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Culturas
Un altar para querernos vivas
No sé si este año voy a poner un altar de muertos, dije sin pensar al teléfono, mientras hablaba con mi papá la semana pasada. Y es que me encuentro en ese Estado de Coatlicue, esa madre de los dioses, “diosa-monstruo” de la vida y de la muerte, (que tan brillantemente propone la gran Anzaldúa en Borderlands), para simplificar, estos días previos al 2 de noviembre, me encuentro en un estado de profundidad absoluta, y contradictoria, entre la luz y la oscuridad de estos tiempos, cuando los recuerdos se agolpan, como la misma Gloria, podría decir que: “Miro que estoy encabronada, miro la resistencia”.
Hay tres ideas que me gustaría tejer desde la reflexión consciente de nuestra propia temporalidad como especie, la migración, el duelo y la relación política y filosófica con la muerte, ante la velocidad postapocalíptica y la proliferación de los discursos de odio y el movimiento neorreaccionario (Berardi) de este siglo XXI, y las situaciones de barbarie y caósmosis (Guattari), desde la que nos miramos todos los días en el espejo, ante una imagen alterada, iracunda y en estado continuo de decepción.
Los que “nos fuimos”, la culpa familiar, o el sentir vínculos importantes no resueltos, genera heridas y dolores encarnados (Borrego Castellano), que se llevan en la piel de la memoria.
La migración, como uno de los fenómenos de desplazamiento humano, que generan más y más transformaciones, mestizajes necesarios y enriquecedores, pero a su vez procesos brutales de cambios de conciencia a nivel personal, desde la intimidad de cada individuo que se ha visto en la necesidad de moverse del sitio de origen en busca de mejores oportunidades. Lo pongo en la mesa, como un eje vital, para comenzar a comprendernos, ya que si el primer código de honor o lenguaje universal no es la empatía y el respeto por la otredad, “la diferencia”, ese hogar que no hemos aprendido a habitar con naturalidad, es muy probable que las “guerras civiles mundiales” y los órdenes totalitarios sigan proliferando.
Hablar de migración y el “día de muertos”, me parece útil y un gran ejemplo, de los procesos vitales en donde se siente la lejanía del primer hogar, estar en otro país el tiempo suficiente para que se mueran abuelos, amigos, maestros, y que el “no me pude despedir” esté a la orden del día, habla de uno de los sacrificios personales más grandes que hacemos los desplazados, los que nos movemos, los que “nos fuimos”, la culpa familiar, o el sentir vínculos importantes no resueltos, genera heridas y dolores encarnados (Borrego Castellano), que se llevan en la piel de la memoria. Y que nos haga cuestionar el rito, la tradición, al infinito: “pero si aquí ni encuentro flores de cempasúchil”.
Un tema que requiere de urgente atención a nivel mundial, es la salud mental de las personas, en relación a la gestión del duelo, y en términos generales el cómo nos relacionamos con la muerte y a su vez erradicar el estigma del suicidio para poder prevenirlo, si tomamos en cuenta que cada cuarenta segundos una persona se quita la vida en el mundo. El desempleo, la depresión y un panorama donde acecha la constante desestabilización económica y política después del virus, han dejado una marca psicológica y vital de la cual vamos padeciendo sus efectos, como una terrible enfermedad social después de la pandemia.
Escuchando el nuevo álbum de Natalia Lafourcade, otra revelación sucede: “Le doy gracias a la muerte por enseñarme a vivir”
Finalmente me gustaría pensar un poco sobre la relación política y filosófica que tenemos con la muerte, como gran colectivo humano, tomando en cuenta los diferentes contextos, existen una serie de arquetipos, y símbolos que nos conectan como especie. El rito celebrado en México, ese tan típico, y ahora plastificado 2 de noviembre, que promueve un “producto” hasta de esta tradición, y no me malentiendan, que sea una costumbre que ahora muchísimas personas tengan acceso y conozcan sus raíces, me parece espectacular, pero creo que no se llega a transmitir la idea completa, como el mainstream lo ha manejado. Puesto que el “día de muertos” es una tradición mexicana que se remonta a la época prehispánica, a la Leyenda de Mictlán, (también Chicnauhmictlán) o el inframundo que tenía 9 regiones o infiernos y parte de una cosmovisión compleja de la cultura mexica, que propone un Universo horizontal, (donde se organizan los puntos cardinales) y otro vertical donde se encuentra el supramundo, el mundo y el inframundo.
Ciertamente la forma actual en cómo se celebra este ritual, tiene más que ver con el sincretismo entre estas cosmovisiones prehispánicas y la religión católica, un altar de muertos típico debe tener 7 niveles al menos, en cada nivel se colocan empezando por la tierra o el nivel inferior, una cruz de sal o cal, en el siguiente nivel las fotografías de los ancestros, en el siguiente se colocan los alimentos preferidos de los difuntos, frutas, y bebidas, luego el pan de muerto, que tiene 4 huesos que simbolizan los cuatro puntos cardinales (se van encontrando símbolos más conectados con las culturas de los pueblos originarios), en algunos se coloca la figura del perro xoloitzcuintle (que ayudaba a cruzar el río Apanohuacalhuia que delimitaba la frontera entre los vivos y los muertos), calaveritas de azúcar con el nombre de los vivos, se coloca sal y agua para purificar las almas, y en el nivel superior se suele poner una imagen de algún santo o figura representativa de la cultura.
Ese ritual es muy bonito, profundo, importante, pero siempre me he preguntado ¿por qué desde que soy una niña en mi cultura se ha normalizado la muerte?, y solo basta asomarse a los titulares de los periódicos de hoy, cuando el número de feminicidios es tan alarmante como diez mujeres que son asesinadas a diario en México y todas las muertes que deja el narco, -la mayor empresa del país- como dice la periodista Carmen Morán Breña, en un artículo que tristemente refleja con una transparencia bestial como <<En México es día de muertos todos los días>>. Me aterra pensar que el marco de pensamiento en el que esta sumido este país y tantos otros sea el de una relación nefasta con la muerte, desde esa “necropolítica” (Achille Mbembe) que ha trasformado nuestras sociedades contemporáneas en muertos vivientes.
Así que este año, ponga o no un altar de muertos en mi casa, lo que sí quiero tener a diario es un altar de vida y de justicia en mi presente, y crearlo colectivamente. Escuchando el nuevo álbum de Natalia Lafourcade, otra revelación sucede: “Le doy gracias a la muerte por enseñarme a vivir”. Y me doy cuenta que vengo del país que vengo, para entender un poquito más a la muerte. Entonces acepto la paz.