Opinión
Día del Docente: defender la escuela pública y reivindicar la profesionalidad insustituible del profesorado
Maestro.
Como cada año, celebramos el Día del Docente y, con él, vuelve esa mezcla de gratitud y desvelo que acompaña a quienes sostienen la escuela pública día tras día. Porque si algo hemos aprendido en los últimos tiempos -entre reformas apresuradas, competencias que se enumeran como si fueran ingredientes de un manual y recortes que llegan siempre a la misma puerta- es que la educación no funciona por decreto. Funciona porque hay maestras y maestros que, aunque parezca increíble, siguen creyendo que cada alumno, cada alumna, merece una oportunidad y que la escuela es uno de los últimos lugares donde todavía es posible equilibrar las desigualdades y potenciar las capacidades.
Pero celebrar este día no puede quedarse en el aplauso fácil. No basta con felicitarles en redes sociales. La profesión docente vive un momento extraño: por un lado, se la llena de elogios; por otro, se le exige que haga mucho más con mucho menos. Y, además, se la somete a discursos que prometen soluciones milagrosas para problemas que no tienen soluciones nada simples. En esta encrucijada es útil recordar que enseñar es un oficio tan antiguo como complejo. Y que, por tanto, merece algo más que la paleta de colores chillones con la que a veces se pintan las reformas educativas.
La escuela pública y sus espejismos
En los últimos años han proliferado informes y análisis que desmontan muchos de los mitos que circulan sobre la educación. Y hacen bien. Porque parece que todos hablan de la escuela, pero pocos conocen su realidad sin aditivos. Uno de los trabajos más contundentes (Educafakes) de esta oleada crítica pone sobre la mesa datos que incomodan: privatización solapada, segregación creciente, discursos simplificadores, gurús que prometen lo que no se sostiene y rankings que solo sirven para clasificar a los que ya vienen clasificados. Y bulos, muchos bulos y creencias.
Estos análisis retratan una tendencia peligrosa: convertir la educación en un mercado donde las escuelas compiten entre sí como si fueran comercios y donde el alumnado se ordena en función de su rentabilidad social. Ante esta deriva, la defensa de la escuela pública no es nostalgia; es supervivencia democrática. Allí donde no hay igualdad educativa, desaparecen también las oportunidades reales.
Extremadura lo sabe especialmente bien. Somos una tierra con dificultades económicas persistentes, salarios que no terminan de despegar, jóvenes que se marchan buscando lo que aquí escasea y zonas rurales que miran la despoblación como quien observa una grieta en la pared que, aunque crece despacio, no deja de crecer. En un territorio así, la escuela pública no es solo un recurso: es un dique. Y cada vez que ese dique se debilita, lo hace también el futuro de la región.
El trabajo docente: una profesión que no cabe en un listado
En medio de estas tensiones aparece un debate recurrente: el de las competencias profesionales del profesorado. Y aunque no es mala idea ordenar la formación y orientar la práctica docente, a veces se corre el riesgo de reducir la enseñanza a un catálogo de tareas descontextualizadas. Como si ser docente fuera saber manejar metodologías innovadoras, gestionar grupos, conocer psicología, atender a la diversidad, dominar la evaluación formativa y un largo etcétera, todo a la vez, todo a la perfección y sin fallos. Y, por supuesto, sin protestar.
La realidad es otra. Un buen docente, antes que un técnico del aprendizaje, es un profesional que entiende el mundo. Que conoce la complejidad de su alumnado, las dinámicas sociales de su entorno, las dificultades económicas de las familias, los conflictos de convivencia, la multiculturalidad creciente, los sueños a medio hacer y los miedos que no siempre se dicen. Enseñar es comprender. Y comprender exige tiempo, estabilidad, formación y un clima de trabajo que permita pensar y repensar la práctica.
No basta con “definir competencias” si no se tienen en cuenta las condiciones materiales y organizativas imprescindibles para ejercer esas competencias
En otras palabras, no basta con “definir competencias” si no se tienen en cuenta las condiciones materiales y organizativas imprescindibles para ejercer esas competencias (tiempos, ratios, estabilidad laboral, recursos, formación continua de calidad). Por eso, es tan necesaria una formación que integre pedagogía, sociología, psicología, trabajo comunitario y análisis crítico de la realidad. La educación no es una línea de producción; es un espacio donde se entrecruzan vidas, expectativas, frustraciones y oportunidades. Y quien no entienda esto, difícilmente podrá diseñar políticas sensatas.
Diversidad, inclusión y justicia social: el corazón del oficio
Si hay algo que define hoy a la escuela es la diversidad. De orígenes, de niveles, de intereses, de capacidades, de ritmos. Diversidad que no es un problema, sino una realidad que hay que saber atender con profesionalidad. Y esa atención exige un profundo compromiso ético. El docente no puede convertirse en un mero aplicador de protocolos; tiene que ser un agente que lucha contra la desigualdad. No desde la épica, sino desde el trabajo cotidiano: detectar dificultades, acompañar procesos, coordinarse con otros profesionales, abrir caminos donde otros ven muros.
Eso implica rechazar los enfoques individualistas que están calando en muchos discursos educativos. No se trata de “cada alumno a lo suyo”, sino de reconstruir una comunidad educativa que piense en el bien común. Porque la inclusión real no es una técnica, es una forma de mirar la sociedad. Y en esa mirada cabe la solidaridad, el cuidado, el respeto, la colaboración y la justicia.
Innovar sin perder el norte
Uno de los retos actuales es combinar la tradición pedagógica con la innovación bien entendida. Ni rechazar lo nuevo por principio, ni lanzarse sin freno a cada moda pasajera. Innovar no es decorar aulas ni llenarlas de tecnología; innovar es transformar situaciones complejas, anticipar problemas, proponer caminos alternativos cuando los de siempre no funcionan.
Para eso hacen falta metodologías sólidas, estrategias basadas en evidencia y una capacidad crítica que permita distinguir el ruido de la música. Y, sobre todo, hace falta que el profesorado disponga de condiciones reales para innovar: tiempo, apoyo institucional, acompañamiento, recursos y espacios de trabajo colaborativo.
Porque la innovación educativa no ocurre en laboratorios externos; ocurre en los centros, en el claustro, en la experiencia compartida entre quienes conocen las dificultades y también las posibilidades de su alumnado.
Autonomía, colaboración y compromiso democrático
Un sistema educativo sano es aquel que confía en sus docentes. Que les permite participar en proyectos de investigación, de innovación, de mejora institucional. Que fomenta la colaboración entre centros, no la competición. Que reconoce el valor del conocimiento profesional que nace de la práctica y que permite que ese conocimiento encuentre cauces para expandirse.
Y, por encima de todo, un sistema educativo digno es aquel que sitúa la ética en el centro. Ser docente implica comprometerse con los derechos humanos, con la justicia social, con la igualdad y con la democracia. No se trata de adoctrinar; se trata de mostrar -desde el ejemplo- la sociedad que queremos construir. Y eso requiere claridad moral, sensibilidad social y una conciencia política en el sentido más noble del término: cuidar de lo común.
Tres caminos urgentes para Extremadura
La situación de Extremadura exige decisiones valientes, sensatas y rápidas. Ante la convocatoria electoral, me atrevo (aunque sin muchas expectativas) a señalar tres medidas urgentes que el nuevo Gobierno de Extremadura debe adoptar:
1. Dar estabilidad y dignidad laboral al profesorado
Extremadura arrastra tasas de interinidad que dificultan la continuidad pedagógica y empobrecen los proyectos educativos. Urge consolidar plantillas, mejorar condiciones salariales y diseñar una carrera profesional que reconozca la experiencia, la formación y la dedicación real. Sin estabilidad, no hay proyecto educativo que se sostenga.
2. Apostar por una formación docente fuerte y vinculada a la comunidad
No basta con cursos dispersos. Necesitamos programas de formación que unan teoría crítica, práctica acompañada, análisis social y trabajo en escuelas, especialmente en zonas vulnerables. Formación que permita al profesorado comprender la realidad extremeña y actuar sobre ella.
3. Convertir los centros educativos en espacios comunitarios
La pobreza, la despoblación, el desempleo juvenil y la falta de oportunidades golpean a muchas familias extremeñas. La escuela no puede solucionarlo todo, pero puede ser una pieza clave: con servicios socioeducativos, programas de acompañamiento familiar, mediación comunitaria y políticas que reduzcan ratios y refuercen la atención en los barrios y pueblos más castigados.
Si Extremadura quiere frenar la fuga de jóvenes, reducir el abandono y mejorar la equidad, no puede escatimar en lo esencial: profesorado estable, formación con sentido y escuelas que sean centros de comunidad. Eso es, en definitiva, defender la democracia desde la educación.
Un día para celebrar… y para exigir
El Día del Docente es una celebración y también un recordatorio. La educación pública ha sido siempre el principal ascensor social de nuestra región. Y seguirá siéndolo solo si cuidamos a quienes día tras día sostienen las aulas. No con discursos vacíos, sino con políticas valientes. No con palmaditas en la espalda, sino con presupuestos y decisiones concretas.
Porque un docente bien formado, bien tratado y bien acompañado no es solo un trabajador satisfecho; es una garantía de futuro para Extremadura. Es la persona que, en silencio, sin titulares, forma a quienes mañana tendrán que reconstruir todo lo que hoy parece desmoronarse.
Y si algo muestra la propia historia reciente de Extremadura es que el trabajo colectivo siempre acaba orientando el camino. Cuando una comunidad se organiza y defiende lo que es de todos, no aparecen milagros, pero sí la posibilidad real de recuperar el rumbo y construir un horizonte común con los pies en la tierra.
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