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1968 es el hijo legítimo de un matrimonio crítico entre Marx y Freud, sellado por el empeño de Marcuse y Horkheimer en superar la enfermedad positivista unidimensional del Occidente que venció al nazismo. Esta Nueva Izquierda propone a la generación de estudiantes universitarios que convivían con el soborno del bienestar abandonar el materialismo dialéctico para afrontar lo cultural, lo social, como principal ocupación del bloque contestatario.
Con esta premisa se declara una guerra contra el monótono orden moral para poder alcanzar la emancipación de la personalidad, nuevo horizonte contrahegemónico. Ya no se pretende derribar al orden por sus consecuencias económicas ni transformar el poder, sino librar una batalla libertadora y autogestionaria, que en muchas ocasiones ha servido para señalar a los movimientos del 68 como el origen del individualismo postmoderno. Este es el gran debate sobre 1968, un debate que se aviva cuando, con facilidad, se detecta la victoria capitalista sobre la “generación Sorbona”.
Antes de abordar con la profundidad que merece la contradicción neoliberal que alberga una revolución cultural levantada a golpe de revisionismo marxista, se hace necesario señalar algunos antecedentes históricos del momento. El más obvio e inminente, como saben, es el movimiento de solidaridad con Vietnam, utilizado por la juventud americana y europea en forma de bandera anti-imperialista. También saben que el inicio de la crueldad yanqui en el sudeste asiático tenía por objeto disputar la victoria cultural de la Revolución china (1949), cuya influencia lograba traspasar el mandarín, y se constituyó en el nuevo referente opositor del mundo capitalista, tras la extendida crítica al estalinismo. Dar la espalda a la URSS, cada vez más asimilada en el orden mundial, supuso, al mismo tiempo, coquetear con el trotskismo y las figuras de Ho Chí Minh y Mao Zedong –en el que permanecía intacta la épica del Ejercito Popular de Liberación–, de la mano de Godard.
Más allá de Vietnam y, por supuesto, de la vergonzante guerra de Argelia, San Francisco, el movimiento hippie y la revolución sexual-pacifista son los sedimentos reales del asamblearismo francés. Por eso, el Summer of Love, la radicalización mainstream de los movimientos contraculturales y el LSD permitieron que los ideales del nuevo orden llegaran a Francia, convirtiendo la protesta gala en un alegato a favor del deseo (inventando mucho antes que La Casa Azul y un poco después de W. Reich La revolución sexual), la sociedad civil autónomamente organizada y la ruptura con el sistema institucional tradicional. Los sindicatos, el Estado y, por supuesto, los partidos de la izquierda concebidos organizativamente al estilo leninista se convirtieron en diana de la revuelta, partidaria del consejo y los foros de discusión multitudinarios en sustitución de las clases universitarias.
De vuelta al invierno y con la energía liberadora saliendo del estado de California, la Primavera de Praga buscó de nuevo la emancipación del autoritarismo socialista, como más tarde lo haría México respecto al asfixiante régimen del PRI (1914). Nada define mejor la atmósfera izquierdista vivida en 1968 que la voluntad de, sin renunciar a la alternativa capitalista, desconfiar del estatismo total y sustituirlo por el “socialismo de rostro humano”, postulado por Dubček. En cierta forma se vive una reacción frente a la traición de la revolución, en términos claramente trotskistas de nuevo (1936), una respuesta humanista-libertaria que también tuvo como exponente a la Comuna de Shangai (1967), modelo organizativo sacralizado por la postmodernidad: el bottom-up. Ahora China es más traición que paradigma y las referencias asiáticas de entonces se sustituyen por temerosas reverencias europeas a América Latina, desde la Bolivia que vio morir al Che al Ecuador de Correa.
En mayo todavía Praga no había sido derrotada, por lo que era legítimo soñar con una revolución que luego fue revuelta. Los afroamericanos parecían avanzar en Estados Unidos y aquí los chicos de las JCR (Juventudes Comunistas Revolucionarias) y el suburbio de Nanterre confiaban en lograr el gobierno popular frente a De Gaulle. Pronto se unieron los obreros, en una imprescindible alianza clases populares-clases universitarias, más tarde diluida al negociar el gobierno con los primeros y negar cualquier concesión a la radicalizada intelectualidad del Barrio Latino. El PCF, como era de esperar, no estuvo en la vanguardia del cambio y temeroso del espiritualismo impidió convertir la revuelta cultural en revolución política.
En el propio seno de los estudiantes que proclamaban el comité de autogestión como alternativa al partido y al liderazgo también surgió un faro personal carismático en la persona de Daniel Cohn-Bendit, una contradicción que atraviesa permanentemente a los movimientos horizontales (anarquistas). Desde 1994 Cohn-Bendit es eurodiputado verde y la Realpolitik venció a los mayistas, muchos de ellos convertidos en socialistas, ecologistas o directamente liberales de derecha. En las elecciones de junio del 68, convocadas por la protesta estudiantil y la huelga general, la derecha republicana gaullista ganó ampliamente la Asamblea Nacional, la izquierda perdió apoyos y los estudiantes ni siquiera lograron representación. Es habitual que tras la convulsión social siga una etapa de restitución política, como pasó con las amplias mayorías del Partido Popular en la España de 2011. Los efectos del levantamiento en Francia, como en España, se dejaron sentir con posterioridad, aunque no fueron más que, en ambos casos, una normalización institucional del inicial “movimiento espontáneo”. Por eso, el mismo movimiento que en 1968 negó llevar a Mitterand al poder, al considerar correctamente que supondría domesticar las voluntades, terminó por otorgarle la gran victoria de mayo de 1981, al haber conseguido el charentais, disolviendo la SFIO, y creando el PSF, un instrumento con condiciones suficientes para asegurar la representación de la nueva y ya rebajada mayoría generacional-popular.
Está claro que el movimiento obrero, excesivamente cercano al pactismo, consiguió de la vanguardia estudiantil avances generales como la reducción del tiempo de trabajo o aumentos salariales, pero también está claro que aunque la pretensión de ganar una libertad individual como forma de emancipación, a la vez propia y necesariamente colectiva, no tenía ningún componente liberal, y sí libertario, pues en ella había una crítica abierta al trabajo capitalista, terminó por subsumirse en eslóganes mucho más favorables a la cosmovisión neoliberal, a saber, la sublimación del deseo y la libertad sexual, perfectamente complementarias con la sociedad abundante ya advertida por Marcuse. Del gozad sin obstáculos surgió un nuevo feminismo, el de la diferencia, y el pacifismo ecologista, marcas de la izquierda multicultural y postmaterialista del Siglo XXI, que abandonó para siempre el relato político-económico para conformarse con agregar unas aspiraciones culturales con las que no pudo frenar el Consenso de Washington. Como mucho, este impulso revolucionario dio a luz la tercera ola de Huntington.
Ni se derribó la V República ni el prohibido prohibir nos hizo más libres: es el nuevo orden moral neoliberal.
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Interesante repaso al 68, que la verdad terminó de aquella manera
Un poco de bajona da después de leer el artículo...se agradece no mitificar eventos de la historia..