Opinión
No miren al cielo
Cuarenta mil votos. Ese es el margen. Eso es lo que ha hecho falta. Cuarenta mil razones más para arrastrarnos de vuelta a los años treinta, solo que esta vez con mejor WiFi y excusas mucho peores. Anoche vi llegar los números desde un bar de Cáceres, donde la tele competía con un partido de fútbol totalmente irrelevante. El camarero tenía el sonido quitado. Hombre listo. El silencio lo hacía todo peor. Veías los porcentajes subir como una fiebre que sabes que va a llegar.
Extremadura votó. Alto y claro, te dirán. Lo que no te dirán es a qué sonaba.
Espera. Déjame ir hacia atrás. O hacia delante. O de lado, hacia la única comparación que ya tiene sentido: psicológicamente vivimos en el mismo país donde la gente cree que el gobierno esconde extraterrestres en un almacén entre Roswell y el Facebook de tu primo.
Has visto los vídeos. Los hemos visto todos. Manchas de luz quemadas por doce capas, verde visión nocturna, como en el interior de una resaca militar. Objetos moviéndose con el desprecio casual de cosas a las que nuestras leyes de la física les dan igual. El Pentágono los suelta como un culpable soltando una tos: a regañadientes, sin mirar a los ojos, y solo cuando ya está acorralado. Fenómenos Aéreos No Identificados, dicen ahora. Que viene a ser platillo volante con traje de Brooks Brothers, lavado para la tele de sobremesa y las comisiones del Congreso, donde gente muy seria asiente con gravedad y dice en micrófonos que cuestan más que muchos colegios públicos: No sabemos qué es.
Esto se supone que tiene que tranquilizarnos. No lo hace.
Y de repente tu cuñado queda reivindicado. No del todo —Dios nos libre—, pero lo suficiente como para hacer insoportable la cena de Navidad. Pilotos del ejército, la última gente a la que imaginas alucinando en Mach 2, explicando tranquilamente que vieron cosas que no deberían ser posible… a no ser que Newton nos haya estado mintiendo todo este tiempo. Luego vienen las comparecencias. Los generales se remueven. Los senadores fruncen el ceño de una manera que podría ser de preocupación o estreñimiento; sinceramente, ya cuesta distinguirlo.
Porque aquí está el tema: los gobiernos no admiten ignorancia. Nunca. Son gente que intentó clasificar la gravedad y que una vez mintió sobre una guerra delante de un mapa del país equivocado. Tienen una larguísima tradición de saber perfectamente lo que pasa mientras insisten en que no pasa nada. Así que, si dicen que no saben qué hay en el cielo, la suposición razonable, la única suposición cuerda, es que sí lo saben y están apostando fuerte a que prefiramos no saberlo.
Porque aquí está el tema: los gobiernos no admiten ignorancia. Nunca. Son gente que intentó clasificar la gravedad y que una vez mintió sobre una guerra delante de un mapa del país equivocado
A lo mejor tienen razón. A lo mejor no le dices a una civilización nerviosa y pasada de cafeína que la verdad está ahí fuera y que no somos el lápiz más afilado del estuche del universo. Que lo de Jesús y Mahoma eran en realidad hombrecillos verdes. No anuncias que las luces que zumban alrededor de los cazas no son rusas, ni chinas, ni nuestras, sino otra cosa. Algo más viejo. Más rápido. Y aparentemente poco impresionado con toda nuestra situación ontológica.
Eso no lo haces si quieres mantener la Bolsa en pie y evitar que internet arda. Lo archivas como seguridad nacional. Lo metes en una caja fuerte, y que el Cuarto Milenio haga el resto.
Y aquí está la genialidad —la genialidad terrible—: la teoría de la conspiración alienígena no exige fe. Solo mentes abiertas. Las pruebas no gritan hombrecillos verdes. Susurran: desconocido. Materiales desconocidos. Propulsión desconocida. Origen desconocido. Nada de monstruos de ojos saltones, ni abducciones, ni sondas anales. Solo preguntas sin respuesta y un ligero olor a secreto.
No es prueba. Nunca es prueba. Solo lo justo para pensar: Bueno… igual sí. Y ahí es donde te entrenan el cerebro. Es el calentamiento. La cena de ensayo para una sospecha mucho más oscura y muchísimo más familiar: que hay fuerzas moldeando nuestras vidas fuera de plano, y no vienen de las estrellas. Vienen de aquí mismo. Con placas, trajes y expresiones de grave responsabilidad.
Así que. Extremadura.
Los muñecos verdes hinchables de la SS… te acuerdas, ¿no? Los fascistas de piscina, los stormtroopers de fiesta de disfraces… no solo no estallaron, sino que se destaparon. Sacados de la sombra histórica de Birkenau, alejados del mausoleo cargado de incienso del Valle de Cuelgamuros (donde el fantasma de Franco sigue paseándose por el aparcamiento, decepcionado de que el fascismo moderno no tenga sentido del espectáculo), y sentados —recién planchados, desodorizados y sonrientes— bajo la cálida luz de la legitimidad democrática.
No como monstruos. No como xenófobos. No como extremistas. Sino como realidad política. A primera vista, convocar elecciones que solo podían —matemática, moral y cósmicamente— fortalecer a la ultraderecha parece una cagada histórica. Suicidio político escrito en prosa administrativa, firmado con una sonrisa y enviado por correo a uno mismo. El tipo de decisión que tomas cuando has dejado de escuchar a los votantes, a los asesores, a la gravedad y a esa vocecita en el cráneo que a veces te recuerda cómo funcionan los números.
Pero supongamos, solo por un momento, que aplicamos la misma generosidad que le dimos al Pentágono. Supongamos que no fue ignorancia. Supongamos que ni siquiera fue arrogancia. Supongamos que alguien sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Porque ¿qué otra explicación hay? La vanidad sola —y aquí hay de sobra para alimentar a una monarquía mediana— no basta. La desconexión explica la temeridad, pero no el entusiasmo. Esto no fue un accidente. Fue una cesta de Navidad. Una operación de blanqueo. Una presentación cuidadosamente coreografiada para volver a hacer respetable al fascismo. Y una vez hecho ese truco, el resto va solo.
La ultraderecha deja de ser una vergüenza. Se convierte en una condición. Un lobby. Una fuerza de la naturaleza. Algo lamentable pero inevitable, como la inflación, la sequía o un primo que aparece borracho en todas las bodas cargado de opiniones. Primero en Extremadura, luego en Aragón…
La ultraderecha deja de ser una vergüenza. Se convierte en una condición. Un lobby. Una fuerza de la naturaleza. Algo lamentable pero inevitable, como la inflación, la sequía o un primo que aparece borracho en todas las bodas cargado de opiniones
Mira lo fuertes que son, dirán los moderados, llevándose las manos a la cabeza con un timing impecable. Mira cuántos votos tienen. Tenemos las manos atadas. No queremos ir más a la derecha. Nos empujan. Y empujados irán, directos al precipicio, con un Excel detallado explicando por qué la caída era necesaria.
Lo que viene después te lo puedo contar porque ya está pasando. Siempre está pasando.
La sanidad pública no se desmantelará. Se “optimizará”. Se “agilizará”. Se “liberará de ineficiencias”. Que es como decir destripada como un pescado en un parking mientras alguien tararea el himno. Los hospitales serán hojas de cálculo. Los médicos, centros de coste. Las listas de espera se alargarán tanto que acabarán siendo infraestructura regional. ¿Te acuerdas de Torrejón? Ensayo general.
La tierra no se expropiará. Se “consolidará”. Las explotaciones familiares de las dehesas, esas sabanas antiguas de encinas donde pastan los toros de lidia y el calor se te echa encima como un tío borracho, desaparecerán en silencio. Sustituidas por estructuras de propiedad tan abstractas que solo pueden explicarlas hombres que nunca se han puesto unas botas de trabajo.
Los derechos laborales no se derogarán. Se “modernizarán”. La precariedad rebautizada como flexibilidad. La pobreza reconvertida en fracaso personal con mejor marketing.
Las protecciones medioambientales se despacharán como lujos. Caprichos sentimentales de un pasado más verde y más ingenuo. La tierra se explotará con educación, a golpe de nota de prensa y estudios de impacto redactados en un idioma diseñado para no decir nada. ¿Que no a la mina en Cáceres? ¡Qué ingenuos!
La política migratoria se endurecerá, luego se pudrirá. La desesperación se criminalizará. La compasión pasará a ser debilidad. Las fronteras se convertirán en coartadas morales, y el Mediterráneo seguirá haciendo lo que lleva haciendo años: tragarse gente mientras discutimos de papeles. Y la memoria —ah, la memoria— será tratada como el recurso más peligroso de todos.
Las leyes de memoria histórica se cortarán. No a gritos, sino encogiéndose de hombros. El primer tajo. Los archivos se abandonarán. Las fosas se anonimizarán. Los crímenes se diluirán en abstracciones. El pasado será declarado divisivo, incómodo, improductivo.
Mejor pasar página. Siempre pasar página. No mirar atrás. Y desde luego, no excavar. Todo esto, nos dirán, es lamentable. Desagradable. Necesario. La democracia ha hablado. Muy alto. Muy cabreada.
Cuarenta mil votos. Esa es la voz de Extremadura, al parecer. Muchos miles más que la última vez. Suficientes para declarar, con cara seria y puño cerrado, que la región quiere más. Más reacción. Más borrado. Más crueldad disfrazada de realismo.
Cuarenta mil votos. Esa es la voz de Extremadura, al parecer. Muchos miles más que la última vez. Suficientes para declarar, con cara seria y puño cerrado, que la región quiere más. Más reacción. Más borrado
Sus votos deben contar, nos dicen. No se puede invisibilizar a los votantes. El respeto se exige —se grita, más bien— por gente que ha construido carreras enteras negándoselas a todo el mundo.
¿Y las promesas? Evaporadas. Más rápido que la primavera aquí, al lado de Portugal.
“Mi palabra es sagrada”, dijo ella una vez. “Mis promesas no son moneda.” Días después, lo único intacto era el cargo. Su cargo. Y la Junta. Historia, dignidad, memoria: negociables. Siempre negociables. La palabra sagrada resultó ser altamente inflamable.
Este es el momento en que el conspiranoico —ya bien entrenado, calentado a base de secretos de Estado y fenómenos aéreos desconocidos— empieza a asentir. No porque sea literalmente cierto. Sino porque encaja.
Tiene motivo. Tiene oportunidad. Tiene beneficiarios. No requiere genialidad, solo cinismo y un buen equipo de comunicación. No hacen falta platillos volantes. Basta con una normalización lenta y metódica de lo inaceptable hasta que deja de escandalizar lo suficiente como para resistir.
Así es como siempre funciona. Así es como los pelotones de fusilamiento aprendieron a dormir por la noche. Las víctimas dejaron de ser personas. Se convirtieron en ruido. En un color odiado. En problemas. En abstracciones. En números en una lista.
Cuarenta mil votos. Solo números.
Esta es la verdadera lección de la historia de los aliens, y no es reconfortante: el peligro nunca fue que algo incomprensible se escondiera en el cielo. El peligro es que nos hemos entrenado para mirar hacia arriba cada vez que algo huele a podrido aquí abajo.
Perseguimos luces. Discutimos vídeos. Actualizamos el feed como ratas pulsando la palanca del placer. Mientras tanto, la conspiración real se archiva tranquilamente en leyes, políticas y precedentes. Sin secretos. Sin tapaderas.
Solo nuestro consentimiento, renovado a diario, y nuestra increíble habilidad para llamarlo realismo. No sé qué más decirte. Los aliens no vienen. Ya estamos aquí.
En algún rincón de Extremadura, alguien está celebrándolo esta noche. Ojalá la mañana les traiga claridad, o al menos una resaca lo bastante fuerte como para replanteárselo. Pero lo dudo. Cuarenta mil personas no cambian de opinión a la vez. Y los que querían que esto pasara, los que hicieron que pasara, están durmiendo de maravilla.
Siempre lo hacen.
“Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda.” —Martin Luther King Jr.
El bar cerró hace una hora. La tele está apagada. Los números son definitivos. Y por la mañana, el sol saldrá sobre las dehesas como si no hubiera pasado nada, y ese es exactamente el problema.
Siempre sale. Y siempre fingimos que lo de ayer fue culpa de otro.
Extremadura
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