El laberinto en ruinas
El laberinto

Con esta serie mostramos el progresivo derrumbe de una ciudad, Sevilla, si bien las dinámicas que estudiamos son parte de procesos urbanos globales. 

Solo disponemos de conjeturas y quizás permanezca siendo un misterio para siempre. Hasta podría parecer que realmente fue una fantasmagórica ensoñación, pero cualquiera sabe que algo pasó en la madrugada del Viernes Santo, allá por el dos mil. La transición del jueves al viernes durante la Semana Santa, conocida como la madrugá, es el clímax del ritmo festivo anual en la ciudad, cuando una abigarrada multitud va hilando la noche con el día, acompañando a las imágenes en procesión. Pero a las cinco y media de la mañana, de pronto, el ancestral orden festivo se convirtió en un caos jamás visto.

¿La causa? Se dijo que algunos empezaron a correr sin razón aparente, hubo unos gritos y ruidos confundidos con disparos y explosiones, policías que iban y venían, tras un instante de calma cundió al fin el pánico espoleado por rumores de todo tipo: ¡Fuego! ¡Una navaja! ¡Una pistola! ¡Un tiro a la Virgen! ¡Un toro! ¡Un atentado! Los desfiles procesionales quedaron deshechos y las avalanchas humanas arrasaron cuanto encontraban a su paso, trazando desoladores paisajes de cruces abandonadas entre sillas rotas, contenedores de basura volcados, vallas de seguridad tumbadas, nazarenos deambulando atónitos sin los capirotes y con el miedo en el rostro, familiares y amigos perdidos, gente buscando refugio en soportales, bares, iglesias, aporreando puertas y ventanas pidiendo entrar...

No sabemos qué pasó, pero conocemos las consecuencias

Un evento festivo que se había tratado de mantener incólume se transformó en un esperpento, al que los medios de comunicación y las nuevas tecnologías dieron dimensión global y difusión en tiempo real. Contusiones, fracturas, infartos, crisis nerviosas, más de cien heridos y las conciencias sacudidas por una misma pregunta: ¿qué había pasado? A día de hoy no lo sabemos, aunque sí conocemos las consecuencias de aquel “11-S” sevillano.

Amparándose en estos acontecimientos tendrá lugar la definitiva vuelta de tuerca. La pulsión seguritaria era una recurrencia, pero a partir del incidente moduló de nueva forma la gestión urbana institucional, floreciendo en un contexto global en el que la segregación social y el miedo a la diferencia se habían incorporado al concepto de ciudad moderna.

En meses sucesivos se recuperaron y desplegaron con inquina acusaciones hacia actitudes, tendencias estéticas y lúdicas o tipologías sociales donde dominaron los argumentos simplistas que desfiguraban una realidad compleja y desigual. Un pensamiento neopopulista, victimista, clasista y que encuentra antes culpables que soluciones se transmitió con entusiasmo. Y ninguna instancia con aspiraciones de influencia en la ciudad cuestionó la definitiva imposición del principio de autoridad como línea maestra de la política urbana. Había llegado el momento largamente esperado. Fue el despunte de un proceso que amenaza la continuidad de una singular vida en la calle, como fenómeno dinámico y socialmente autónomo.

Nos enfrentamos a una labor de zapa que ha permitido el derrumbe de una formidable urbe hasta dejarla reducida a un laberinto en ruinas

Las soluciones disgregadoras, represivas y marginalizantes han ganado mucho terreno hasta el presente. Atrás quedan las secuelas, como el colapso de la ciudad en tanto espacio de contrastes en beneficio de su funcionalidad uniformizadora y de las necesidades del capital. Nos enfrentamos a una labor de zapa que ha permitido el derrumbe de una formidable urbe hasta dejarla reducida a un laberinto en ruinas. Sus habitantes vagan perdidos entre los escombros, avanzando temerosos pues en cada recodo se adivina la terrorífica sombra de multiformes monstruos, que no son sino la distorsionada proyección de sí mismos.

El miedo a un poliédrico otro, siempre presente en la definición normativa del sí mismo, ha sido políticamente trabajado con vistas a crear comunidades definidas por el control y la exclusión, aderezadas por una pintoresca nostalgia reaccionaria. La sobredimensión de unos solos canales colectivos de expresión (identificados con las fiestas mayores y el casco antiguo) y su monopolización elitista se han conseguido a costa de la invisibilización, caricaturización o criminalización de las maneras de ser diferentes, que son justamente las propias del común de las gentes.

Las más peregrinas fantasmagorías dieron la cara. En la presente serie de artículos, hemos comparado y explicado en su contexto un amplio elenco de ejemplos para comprobar el juego de sustitución de las amenazas. Son simplemente una colección de casos con los que recortar la silueta de una ciudad al contraluz de sus enemigos. 

Pasen. Están en su casa.

Quien no ha visto Sevilla...

La delicadeza del azahar, la frescura de los patios, las azoteas, la luz, la sensación de vivir en el centro del mundo, las calles abigarradas, la gracejo de los paisanos y todo el caudal de lugares comunes que evocan lo sevillano no son originales, no poseen un valor intrínseco ni constituyen en sí un índice de calidad de vida compartido. Son sólo algunos fetiches de cuyo éxito comercial la ciudad está siendo víctima como un astro que colapsa bajo el peso de su propia gravedad. Lo que pocas veces se dice es que contra su reproducción cansina hay una resistencia desde abajo, débil aunque constante, difusa pero ubicua, apenas esbozada pero rica en leyendas paralelas y que, sin proponer alternativas, abre camino a situaciones impredecibles. Una insumisión que también forma parte ineludible de lo sevillano. Trataremos fenómenos que podemos sintetizar no tanto en una lucha por el derecho a la ciudad, cosa inherente al hecho urbano, sino en la fricción con un imaginario dual en el que, por un lado, estaría la ciudad auténtica, la ciudad que se parece a sí misma, y por otro una suerte de espantajo inespecífico. Un cajón de sastre en el que se amalgama todo lo que no es tenido como propiamente... sevillano: desde la iconoclasia hasta el arte moderno pasando por una ristra de comportamientos, usos o actitudes discordantes.

La Sevilla auténtica como proyecto

La existencia de una Sevilla auténtica integraba el imaginario romántico de los viajeros que se aventuraron en la Andalucía del XIX, pero es en 1909, con la organización de un certamen llamado España en Sevilla —prolegómeno de la Exposición Iberoamericana de 1929—, cuando el costumbrismo se hace proyecto institucional. Desde ahí, Sevilla continuaría como metáfora del españolismo hasta finales de los setenta, momento en que se daba por sentado que el ya decadente tópico no sobreviviría al franquismo. Pero, igual que ocurrió en el campo del poder político, en el de las representaciones tampoco hubo ruptura. Tras 1982, el PSOE —que ocupa el poder en Estado, Comunidad Autónoma y Ayuntamiento— se reconcilia con el folklorismo y la posibilidad de una transformación se va diluyendo paulatinamente en beneficio de las tendencias culturales tradicionales menos combativas. La búsqueda de un perfil despolitizado terminó perpetuando la gestión del casticismo como un instrumento y un símbolo más del dominio de clase.

Cuando es designada capital autonómica, Sevilla se refuerza como reserva de las esencias, condición para el salto hacia la modernidad espoleado en 1985 por la entrada en la CEE y la concesión de la Exposición Universal. Para 1992 el papel de la ciudad estaba definido, pero no se explicaba como un retorno. El casticismo es reclamado sin complejos mirando el beneficio futuro de su puesta en valor.

Actualmente, el fetichismo de lo típico y la topolatría del casco urbano como valores añadidos afectan a la vida sevillana concretando la segmentación social, condicionando la integración de las periferias, interfiriendo la política municipal y determinando la estética urbana. Si hemos de buscar el punto cero de la conversión de Sevilla en parque temático de lo castizo, lo encontraremos en esos procesos. Tan exitosos han sido que puede decirse que la lógica mercantil subyacente está afectando por contigüidad también a zonas hasta no hace mucho consideradas periféricas.

La construcción de nuevas barriadas a mediados del siglo XX, que con su caserío homogéneo, su viario ortogonal y su lejanía, son la antítesis de la Sevilla auténtica

Esta refolklorización fue fácil porque se ejecutó sobre un espacio en proceso de vaciado y en trance de desuso. Contó a su favor con dos hitos que convergen en un mismo efecto especulativo: la substitución de la población más humilde por un vecindario más acomodado. En primer lugar, la construcción de nuevas barriadas a mediados del siglo XX, que con su caserío homogéneo, su viario ortogonal y su lejanía, son la antítesis de la Sevilla auténtica hasta tal punto que no sólo señalarán con el tiempo las disponibilidades económicas de sus habitantes, sino también cuestionarán su derecho a la ciudad. En segundo lugar, desde mediados de los ochenta la estética costumbrista se transforma en mercancía. En las zonas céntricas aparecen inmuebles rehabilitados o comercios cuyo estilo imita al que se supone típico, una renovación que paradójicamente cursa con el cierre de establecimientos añejos aún existentes. La población se vuelve mayoritariamente periférica aunque no rompe sus vínculos emotivos con la urbe, y Sevilla, que ya era turística hacia afuera, se vuelve turística hacia adentro.

Bien es cierto que en este trance de los ochenta el uso lúdico de la calle experimenta una ebullición sin precedentes en correlación con otras ciudades del Estado, pero esto es posible por el notable despoblamiento del casco urbano. A falta de vecinos residentes, son las masas las que sostienen el ambiente Sevillano. Sin embargo la imagen de la ciudad que se quiere poner en valor sigue la lógica del monocultivo colonial: hay que ofrecer exactamente lo que el visitante o el comprador buscan, no sólo en cuestiones de estética urbana sino de comportamientos y costumbres. En consecuencia, el sevillano de base se convierte a la vez en parte necesaria aunque problemática de su decorado y en otro espectador de la ciudad.

Cuando este producto se expone al mercado global, el reconocimiento plural y ambiguo que las bases brindan con su presencia se muestra como prueba de que existe una sola experiencia de la ciudad. Como último paso, la industria cultural devuelve a la sociedad local una proyección distorsionada de su propia identidad reforzando el proceso. Paralelamente, a medida que sube el valor de mercado de la ciudad histórica y los eventos festivos mayores, se incrementa una necesidad de control que infectará en cascada a otros lugares y momentos.

La propiedad se proyecta sobre la calle como si la calle fuese una extensión del domicilio

La topolatría del casco histórico que se profesa en Sevilla no puede exportarse a las periferias, por muy atildadas que se pretendan, pero sí el celo por un control similar del espacio. Hay pocos fenómenos urbanos que muestren mayores expectativas de exclusividad que poder escoger tanto a los vecinos como a quienes hacen uso del espacio inmediato a la propia vivienda. Adquirir calidad de centro ya no es sólo una cuestión geográfica o estética, sino también de posibilidades de control. La propiedad se proyecta sobre la calle como si la calle fuese una extensión del domicilio. En efecto, el tópico triunfante encubre un apetito de distancia clasista porque incorpora implícitamente criterios selectivos que estigmatizan usos diferentes. Unos criterios que infectarán prácticamente a toda la ciudad y que no serán, en cualquier caso, fáciles de ejecutar.

Una plétora de territorios, grupos y experiencias conflictivas puede ignorarse, ocultarse o desterrarse. Pero hay instantes de inevitable fricción. La mera vida de la calle, socialmente transversal, es un foro privilegiado para ver cómo la presencia de las masas evidencia el carácter minoritario de los gustos y los estilos de vida marcados por el tópico. Ante esto, sólo queda presentar los momentos de diversidad social como peligrosos y ejecutar sobre ellos un etiquetaje preventivo

La pluralidad de usos del espacio, sintetizada en la extendida querencia hedonista por el espacio público sevillano, remisa a los criterios de control milimétrico higiénico, horario o securitario, abona la falsa idea de que hay una Sevilla de orden y otra que no sabe comportarse: en realidad ambas son la misma. Organización social, sistema de representaciones y espacios locales vinculan a todos los sevillanos y el encuentro constituye la ciudad como fenómeno humano. Propalando esa dicotomía las élites sevillanas lograrán un poder de arbitraje que ni su número ni su poder real avalan, y alcanzarán el derecho a definir lo legítimo. El peligro de lo masivo se sobredimensiona desde los medios para pergeñar una trama simbólica hilvanada en una estructura paranoica en la que el gusto por la calle, las loas a la ciudad y el miedo físico a un otro inconcreto ocupan a la vez los mismos razonamientos.

Hacia una ciudad sin gracia

Las élites sevillanas no lo son por su poder económico o político sino por su dominio del discurso local y de los aspectos centrales de los eventos festivos. Sus entidades (el modelo lo marcan las hermandades y cofradías), plagadas de requisitos de ascenso tácitos, captan sujetos de fuste ofreciendo un campo virtual cuyo aprovechamiento depende de la relevancia o de la implicación de cada uno. A cambio de proveer un lugar destacado en el nosotros, estas entidades ganan influencia dependiendo de las actividades que sus notables dominen.

Así, a la sombra de la gestión de los imaginarios, muy respaldados por el poder político y con el capital relacional acumulado, pueden ejercer presión puenteando los cauces institucionales a través de contactos personales y débitos simbólicos que se ejecutan cuando un proceso dado les afecta. Desde los años noventa, han aprovechado su dominio del entramado expresivo para proyectarse hacia ámbitos de los que antes se mantenían apartadas y evaluar qué entiende Sevilla por lo culto, lo popular, lo transgresivo o lo indeseable. Y esta influencia no ha hecho más que incrementarse hasta la fecha.

El proceso de dominación busca ir más allá: configurar una sociedad local obligada a representarse en su pureza supuesta

En nombre del mantenimiento de un espejismo de pureza no queda más remedio que intentar controlar los lugares y momentos donde aún existe roce entre categorías sociales. Pero el proceso de dominación busca ir más allá: configurar una sociedad local obligada a representarse en su pureza supuesta. Desembocamos en una incómoda ciudad, una distopía que no se nota, no se mueve ni traspasa. Ofrece bien poco y exige mucho, con la seguridad como requisito de la presencia de las masas, ya en tiempo festivo como en la gestión de la cotidianidad.

¿Quiénes se han cargado el tinglado?

Todo sistema tiene fallos. Los rectores del nosotros son élites colonizadas, con su autoridad desmentida por el mercado y dependiente de la inestable colaboración de las bases. Y las bases dejan de reconocerse en algo que otros insisten en definir a su gusto. No se han distanciado de los elementos legítimos, no han roto ellas el consenso tácito con las élites. El movimiento fue el contrario. El alejamiento ha venido de parte de quienes, empeñados en purificar lo que les ligaba a la masa sevillana, han dejado reducida la ciudad a un espantajo invivible.

Entre escombros

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