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El laberinto en ruinas
Putsch en la ciudad de Turistán
Una iniciativa lanzada a finales de abril en redes sociales vuelve a poner de actualidad el tema de los usos de la calle en Sevilla. Bajo el hashtag #lostanquesalacalle algunos parroquianos se han alzado para reclamar el derecho a beber de pie a la puerta de los bares. El asunto podría parecer simpático si no fuese porque la campaña ha sido avalada por la misma prensa local y los mismos partidos que durante décadas se dedicaron a denostar esa costumbre y a azuzar a las autoridades contra ella. El por qué de esta campaña, sus protagonistas y lo que tiene de síntoma político merecen algunas letras.
En octubre de 2006 una ley andaluza sobre ocio en los espacios abiertos prohibió el alcohol en la vía pública salvo en las terrazas o en fiestas, ferias, verbenas, eventos religiosos, políticos, sindicales, turísticos y culturales. Todo lo demás era “botellón”. La “Ley Mordaza” de 2015 se usó como brazo armado de este precepto y se dotó a la policía de poder para sancionar a discreción actividades públicas con o sin alcohol. Ambas normas se sumaban a las viejas ofensivas contra la vida de calle que ya relatamos en “El Laberinto”. A nadie escapa que, cualquiera que fuesen las justificaciones legales, el objetivo era eliminar presencias molestas para el gusto de la pequeña burguesía. Sin embargo esta purga se les ha vuelto en contra. Sus beneficiarios últimos no son los talibanes de la “Ciudad de la Gracia” sino los que la explotan como negocio. Un enemigo más difícil de desplazar que el vecino moroso, los mercadillos, la “movida”, los yonkis, los indigentes, los aparcacoches o cualesquiera otras amenazas que pueblan las pesadillas de la sociedad de orden.
El objetivo era eliminar presencias molestas para el gusto de la pequeña burguesía. Sin embargo esta purga se les ha vuelto en contra.
Las ciudades mueren y Sevilla muere de sí misma. A fuerza de circular por el alambique de los panegíricos el elixir embriagador de sus escenarios de postal se ha vuelto tóxico. La promoción de su tipismo es una práctica política secular e ideológicamente transversal y a su amparo los puristas se han permitido señalar quiénes, cuántos, cuándo y cómo los habían de usar y qué estética (incluso indumentaria) era la adecuada en ellos. Hasta ahora tuvieron un éxito relativo. Desde que el centro histórico comienza a repoblarse en los ochenta tras décadas de barbecho y desalojos, cada vez que la inversión pública despertaba perspectivas de ganancia (los años en torno a la Expo-92 fueron un ejemplo) su voz se dejaba escuchar pidiendo el control de las costumbres que las entorpecían. Y una de las que mayor inquina despertaba era esa de aglomerarse a la puerta de los bares.
Resulta que lo molesto no era ni “qué” ni “dónde” sino “quiénes”. Y las restricciones no se administren igual en todos lados.
Cribado el componente humano que le daba vida la hacían suya y la incorporaban al valor fetiche de los vecindarios gentrificados. Resulta que lo molesto no era ni “qué” ni “dónde” sino “quiénes”. Una vez moribundo lo que era escandaloso se volvió un ambiente a recuperar con la bendición de los cronicones nostálgicos. Ese sector de clase es el que impulsa la iniciativa cervecera que nos ocupa, una versión local de lo que la sociología urbana denomina “nimbys” (“not in my back yard”): grupos que no se oponen a una actividad pero sí a que se realice cerca o, como en este caso, a que la realicen sujetos no deseados.
La presión la iniciativa #lostanquesalacalle pide un tratamiento legal de excepción para que los “sevillanos de bien (sic)”
Es significativo que las restricciones no se administren igual en todos lados. Existen otros lugares pero resulta indiferente que allí la ley se aplique o no. “Charlie don't surf” y en el Polígono Sur no hay botellón. Su beber en la calle no es beber en cualquier sitio. Es hacerlo donde la cerveza adquiere carácter eucarístico, un beber para verse, dejarse ver y arrobarse en un éxtasis stendhaliano que antes estaba al alcance de todos y que ha sido acaparado por gente de orden un poco golfa. Pero el precio de esa experiencia ha subido y los lugares típicos están siendo sitiados por un negocio turístico que puede pagarla. En efecto dominó los taberneros se acomodan al gusto foráneo, los caseros se suman al negocio de los apartamentos, los alquileres se incrementan, los medios locales son tibios al respecto y el Municipio es pragmático: ninguna inversión sobra cuando no se tiene otra cosa que vender más que fachada. En Sevilla no hay que llamarse a engaño: buena parte de los que con un ojo lloran la pérdida de las esencias con el otro columbran de lejos la perspectiva del dinero.
En ese contexto las tasquitas relictas, liberadas de presencias inquietantes para que los parroquianos decentes puedan figurar tranquilos, sufren acoso policial por beber fuera. Un hostigamiento menos riguroso que el que otros paraderos y otros sujetos padecen incluso por beber dentro. En respuesta a la presión la iniciativa #lostanquesalacalle pide un tratamiento legal de excepción para que los “sevillanos de bien (sic)” recuperen la tradición de beber a la puerta de las cervecerías de su gusto. Parecen decir: “nosotros no somos cualquiera, no somos ni punkies ni alborotadores poligoneros”. Es el gran elefante en la habitación: “Sevilla es una ciudad de 100.000 habitantes (centro) rodeada de otros 500.000 (periferias) encargados de fastidiar a los anteriores” (Salvador Tomás: “Sevilla es in-diferente” en La Vanguardia Española, Barcelona, martes 12 de mayo 1970.) En efecto, este episodio es un ejemplo de cómo la división simbólica potencia el clasismo de la brutal segmentación social ya existente. Exigir la exención de una norma no tiene más sentido que distinguirse por encima de aquellos a los que sí se les aplica.
500.000 periferias
Como en el caso de las agrupaciones de defensa del patrimonio se pretenden mantener costumbres, sitios o estéticas singulares sin preguntarse ¿qué y para quién? Porque es evidente que no todo ni para todos. La puesta en valor de los espacios connotados exacerba la competencia por su uso cotidiano o festivo: la parte castiza con apoyo institucional desea acotarlos mientras la plebe sortea las cortapisas. Puede decirse que la devoción común por Sevilla actúa como árbitro entre ambas partes y soterra el conflicto. Se entiende que los lugares singulares son de todos y se asume que no todos son bienvenidos. Sin embargo prestigiar las zonas centrales mientras 500.000 periferias se mantienen anónimas tiene consecuencias para el mantenimiento de las esencias cuando el mercado entra como tercero en discordia.
La gentrificación, la hipertrofia esteticista y el control policial no han hecho de las calles un territorio orientado al disfrute ciudadano sino que han allanado el camino hacia el extractivismo turístico. No se invierten millones en mantener una estética para que todo quede sin aprovechar. En los últimos años se ha desatado un frenesí hotelero en el casco antiguo, las franquicias suplantan al negocio local, el 61% de las viviendas del barrio de Santa Cruz son turísticas y las terrazas invaden las calles con desfachatez. Todo sin otra contestación que alguna nota plañidera o alguna iniciativa virtual nada parecidas a aquellas campañas de prensa contra la ocupación de las plazas por lo que se llamó “la movida”. ¿Quién van a protestar si el número de vecinos del centro histórico desciende año tras año?
Por otra parte los “500.000” eran una molestia, una presencia numerosa e inquietante y sus costumbres vulgares limitaban ese asalto del mercado. Hace tiempo que los indígenas irredentos fueron pacificados. Eso sí, la política de “populismo estético” les tolera cierto consumo de la calle, hedonista pero ordenado, y ahora son más turistas que los turistas. La única manera que la plebe tendría de reivindicar su sitio en el centro sería volver a usarlo según el modelo lúdico propio de su situación subordinada, confluyendo sobre él como si fuese suyo, gratuitamente y sin horarios. Y antes se vendería la Casa de Contratación a una corporación hotelera que consentirlo.
En definitiva la victoria del orden sobre la vida urbana abigarrada ha sido pírrica. Creyendo que con las políticas de protección se retornaría a la Sevilla del sombrerazo y “¡buenos días, señorito!” se ha malbaratado el patrimonio en beneficio del monocultivo turístico. Los exorcistas de San Aníbal González y San Juan Talavera Heredia seguirán blandiendo el hisopo regionalista contra los demonios de la arquitectura moderna y los pesquisidores del skyline continuarán indignados por simplezas como que una grúa les rompa la vista de la Giralda desde el Puente de Triana. El problema es que están solos en su cruzada. Los “500.000 sevillanos” que podrían haber contrarrestado la conversión de la ciudad en parque temático son pasivamente desafectos, ya no son vecinos. Disfrutan de ella a salto de mata, sin comprometerse, como cuando la tartufería cofrade tolera su presencia como parte del decorado en Semana Santa.
Los devotos de Gambrinus quizás tengan más suerte. La política de cebada y circo inaugurada por el PP madrileño tendrá continuidad en Sevilla. El nuevo alcalde José Luís Sanz ha expresado su voluntad modificar los reglamentos municipales para dispensar a las “cervecerías singulares” de cumplir las normas. A fin de cuentas tener contenta a la clase media sevillana permitiéndole unas cañas es más barato que enfrentarse al destino de la ciudad como macro-complejo turístico.
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Todas nuestras ciudades “de toda la vida”, se van convirtiendo en parques temáticos para turistas, en “zona de copas”, donde no vive nadie porque los ciudadanos han sido expulsados. No gobernamos los ciudadanos, sino unas “leyes del mercado” que nadie ha votado.