que volvían con las manos vacías

Tenía veintiún años por aquel entonces y estaba increíblemente nervioso. Veía a todas aquellas personas en fila mordiéndose las uñas, andando alterados de un lado para otro, cargados con carpetas y revisando hojas y hojas de papeles. También a los funcionarios, quienes parecían completamente ajenos a nuestro estado de aprensión y agobio. Para mi horror, vi como a muchos como yo les negaban el visado, y comenzaban a gritar y llorar. No eran ni uno, ni dos, sino casi la mitad quienes tenían que volver a casa con las manos vacías.

Solo quedaba una persona delante de mí, un hombre mayor, para que me llegara el turno. Escuché cómo hablaba con la mujer al otro lado de la ventanilla. Le habían retirado el visado, como a los otros cuatro antes que él, y suplicaba por Dios si había alguna forma de arreglarlo. Era la sexta vez que venía, desde hacía dos años, y siempre que lo hacía algún papel había caducado, alguna firma estaba equivocada o faltaba algún sello. Además, había que esperar un tiempo mínimo establecido para poder acudir de nuevo a la oficina a pedir el visado, por lo que mucha gente se veía en la tesitura de tener que seguir ahorrando durante ese tiempo, cosa que no siempre era posible.

En la fila de al lado escuché a una mujer embarazada llorando, le acababan de rechazar el visado. Por los gritos supe que su hijo iba a nacer en apenas un mes y que necesitaba salir de allí

El hombre se retiró desesperado en busca de otra ventanilla. Era mi turno. Frente a mí, una gran mujer de mirada desagradable y rodeada de toneladas de formularios e impresos, esperaba impaciente a que me acercara. A trompicones recorrí los escasos metros que me separaban de ella y deposité la carpeta en el desgastado mostrador. Apenas me saludó con un gruñido y comenzó a revisar la documentación, en busca de una falta, de una incorrección, de cualquier tipo de error cometido por mi parte. En la fila de al lado escuché a una mujer embarazada llorando, le acababan de rechazar algún papel. Por los gritos, supe que su hijo iba a nacer en apenas un mes y que necesitaba salir de allí, que el poco dinero que había ahorrado se le iría volando en los cuidados del niño, por lo que tendría que decirle adiós a la posibilidad de obtener el visado.

¿Por qué no había sello? ¿Qué había visto? ¿A dónde había ido? Falsificar un documento como este era delito

La funcionaria de mi ventanilla seguía chupándose el dedo gordo y pasando los folios uno a uno, con rutinaria parsimonia, mientras un viejo ventilador le agitaba los rizos del flequillo. Su mirada viajaba de los papeles a la pantalla de un amarillento ordenador. De vez en cuando fruncía el ceño y cesaba en su lectura, mientras yo sentía como el corazón se me congelaba, las manos me sudaban e involuntariamente aguantaba la respiración. Pero, tras comprobar con más detenimiento la pantalla del ordenador, continuaba pasando las hojas, una a una, moviendo los ojos con rapidez línea tras línea. Algunos papeles los marcaba con un sello oficial azul, otro verde y otros con un sello rojo, siguiendo algún criterio que yo, obviamente, desconocía. Otra hoja, sobre los vuelos a Alemania, un rápido vistazo, sello. Otra hoja, el pasaporte con los meses exactos necesarios para ser aceptado y ni un día más, sello. Otra hoja, el libro familiar con datos de domicilio, sello. Otra hoja, prueba de solvencia económica, cogida con pinzas y una de las causas de mi insomnio en los últimos días, sello. Otra hoja, el contrato de trabajo ficticio que me había dado Akinwumi, plasmando todos los datos a la perfección, para que realmente pasase por un empleado suyo que iba a Alemania por motivos de trabajo. No hubo sello.

-Un momento —gruñó la mujer, que se incorporó haciendo un esfuerzo titánico y se perdió tras un montón de papeles—. No había sello ¿Por qué? ¿Por qué no había aplastado aquel trozo de madera y plástico impregnado en tinta en la hoja? ¿Por qué no había sello? ¿Qué había visto? ¿A dónde había ido? Falsificar un documento como este era delito, pero Akinwumi me había asegurado que aquel contrato era prácticamente real, que pasaría todos los filtros que necesitara hasta llegar a Alemania. El zumbido chirriante del ventilador me perforaba los oídos ¿Qué había visto aquella hastiada mujer? ¿Qué estaba haciendo o con quién hablaba? Me incliné hacia adelante en la ventanilla, pero no pude verla. Los minutos pasaban y nadie aparecía tras el mostrador. En el resto de la sala se sucedían los cuchicheos, las quejas y las llamadas de teléfono. A un hombre se le había olvidado el pasaporte en su casa, a cuatro horas de allí, el cual estaba a escasos días de caducar. Una mujer detrás de mí me tocó el hombro y me preguntó que qué sucedía, que por qué la ventanilla estaba vacía. Le respondí que no lo sabía y al girar de nuevo la cabeza la mujer cansada ya estaba allí sentada, como si nunca se hubiera movido. Su rostro no registraba emoción alguna. Se quitó los rizos de la cara y carraspeó. Sello.

-Está todo correcto. Firme aquí, aquí y aquí. También aquí. Lleve esto a la ventanilla de allí y con esta tarjeta solicite su visado. No tardarán mucho en darle el certificado y el visado le llegará a casa en unas semanas. El siguiente por favor.

Recuerdo empezar a gritar de alegría en la sala; no me importaba nada: lo había conseguido. Fui corriendo a la primera cabina de teléfono que había y llamé al viejo móvil de mi hermano Enmanuel, quien me había acompañado durante el viaje y había estado esperando varias horas allí conmigo. Los dedos me temblaban. Mi hermano iba en el autobús y le escuché cantar al otro lado del teléfono, gritaba en medio de los demás pasajeros para que todos supieran la noticia. Incluso le dijo al conductor que se detuviera.

- ¡Párese! ¡Deténgase! ¡Mi hermano va a ir a Europa y quiero estar con él ahora mismo!

El conductor detuvo el autobús y mi hermano cogió otro de vuelta a Abuya. Al día siguiente estábamos de regreso en Anambra, con el resto de la familia, celebrándolo. Tal y como me habían asegurado, al cabo de dos semanas el visado llegó en un sobre con el sello oficial de la oficina de Abuya.

Mi padre, aún en cama y con muy pocas fuerzas, me dijo que estaba orgulloso de mí. Mi madre me pidió que tuviera cuidado, y que demostrara a los europeos mi valía

No tardé mucho en prepararlo todo, tenía que aprovechar cada instante. En Alemania Akinwumi me había conseguido un contacto, Tunji, con el que iría a vivir. Nunca seré capaz de expresar lo agradecido que estoy a Akinwumi, ya que sin él todo esto habría sido imposible. Preparé las maletas y, entre lágrimas, sonrisas y besos me despedí de mi familia, sin saber si algún día volveríamos a vernos. Mi padre, aún en cama, con muy pocas fuerzas y la voz destrozada me dijo que estaba orgulloso de mí. Tristemente murió a las pocas semanas de mi partida. Mi madre me pidió que tuviera cuidado, y que demostrara a los europeos mi valía. Mi corazón estaba rebosante de júbilo, pero también debo admitir que estaba aterrado, pues desconocía por completo qué sería de mí a partir de aquel momento. Fui dejando mi casa atrás, viéndo a mi familia en el espejo retrovisor. Los vecinos, el barrio y el que había sido mi colegio, con el viejo campo de fútbol en el que pasábamos las tardes con el balón de Sunday, se hacían cada vez más pequeños. Finalmente, Anambra se perdió en el horizonte. Suspiré, me recosté en el asiento y miré al frente. Volvíamos a la capital, al aeropuerto de Abuya. Justo en ese momento un avión cruzaba el cielo dejando una estela blanca tras de sí. ¿Cómo sería ir dentro de uno de aquellos? ¿Daría miedo? ¿Cómo serían las ciudades en Europa? ¿Y la gente? Tendría que aprender su idioma y su cultura. Pasara lo que pasara, estaba decidido a, como me había dicho mi madre, demostrar mi valía en aquel nuevo continente.

Aquí concluye el relato de Maduabuchi. A pesar de que las horas de entrevista continuaron, decidí detenerme aquí, ya que lo importante no es el personaje concreto de Maduabuchi, sino comprender la vida que se oculta detrás de las personas que vienen en situaciones extremas como él. En la actualidad, Maduabuchi vive en Sevilla, luchando por conseguir sus sueños. El próximo africano con el que os crucéis en la calle podría ser él.  

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