Análisis
Stephen Miller y el proceso de creación del sujeto fascista

Cada acto de violencia estatal se ha convertido en una forma de teatro político, diseñado para transformar el miedo en consentimiento y el sufrimiento en una prueba de poder.
Stephen Miller asesor seguridad nacional
Gage Skidmore Stephen Miller, asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca.
27 nov 2025 05:18

Stephen Miller, el subdirector de gabinete de la Casa Blanca de Trump, es un nacionalista blanco, como está bien documentado, y uno de los arquitectos más influyentes de las políticas racistas de Trump. Miller se alinea desde hace tiempo con los medios de comunicación de la extrema derecha y otras figuras extremistas. Su abierta oposición a la DACA [Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, NdT] y sus llamadas a poner fin a la protección temporal de las poblaciones predominantemente no-blancas revelan su racismo profundamente arraigado.

Sus ataques a los estudiantes internacionales, la educación superior, los inmigrantes y a cualquiera que se niegue a aceptar su noción de nacionalismo blanco y ciudadanía racializada manifiestan una política de venganza en la que toda la fuerza del gobierno federal deviene un arma arrojadiza contra la diferencia. Su intolerancia es tan notoria que incluso varios miembros de su propia familia lo han denunciado.

Actor clave en este régimen de terrorismo estatal, racismo sistémico, detenciones en masa, deportaciones y la criminalización del disenso, Miller ha sido la fuerza motriz detrás de las políticas más represivas de Trump. Durante el primer mandato de Trump fue él quien ideó la prohibición de entrada a los musulmanes, la política de separación de familias inmigrantes y los ataques contra la ciudadanía por nacimiento en territorio estadounidense. Todo ello tiene su origen en su manera de ver el mundo desacomplejadamente supremacista y eugenicista.

En el segundo mandato de Trump ha emergido como el arquitecto de medidas todavía más draconianas, abogando por deportaciones en masa, la abolición de la ciudadanía por nacimiento en territorio estadounidense y la revocación de la ciudadanía naturalizada a quienes escapen a su visión cristiana blanca de quién merece ser llamado americano.

Incluso sus antiguos colegas describen a Miller como alguien insufrible, “descortés, arrogante y consumido por un sentimiento de superioridad propia”, como ha informado Yahoo News

Jonathan Blitzer, escribiendo para The New Yorker, subestima la profundidad de la ideología supremacista blanca de Miller y su virulento odio hacia los inmigrantes cuando observa que “la obsesión de Miller con restringir la inmigración y castigar a los inmigrantes se ha convertido en la característica definitoria de la Casa Blanca de Trump". Aunque el comentario de Blitzer se hizo durante la primera presidencia de Trump, ahora es claro que Miller ya era el principal arquitecto de un emergente estado policial, un proyecto que desde entonces ha pasado a estar a la vista de todos.

Bajo su influencia la maquinaria del ICE se ha convertido en un instrumento de miedo y terror racial. Los agentes de inmigración, envalentonados por su retórica, han intimidado, detenido y secuestrado a inmigrantes, a quienes están marcados por sus cuerpos negros o marrones, cuya presencia misma es tratada como si fuese un crimen en sí mismo. La política ha mutado en actuación, y el discurso se ha transformado en un ritual.

Las llamadas “operaciones de intervención” del ICE han escalado con escalofriante precisión, con redadas en restaurantes, granjas y puestos de trabajo por todo el país, con arrestos que en ocasiones han excedido los dos mil diarios. Lo que comenzó como una intervención administrativa ha metastatizado en una política de intimidación y espectáculo, una calculada exhibición de poder diseñada para criminalizar la vulnerabilidad y hacer que la compasión sea sospechosa.

Esta brutalidad orquestada se refleja no únicamente en la ideología de Miller, sino también en su personalidad. Incluso sus antiguos colegas lo describen como alguien insufrible, “descortés, arrogante y consumido por un sentimiento de superioridad propia”, como ha informado Yahoo News. En el distrito gubernamental era despreciado por muchos, cualquier interacción con él, marcada por la condescendencia y el rencor. El desdén que mostraba hacia los demás en una conversación espejaba el desdén que ha codificado en ley. El carácter de Miller se ha convertido en una política: la arrogancia se ha traducido en autoritarismo, el desprecio, en crueldad, y su apetito por la dominación, en el andamiaje de un estado policial.

El ser mismo de Miller evoca la fría mecanización de la máquina, un organismo que se ha vuelto contra sí mismo, que se mueve sin ritmo, empatía o cortesía. Su presencia se siente como si hubiese sido el resultado de la ingeniería: fría, cicatrizada y vacía, el cuerpo convertido en un instrumento de mando. Es como si hubiese perdido desde hace tiempo una guerra consigo mismo, una guerra contra la vulnerabilidad, la imaginación y la capacidad de sentir, y que todo lo que quedase es un hombre acorazado contra la vida misma.

El psicólogo Wilhelm Reich habría reconocido en Miller los síntomas clásicos de lo que denominó una “armadura del carácter”, el caparazón psicológico formado por la represión y que se manifiesta en el cuerpo como rigidez, tensión y la muerte de toda espontaneidad. Sus movimientos son escasos, su voz, metálica, su comportamiento ha sido drenado de calidez o ritmo. Éstos no son meros manierismos: son las cicatrices visibles de una conciencia que se ha cerrado herméticamente a toda empatía y petrificado por la ideología.

La resurrección de la retórica maccartista por parte de Miller también permea buena parte de los ataques de Trump contra sus supuestos “enemigos internos”

El autoritarismo de Miller no es sólo intelectual o político, es somático, grabado en su postura misma, un cuerpo que se ha convertido en su propia prisión, la expresión externa de una desolación interna. Para Reich, el origen del problema “no descansaba principalmente en los individuos, sino que era una condición elaborada inflingida en la gente a través de las instituciones del capitalismo.” Lo que Reich vio como un producto social de la represión se convierte, en Miller, en una actuación del mismo. Su rigidez ya no se oculta, se expone, se dramatiza y se convierte en arma. Esta fusión de carácter y poder revela el núcleo teatral de las políticas de Miller, y un temperamento autoritario que prospera en la actuación, en convertir la brutalidad en un espectáculo y el gobierno en un escenario para la dominación.

Esta política de la performance no era abstracta, era pedagógica, enseñaba a la nación a equiparar la crueldad con la fuerza a través del espectáculo de las redadas y las expulsiones. Y, con todo, estas redadas eran algo más que ejercicios burocráticos de control, eran coreografías de terror y dominación, escenificadas para instruir al público en la pedagogía de la crueldad, el racismo y el odio a la democracia. Cada acto de violencia estatal se ha convertido en una forma de teatro político, diseñado para transformar el miedo en consentimiento y el sufrimiento en una prueba de poder. La perversa idea de Miller se basa en reconocer que el fascismo no aplica meramente la obediencia: la escenifica.


Habiendo perfeccionado el teatro de la violencia estatal, Miller pronto extendió su alcance a otro campo: el reino del lenguaje mismo. La política se convirtió en performance y el discurso se convirtió en arma. A través de mentiras, metáforas deshumanizantes y una retórica apocalíptica ha convertido la esfera pública en un escenario para una política de venganza, un espectáculo de violencia lingüística que normaliza el odio, nutre el supremacismo blanco y hace que la crueldad no sea ya sólo permisible, sino celebrada.

Miller es también un anticomunista fanático, que emplea el término “comunista” como un insulto contra cualquier crítico, político o institución que desafíe las políticas autoritarias de Trump. Todo ello quedó a la vista de cualquiera cuando se puso a despotricar en la Union Station de Washington DC el pasado 20 de agosto de 2025. Deteniéndose en una hamburguesería con el vicepresidente J.D. Vance y el secretario de Defensa Pete Hegseth durante una visita a las tropas de la Guardia Nacional, Miller cargó con dureza contra los manifestantes que protestaban contra este trío al declarar lo siguiente:

Son ellos los que han estado trabajando para el uno por ciento. Son criminales, asesinos, violadores y narcotraficantes. Y estoy contento de estar aquí porque yo, Pete y el vicepresidente vamos a abandonar este lugar y, inspirados por ellos, vamos a sumar miles de recursos más a esta ciudad para cazar a los criminales y expulsar a los miembros de bandas. Vamos a desactivar estas redes, y vamos a demostrar que la ciudad puede servir a los ciudadanos que respetan la ley. No vamos a permitir a los comunistas destruir una gran ciudad americana, no digamos ya la capital de la nación… Así que vamos a ignorar a estos estúpidos hippies blancos, que necesitan volver a casa y echarse una siesta porque tienen más de noventa años, y volver para proteger al pueblo americano y a los ciudadanos de Washington D.C.

Aquí el insulto “comunistas” no nombra una ideología, opera como un epíteto, una letra escarlata de traición diseñada para criminalizar la protesta y borrar el disenso mismo. La resurrección de la retórica maccartista por parte de Miller también permea buena parte de los ataques de Trump contra sus supuestos “enemigos internos”. Estas diatribas iluminan cómo la retórica de Miller fusiona el pánico moral con la estrategia política, convirtiendo la propaganda en la cara pública de la represión.

Durante la presidencia de Biden, Miller extendió su autoritarismo más allá de la retórica y la política y le dio un músculo legal, transformando la intolerancia en lawfare

Infame por sus ataques rabiosos a los inmigrantes y, más recientemente, las personas trans, Miller es, desde hace tiempo, el arquitecto ideológico del fascismo de Trump. No sólo es un extremista anti-inmigración, también es un nacionalista blanco. Poco sorprendentemente, apoya como el que más el acaparamiento de poder dictatorial de Trump y ha afirmado públicamente que “sólo a un único partido debería estarle permitido ejercer el poder en EEUU.” Añade que “el Partido Demócrata no es un partido político, es una organización terrorista doméstica.”


Miller también ha institucionalizado su visión reaccionaria a través de la fundación America First Legal, una organización de extrema derecha creada por él para convertir en arma arrojadiza contra las políticas progresistas a los tribunales. Mediante un bombardeo de demandas ha buscado desmantelar las protecciones de los derechos civiles, atacar los programas de diversidad e inclusivos y hacer retroceder los derechos duramente ganados por las mujeres, las comunidades LGBTQ+ y las personas racializadas. De este modo, durante la presidencia de Biden, Miller extendió su autoritarismo más allá de la retórica y la política y le dio un músculo legal, transformando la intolerancia en lawfare e incorporando la ideología nacionalista blanca en la maquinaria del Estado mismo.

El racismo y nativismo de Miller animan los tres pilares entrelazados de su proyecto. En primer lugar, insiste en que todos los inmigrantes son criminales, aptos sólo para ser expulsados o encarcelados. En segundo lugar, presenta el asalto a la inmigración como los cimientos para la construcción de un Estado policial, uno que erosiona la justicia, la verdad, la moral y la libertad mismas. En tercer lugar, se ha convertido en una fuerza motriz en la guerra contra la educación pública y superior, tachándolas de “cancerígena cultura woke, comunista” que “está destruyendo al país.” Este tipo de lenguaje, que se hace eco del léxico trumpiano, es un código para el desmantelamiento de las posibilidades críticas, inclusivas y democráticas de la educación, la oportunidad de que diferentes estudiantes puedan aprender, cuestionar y actuar como agentes informados de una sociedad democrática.

Esta misma lógica de purificación se extiende más allá de las fronteras y del lenguaje; ha invadido los temarios de las aulas y los claustros. Para Miller, las escuelas no han de cultivar la conciencia crítica, sino instruir a los niños en el patriotismo, la reverencia acrítica hacia América y la hostilidad hacia la “ideología comunista”. Los detalles de este asalto pedagógico son escalofriantemente familiares: la prohibición de libros, el blanqueamiento de la historia para convertirla en una mitología racista, la abolición de la pedagogía crítica, y el vaciamiento de la capacidad para el pensamiento informado y ético. Lo que surge de ello es una pedagogía de la represión que tiene sus raíces en la crueldad, una pedagogía que busca borrar la memoria histórica, extinguir los valores democráticos y transformar la educación en una fábrica de adoctrinamiento.

El discurso agresivo de Miller sobre cómo “los niños serán enseñados a amar a América” podría haberse tomado por completo de la cultura fascista de los años treinta. Bulle de fanatismo ideológico, rabia deshumanizadora, ignorancia extasiante y rigidez paranoica, aliñado el conjunto por un torrente de mentiras. El espíritu enfebrecido de odio, mito y corrupción moral que encarna no es meramente reminiscente del fascismo: es su reencarnación. De lo que estamos siendo testimonios no es de una retórica política, sino del lenguaje de purificación, secuestro, desaparición y menosprecio que desbrozó antes el camino al Estado nazi.

Sus palabras apestan a miedo: miedo al conocimiento, miedo a la imaginación, miedo a la justicia, miedo a la democracia

Lo que hace que la diatriba de Miller sea tan terrorífica no es solamente su celebración de la pureza racial en esteroides, sino su violento odio hacia la educación misma, el pensamiento, la reflexión y la agencia moral. Miller desprecia cualquier institución o idea capaz de producir conciencia crítica, coraje cívico o empatía fundamentada en la responsabilidad por los demás. Sus palabras apestan a miedo: miedo al conocimiento, miedo a la imaginación, miedo a la justicia, miedo a la democracia. Encarna una fusión impía de la furia racial de George Wallace y el celo propagandístico de Joseph Goebbels, una figura cuyo fanatismo y odio convergen, resucitando el fantasma del supremacismo blanco en su forma más pura y vengativa.

El nacionalismo tóxico de Miller —que tiene sus orígenes en el supremacismo blanco y el furioso desprecio hacia cualquier cosa que desafíe su visión de una “América sólo para los americanos (blancos)”— se ha convertido en un modelo y una nota de permiso para la próxima generación de extremistas de ultraderecha. Su retórica proporciona una cobertura moral y una legitimidad ideológica al creciente ejército de jóvenes MAGA que traducen su dogma en fascismo abierto.

Recientemente Politico publicó la filtración de un grupo de conversación entre dirigentes de organizaciones juveniles Republicanas que se leían como el lado oscuro del espejo del mundo tal y como lo ve Miller: diatribas racistas completadas con chistes sobre cámaras de gas, esclavitud y violaciones, declaraciones como “amo a Hitler” e insultos describiendo a la población afroamericana como monos o “gente que come melones”. En palabras de Jason Beeferman y Emily Ngo en Politico, “hablaban de violar a sus enemigos y empujarlos al suicidio y elogiaban a los Republicanos que creían que apoyaban la esclavitud”.

Centrarse en Miller, pues, es examinar una historia que revela una narrativa mucho mayor, la muerte lenta de la idea, si no de la práctica, de la democracia estadounidense

Esto es la barbarie hecha carne, una representación grotesca de la crueldad camuflada de convicción, la ignorancia convertida en ideología. Y lo que más debería alarmarnos es cómo esta retórica fascista, otrora inimaginable, ahora circula abiertamente, validada, amplificada y repetida en los más altos niveles del poder. En esta atmósfera envenenada, el silencio ya no es neutral: se convierte en complicidad. La corrosión de la cultura democrática avanza no con el espectáculo de golpes o decretos, sino a través de algo más lento y más insidioso: la normalización constante de la crueldad, la evisceración de la verdad y la muerte de la conciencia disfrazada de patriotismo. El terror que representa Miller no está limitado a un hombre o una ideología. Ha devenido la gramática de un movimiento político, el lenguaje compartido del autoritarismo en su nueva forma estadounidense.

Las implicaciones de la retórica de Miller van más allá de su propia crueldad y revelan la maquinaria cultural que permite que este barbarismo parezca algo cotidiano. Es crucial comprender que el lenguaje y la política reaccionarias de Stephen Miller no pueden ser despachadas como una cuestión de patología o temperamento personal. Mientras su fanatismo, racismo y nacionalismo son inconfundibles, lo que exige nuestra atención son las condiciones históricas y políticas que han permitido a una persona así obtener poder, que han dado a su vitriolo un atractivo de masas, y que han normalizado su presencia, no simplemente como un operador político, sino como un síntoma y un símbolo de la enfermedad más profunda que afecta al organismo político estadounidense. Miller no es un celote individual sin más: es un espejo sostenido frente a una nación que ha cultivado desde hace tiempo el suelo en el que el autoritarismo echa sus raíces.

Centrarse en Miller, pues, es examinar una historia que revela una narrativa mucho mayor, la muerte lenta de la idea –si no de la práctica– de la democracia estadounidense. Miller es algo más que un agente solitario en la contrarrevolución actual, es algo más que otro extremista que trafica en lo que podría llamarse el delirio apocalíptico. Miller representa la encarnación del siglo XXI del sujeto fascista que ha perseguido a la historia de EEUU desde sus comienzos, una figura nacida del miedo, del resentimiento y de la transformación de la ignorancia en arma arrojadiza.

No es simplemente un fanático MAGA que marca el comienzo de la fantasía de Trump de un “Reich unificado”: él mismo es la encarnación de lo que la nación está en riesgo de convertirse. Miller aparece como síntoma y señal a un mismo tiempo, un espejo sostenido frente a la decadencia moral y política que anida en el corazón de la vida estadounidense. El fascismo no llega como una tormenta, desde fuera, sino que germina en las sombras de las historias olvidadas, en crueldades que no han sido reconocidas, en un silencio que confunde equivocadamente la complicidad con la paz.

La ideología de Miller no se lleva como un uniforme, está inscrita en su cuerpo mismo, lo que Adorno llamó una segunda naturaleza o una historia sedimentada, es la manera en que la dominación se infiltra bajo la piel, convirtiendo la ideología en hábito, y el hábito, en necesidad. Estas necesidades, lejos de ser naturales, son el resultado de años de condicionamiento pedagógico y cultural, de prácticas sociales que enseñan a la gente a desear su propia servidumbre. Confrontarlas exige más que el despertar de la conciencia crítica, demanda una pedagogía capaz de extraer los sedimentos psicológicos y orgánicos a través de los cuales el poder se reproduce. La liberación, si quiere ser duradera, debe alcanzar no sólo la mente, sino el tuétano, debe educar el deseo mismo.

La presencia y la voz de Miller revelan mucho más que la muerte de la conciencia: exponen la estafa de un futuro que está ya naciendo, un futuro que debe nombrarse, comprenderse y resistirse antes de que se convierta en nuestro destino colectivo. Los Estados Unidos de Miller no son un destino, son una advertencia. Si esta advertencia se convierte en una profecía autocumplida o en una memoria resistida depende de si la conciencia puede encontrar aún su voz y si un movimiento de masas de resistencia puede restaurar el poder del coraje cívico en una nación que ha olvidado ambas.

Los Àngeles Progressive
Henry A. Giroux es profesor de Estudios Culturales de la Universidad McMaster de Ontario, Canadá. Su último libro traducido al español es Pedagogía crítica, estudios culturales y democracia radical (Madrid: Popular, 2005).Traducción: Àngel FerreroFuente: LA Progressive. Traducido con permiso por El Salto.
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