Migración
Migrar, trabajar, callar
En Andalucía, la extranjería no se reduce a una cuestión de fronteras, sino a las desigualdades que marcan la vida cotidiana de quienes migran. En 2025, los muros ya no se levantan solo en el mar o en los Centros de Internamiento: se levantan en los campos de Huelva, en los invernaderos de Almería y en las oficinas de extranjería donde miles de personas esperan una cita que nunca llega. Es la frontera interior del Estado español, donde el derecho a tener derechos sigue dependiendo del color de la piel, del tipo de contrato y del lugar de nacimiento.
Cinco años después de la pandemia, el discurso institucional sobre migración presume de modernidad. Se habla de “gestión humanitaria”, de “arraigo por formación” y de una “nueva política de integración”. Pero en la práctica, Andalucía continúa siendo el laboratorio de un modelo económico que necesita cuerpos migrantes para sostener sus cosechas, sus cuidados y su hostelería, sin que quienes trabajan en esos sectores tengan garantizados los mismos derechos que el resto de la clase trabajadora.
El nuevo reglamento y el viejo problema.
La reforma del Reglamento de Extranjería aprobada a finales de 2024 (Real Decreto 1155/2024, de 19 de noviembre, por el que se aprueba el Reglamento de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social) fue presentada como un avance histórico. Permitía ampliar los supuestos de regularización y facilitaba la obtención del permiso de residencia mediante el llamado “arraigo por formación”. El Ministerio de Inclusión habló de un “cambio de paradigma”. Sin embargo, en la base del sistema nada ha cambiado: la residencia sigue dependiendo del empleo, y el empleo, del empleador.
La reforma introdujo también el llamado “arraigo de segunda oportunidad”, presentado como una vía de inclusión para quienes habían perdido su residencia. Sin embargo, en la práctica apenas beneficia a un grupo reducido: quienes la perdieron en los dos últimos años. Miles de personas que llevan una década trabajando sin contrato, sostenidas por la economía informal, siguen fuera de cualquier marco legal. Estas figuras funcionan como promesas de regularización que casi nunca se cumplen. El “arraigo por formación” se convierte, para muchos, en una trampa: un año de estudios sin garantías de empleo, en el que el aspirante debe mendigar una oferta laboral que casi nunca llega.
La paradoja es evidente: el Estado abre una puerta de entrada que conduce, en realidad, a una nueva forma de precariedad. Mientras tanto, miles de trabajadores continúan sosteniendo la economía andaluza sin contrato, sin derechos y sin posibilidad real de acreditar su arraigo laboral.
En Andalucía, donde casi un 11 % de la población activa según el INE es de origen extranjero, esto se traduce en un régimen de dependencia estructural. Si el contrato se rompe, la residencia se tambalea. Si el empresario incumple, el trabajador calla por miedo a perder no solo el sueldo, sino el derecho a quedarse en el país. Es la forma más silenciosa de control laboral: un sistema legal que convierte la vulnerabilidad en herramienta de productividad.
El propio Gobierno andaluz, en su Estrategia de Inmigración 2021-2025, reconocía la “precariedad laboral estructural” del colectivo migrante. Pero esa admisión nunca se tradujo en medidas efectivas. Ni refuerzo de inspecciones, ni acceso ágil a la sanidad o a la vivienda. En la práctica, las políticas de extranjería funcionan como un instrumento de regulación laboral: regulan quién puede trabajar, bajo qué condiciones y durante cuánto tiempo.
El campo y los cuidados: los pilares invisibles del sur.
En el campo andaluz, la frontera se mide en hectáreas. Las campañas agrícolas (desde los frutos rojos de Huelva hasta los invernaderos de Almería) dependen de decenas de miles de personas llegadas desde Marruecos, Senegal, Rumanía, Honduras, etc. Muchas son mujeres que, año tras año, cruzan el Estrecho con contratos temporales y salarios que apenas rozan el mínimo legal.
El discurso oficial presenta este sistema de contratación en origen como “ordenado y seguro”. Pero, ¿cuál es la realidad? La empresa lo decide todo: a quién contrata, dónde aloja, cuánto trabaja, si repite campaña o si se atreve a denunciar. En la práctica, muchas de estas temporeras viven hacinadas, compartiendo habitaciones minúsculas durante meses, trabajando jornadas que comienzan antes del amanecer y terminan entrada la noche. Es la cara más brutal de una esclavitud que el propio sistema no solo niega, sino de la que se alimenta mientras la normaliza.
En los cuidados, el escenario es similar. Miles de mujeres latinoamericanas trabajan como internas en Sevilla, Málaga o Granada, sosteniendo con su esfuerzo la vida cotidiana de miles de familias. La mayoría sin derecho al desempleo, sin inspecciones reales y sin descanso. Aunque España ha ratificado los convenios internacionales sobre trabajo doméstico y contra la violencia laboral, su aplicación sigue siendo mínima. La promesa de la igualdad de derechos se queda en el papel; la realidad sigue oliendo a cansancio, abandono e invisibilidad.
Racismo institucional: la frontera administrativa
En Andalucía, el racismo no se expresa solo en insultos o controles policiales. Está incrustado en el propio funcionamiento del sistema. Conseguir una cita en extranjería puede tardar meses; renovar un permiso de residencia implica una carrera de obstáculos; acceder a una vivienda de alquiler con un NIE temporal roza lo imposible. La irregularidad no es un accidente: es una herramienta de gestión.
Los informes de colectivos como la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA) o Regularización Ya lo advierten desde hace años: el Estado utiliza la precariedad administrativa como mecanismo de regulación del mercado de trabajo. Mantener a miles de personas en una situación jurídica inestable permite cubrir los empleos que nadie quiere en condiciones que nadie aceptaría. Es lo que varios sociólogos han llamado “acumulación por desposesión laboral”: generar riqueza mediante la negación sistemática de derechos.
Así, el sistema no fracasa: funciona exactamente como fue diseñado. La ley que debía garantizar integración se convierte en un engranaje de precariedad. La cita que no llega, el contrato que caduca, la inspección que no aparece: cada ausencia forma parte del mismo mecanismo.
El rostro de la precariedad: mujer, migrante y trabajadora
La precariedad en Andalucía tiene rostro de mujer. En los campos de Huelva, las temporeras marroquíes enfrentan jornadas agotadoras y acoso con total impunidad. En las ciudades, las trabajadoras del hogar latinoamericanas viven bajo el régimen de disponibilidad total, sin descanso ni red de protección. En los invernaderos de Almería, las jornaleras subsaharianas siguen durmiendo en chabolas de plástico sin agua ni luz.
El género no es una categoría adicional, sino el eje sobre el que gira la subordinación. La feminización de la migración es también la feminización de la precariedad. El mercado laboral andaluz, profundamente segmentado, se apoya en esa doble exclusión: mujeres migrantes con empleos temporales, invisibles ante las instituciones y necesarias para el funcionamiento económico.
Mientras el discurso político celebra la “cohesión social”, los cuerpos de esas mujeres sustentan el precio de la fruta, el cuidado de nuestros mayores y la limpieza de los hoteles. Ellas son la frontera viva del sur, el límite donde la necesidad se confunde con el desecho: imprescindibles para que todo funcione, prescindibles cuando reclaman derechos.
Sin cambiar el sistema, la regularización es papel mojado.
Los movimientos sociales lo repiten desde hace años: la regularización es necesaria, pero no suficiente. La iniciativa “Regularización Ya”, que en 2024 volvió a recoger cientos de miles de firmas, no es solo una reivindicación humanitaria, sino una exigencia política. Sin cambiar el modelo productivo y de contratación, cada permiso de residencia será apenas un paréntesis antes del retorno a la precariedad.
Andalucía necesita otro marco: desvincular la residencia del contrato, garantizar la igualdad salarial, reforzar la inspección laboral y reconocer el trabajo migrante como parte central de la economía, no como una tarea marginal o subsidiaria. También urge construir poder colectivo: sindicatos que integren de verdad a los trabajadores migrantes, movimientos sociales que rompan la separación entre “nacionales” y “extranjeros”.
Y sobre todo, un reconocimiento legal que alcance también a quienes, pese a llevar años contribuyendo desde la sombra, siguen sin papeles ni derechos. La regularización no puede limitarse a quien encaje en un formulario: debe incluir a las familias, a los hijos nacidos aquí que heredan la irregularidad de sus padres, a quienes hacen posible la vida desde los márgenes, etc.
La extranjería no se resolverá con reformas administrativas, sino con una transformación profunda de las relaciones laborales y de poder.
La frontera que se resquebraja.
Andalucía es hoy el espejo donde se reflejan las contradicciones de España y de Europa. En su territorio conviven el motor agrícola y la miseria de los asentamientos, la modernización digital y la burocracia que expulsa, el discurso de los derechos humanos y la práctica cotidiana del miedo a reclamar.
“Migrar, trabajar, callar”, así funciona un sistema que mantiene su economía en el trabajo de quienes no pueden alzar la voz sin arriesgar su futuro. Pero ese silencio empieza a romperse: en las huelgas del campo, en los colectivos de mujeres migrantes, en las asociaciones que denuncian el racismo institucional.
En esa frontera interior, crecen también niños nacidos y escolarizados en España que heredan la irregularidad de sus padres. Son la prueba más dolorosa de un sistema que niega el derecho a pertenecer a toda una generación que pertenece y, sin embargo, no es reconocida.
Porque cada vez que una persona se niega a callar, la frontera se resquebraja un poco. Y quizá ahí, en ese ruido que incomoda, empiece de verdad la posibilidad de una Andalucía más justa, donde migrar y trabajar no signifiquen obedecer, sino vivir con derechos plenos.
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