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Crisis económica
Estados Unidos y China, en rumbo de colisión
La construcción de China como enemigo es la apuesta política de Donald Trump para su reelección en noviembre. Los movimientos en inteligencia militar dibujan el rastro de una escalada del conflicto desde su faceta comercial y mediática.
“Aquí estamos otra vez, esperando un choque entre las superpotencias digitales de EEUU y China”, escribía hace poco Shira Ovide en un artículo para The New York Times sobre la decisión, días atrás, de Facebook, Google y Twitter de negarse a proporcionar información de sus usuarios a las autoridades de Hong Kong cuando así lo requieran. Es la más reciente de una serie de noticias sobre la fricción constante entre las dos mayores economías del mundo y, con toda seguridad, no será la última: para cuando este artículo se haya publicado probablemente habrán más.
La propia autora del artículo apuntaba al doble rasero de la decisión de las empresas estadounidenses: “¿Qué hace Netflix cuando el gobierno de Turquía no quiere escenas en las que se fume o aparezcan gestos vulgares?” Efectivamente: censurarlas. A estas alturas no sería necesario constatar lo obvio, a saber, que Washington y Pekín están enzarzadas en una lucha comercial con repercusiones de alcance global─, si no fuese por la multiplicación, cuanto menos sospechosa, de artículos sobre China en la prensa occidental estos últimos meses, con una cobertura casi siempre negativa, centrada en el respeto de los derechos humanos en relación a las minorías étnicas del país ─en particular, hacia los uigures─ o el movimiento de protestaen Hong Kong, pero también en la gestión de la pandemia de COVID-19 ─que había de convertirse nada menos que en el “Chernóbil chino”─, la tensión en la frontera con la India ─de la que de inmediato se culpó a Beijing─ o la presencia de empresas chinas en África, tildada de “neocolonial”.
No se equivoca mucho la diputada de La Izquierda en el Bundestag Sevim Dağdelen al comparar la situación, en un artículo de opinión para el diario alemán junge Welt, con la crisis de Crimea de 2014, cuando los Estados Unidos y la Unión Europea “aprobaron al comienzo sanciones individuales que se transformaron luego en sanciones económicas y financieras”. El objetivo de dichas sanciones era “obligar a Rusia a modificar su política exterior y revertir la adhesión de Crimea al Estado ruso”. La construcción mediática de China como adversario está, de manera similar, en marcha. Como acostumbra a pasar, las cabeceras estadounidenses lideran la carga y el resto, sobre todo en Europa, van al arrastre. “En el caso de China vemos actualmente una estrategia parecida por parte de EEUU”, prosigue Dağdelen, “que presiona para que, como en el caso de Rusia, la UE, así como los estados aliados del Pacífico a través de acuerdos militares, Japón, Australia y Nueva Zelanda, participen en ella”.
Washington aprobó el 17 de junio la Uyghur Human Rights Policy Act, por la cual se establecen sanciones contra los funcionarios chinos a los que se señale como responsables de la represión de esta minoría túrquica y el pasado viernes el vicepresidente estadounidense, Mike Pence, anunció los tres primeros sancionados: Chen Quanguo, secretario del Partido Comunista Chino (PCCh) en la región autónoma uighur de Xinjiang y miembro del politburó, y Zhu Hailun y Wang Mingshan, secretario del comité político y legal y secretario de seguridad del PCCh en esa región respectivamente. Apenas dos semanas después de dar luz verde a la Uyghur Human Rights Policy Act, EE UU aprobó otra ley, la Hong Kong Autonomy Act, que penaliza a los bancos que hagan negocios con Hong Kong por la aprobación de la controvertida ley de extradición. La Casa Blanca espera ahora que Bruselas siga sus pasos. La UE no impone sanciones a China desde 1989, cuando interrumpió la cooperación militar con Beijing y aprobó un embargo de armas a raíz de la represión de las protestas en la Plaza de Tiananmen.
La Casa Blanca espera ahora que Bruselas siga sus pasos. La UE no impone sanciones a China desde 1989, año de la represión de las protestas en la Plaza de Tiananmen
Dağdelen cree que este tipo de artículos, lejos de desaparecer gradualmente de los medios, serán cada vez más frecuentes, y señala la formación de un frente político amplio que va desde el trumpismo hasta Los Verdes alemanes, cuya portavoz en el Bundestag, Katrin Göring-Eckardt, pidió ya en diciembre sanciones contra funcionarios y empresas chinas por la situación en Xinjiang, poniendo como ejemplo las aprobadas antes contra Rusia. El patrón de este “imperialismo humanitario”, como lo definió Jean Bricmont, es bien conocido y no merece la pena detenerse aquí en sus argumentos, por repetidos, cuyo objetivo, como indica la diputada de La Izquierda, no es “mejorar la situación de los derechos humanos en China”. “La política de aguijonazos busca más bien detener el ascenso político y económico del país de antiguo sujeto colonial occidental a actor a un mismo nivel, o al menos retrasarla”, observa Dağdelen.
¿Funcionará? Según un sondeo de Kantar para la Fundación Körber realizado el pasado mes de mayo en Alemania, un 37% de los encuestados está a favor de estrechar relaciones con EEUU frente a un 36% que se inclinaba a hacerlo por China, cuando la cifra, en septiembre de 2019, era de un 50% frente a un 24% respectivamente. Al día siguiente se hacían públicos los resultados de una encuesta de Metroscopia, según la cual un 56% de los españoles consideraba a China la principal potencia mundial, frente al 36% que seguía otorgando ese título a EE UU. En ese mismo sondeo, un 38% respondió que España debería dar prioridad a la relación económica con China, el mismo porcentaje de quienes creían que debía hacerlo por EE UU.
Puede que esta cobertura informativa logre, a fuerza de insistir y ocupar el mayor espacio mediático posible, invertir esta tendencia en la opinión pública, pero las consecuencias pueden ir más allá de lo que sus autores, consciente o involuntariamente, desean. “Lo que hace a esta campaña antichina tan peligrosa es que se encuentra en la confluencia de muchos y poderosos elementos nacionalistas e imperialistas en nuestra sociedad, incluyendo nuestro aparato de seguridad privatizado”, advertía en mayo el periodista estadounidense Yasha Levine. “Y a todo lo que puede conducir”, continuaba, “es a más imperio, más racismo e intolerancia, y peores políticas: incluso antes de que llegase el confinamiento y aislase a todo el mundo ya había provocado una ola de ataques contra ciudadanos chino-estadounidenses y cualquiera que fuese percibido como ‘chino’, y esto sólo puede ir a peor”.
En primer y en segundo plano
El 20 de octubre de 2018, el presidente de EE UU, Donald Trump, anunció la retirada de su país del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) con Rusia ─que prohibía el despliegue de misiles balísticos y de crucero terrestres con un rango de hasta 5.500 kilómetros, y sus lanzadores─ alegando, entre otros motivos, que el acuerdo no incluía a China. A finales de junio, las delegaciones de Rusia y EE UU se reunieron en Viena para plantear la extensión del Tratado New START, firmado en 2010 en Praga con el objetivo de reducir el número de armas nucleares y que expira el año que viene.
Entre las razones presentadas por EE UU se encontraba, una vez más, que China no forma parte de este tratado, aunque su arsenal nuclear es considerablemente inferior al de las otras potencias ─320 cabezas nucleares, de acuerdo con el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), frente a las 6.375 de Rusia y las 5.800 de EE UU─ y, en consecuencia, según las autoridades chinas, corresponde a Washington y Moscú dar los primeros pasos en la reducción armamentística. La Casa Blanca confirmó a comienzos de esta semana que EEUU abandonará la Organización Mundial de la Salud (OMS) al considerar que Beijing ejerce una influencia desmesurada en el organismo.
El Estado Federal de China, que cuenta con su propia bandera y la intención de redactar una constitución, está presidido por Guo Wengui, un millonario que se trasladó a vivir a Nueva York hace seis años
El exasesor de Trump y director de su campaña electoral en 2016, Steve Bannon, salió de la relativa semi oscuridad en la que se encontraba para conceder a comienzos de junio una larga entrevista a Asia Times que merece ser tenida en cuenta. En ella, Bannon aseguraba que China será “la cuestión que definirá este 2020”, incluyendo, claro está, las elecciones a la presidencia de EEUU en noviembre. Aunque se veía obligado a admitir que “las encuestas no son buenas” para Trump y eso es algo que “nadie puede negar”, el actual inquilino de la Casa Blanca, decía Bannon, es “el único presidente de la historia de EEUU que ha plantado cara al PCCh”, cuya demolición es, en su opinión, “la obra inacabada del siglo XXI”.
El propio Steve Bannon parece haberse propuesto contribuir a esa meta como asesor del “Estado Federal de China”, una suerte de gobierno a la sombra inspirado en el modelo del “presidente interino de Venezuela” Juan Guaidó, que busca un cambio de régimen en el país asiático cuestionando su legitimidad. El “ejecutivo” de este Estado ─que cuenta con su propia bandera y la intención de redactar una constitución─ está presidido por Guo Wengui, un millonario chino que se trasladó a vivir a Nueva York hace seis años para evitar su extradición a China por cargos de corrupción, soborno y fraude, entre otros.
No ha faltado quien ha sugerido que no nos encontraríamos sino ante un intento de Bannon por recuperar su protagonismo, y la mayoría ve esta iniciativa como una excentricidad política, pero los más suspicaces recuerdan que también lo era Trump hace cuatro años y ahora se sienta en el Despacho Oval. De la campaña forma también parte el buzoneo de ejemplares gratuitos de The Epoch Times, un periódico publicado en varios idiomas ─cuenta incluso con una edición en español─ por el movimiento religioso Falun Gong, prohibido en China y sufragado con ayudas públicas de EE UU a través de sus agencias. Durante la pandemia de covid-19, The Epoch Times se ha dedicado a difundir teorías de la conspiración, como que el coronavirus es un arma biológica del PCCh.
En su entrevista con Asia Times, Bannon exponía que China se encuentra en una “guerra informativa e informática contra Estados Unidos” como parte de un ambicioso plan por controlar a un mismo tiempo las rutas comerciales marítimas en el Pacífico y todo el continente eurasiático, para convertirlo en cabeza de puente al África subsahariana: “Están llevando a cabo [la teoría de Halford] MacKinder de controlar el continente euroasiático con la Iniciativa de la Franja y de la Ruta, están realizando la estrategia naval de [Alfred Thayer] Mahan que heredaron los americanos de la Royal Navy y el Imperio británico estrangulando, o intentando controlar todos cuellos de botella marítimos del mundo, e incluso están desplegando la estrategia del rimland [de Nicholas John Spykman] forzando a Occidente, forzando a las democracias, a alejarse decenas de miles de kilómetros de la periferia de Asia.”
Para Bannon, el único obstáculo a la realización de este plan de dominación planetaria sería otra presidencia republicana. Y Trump, manifestaba, ganará este otoño por plantar cara al PCCh. “El pueblo estadounidense no votará a globalistas compañeros de viaje prochinos” como Joe Biden, aventuraba. La frase es mucho más que una exageración: a mediados de abril, la campaña de Biden emitió un anuncio de televisión en el que acusaba al actual presidente de EE UU de ser “demasiado blando” con China, y en una entrevista publicada por Reuters el pasado jueves, la asesora del candidato del Partido Demócrata Julianne Smith declaró que, de ganar las elecciones, Biden estudiaría las implicaciones de las participaciones chinas en puertos europeos y la muy discutida instalación de redes 5G de Huawei en Europa.
Todo ello demuestra que la cuestión de China trasciende la política partidaria en EEUU: Washington ve en el ascenso del gigante asiático una amenaza a su hegemonía, y en algunos campos incluso comienza a tomar ventaja sobre su rival. En la última edición de la Conferencia de Seguridad de Múnich, por ejemplo, el expresidente de Estonia, Toomas Hendrik Ilves, preguntó en una mesa sobre la instalación de redes 5G en Europa al excorresponsal en China Rob Schmitz cuál era la alternativa estadounidense a la oferta de Huawei. “¿Van a subvencionar a Nokia y Ericsson? ¿Quiero decir, qué obtenemos? ¿Qué es lo que deberíamos hacer más allá de no usar Huawei?”, inquirió Hendrik Ilves. Aplausos. Risas.
Cuando los aplausos se apagaron, Schmitz recordó que el secretario de Defensa de EEUU, Mark Esper, reveló hace poco que el Pentágono estaba utilizando sus bases para el desarrollo de alternativas eficientes y de bajo coste a las redes 5G de Huawei. “Pero eso es todo lo que dijo, no contestó realmente a la pregunta de cuál es una buena alternativa a Huawei”, agregó el periodista. Una pregunta no se formuló, pero seguramente estaba en la cabeza de muchos de los asistentes: ¿Estaríamos más seguros dejando nuestra información en manos de redes desarrolladas por el Pentágono? Y después de lo que sabemos por las revelaciones de Edward Snowden sobre la NSA convendría apostillar: más todavía si cabe.
El poder contra China, ¿‘blando’ o ‘duro’?
Buena parte de la mencionada cobertura informativa tiende a presentar la guerra comercial de Trump contra China como algo nuevo, pero olvida que, con todos los indicios sobre la mesa, esa trayectoria de colisión estaba programada desde mucho antes. Cabe recordar que la administración de Barack Obama impulsó en 2012 una estrategia de política regional cuyo nombre, “el pivote a Asia” (‘pivot to Asia’), simbolizaba la intención de EE UU de desplazar el foco de su acción al Pacífico toda vez que había ganado posiciones en esa dirección tras las largas guerras en Afganistán e Iraq iniciadas por su predecesor en el cargo.
En un muy comentado artículo para Foreign Policy titulado ‘America’s Pacific Century’, Hillary Clinton, a la sazón secretaria de Estado, enumeraba como objetivos de esa estrategia “reforzar las alianzas de seguridad bilaterales; profundizar nuestra relación con las potencias emergentes, incluyendo China; participar en las instituciones multilaterales regionales; expandir el comercio y la inversión; forjar una presencia militar amplia; y hacer avanzar la democracia y los derechos humanos”. El desplazamiento a Asia no había de significar abandonar Europa a su suerte: Washington esperaba que el bloque comunitario elaborase sus planes para la creación si no de su propio ejército, sí al menos de una forma de coordinación militar más profunda que funcionase como “pilar europeo” ─sin ganar, por descontado, demasiada autonomía de Washington─– y dejase a EE UU con las manos libres para ocuparse de la situación que se desarrollaba en el teatro pacífico.
Muchos vieron en el uso del lenguaje de Clinton una reedición de la estrategia de contención de la Unión Soviética propuesta en su día por el diplomático estadounidense George F. Kennan ante la evidencia de que no había victoria posible contra la URSS recurriendo a las tradicionales vías militares. La estrategia de Obama fue en su momento muy debatida en los corredores del poder en EE UU: sus defensores argüían que la construcción, por paciente y laboriosa que fuese, de alianzas comerciales y militares con los países vecinos de China ─desde Australia hasta la India pasando por Japón, Corea del Sur, Filipinas e incluso Vietnam─ constituiría un “cordón sanitario” mucho más efectivo que una confrontación directa con Beijing, mientras que sus detractores mantenían que provocaría una reacción contraproducente del PCCh al sentirse sus dirigentes cada vez más acorralados, e incluso que no era lo suficientemente agresiva como para detener la expansión de la influencia china.
Ya fuese por el cambio de administración en EEUU en 2016 y su gestión política, cuanto menos accidentada, o por las victorias de Rodrigo Duterte en Filipinas y Moon Jae-in en Corea del Sur en 2016 y 2017 respectivamente, con la nueva orientación política de sus gobiernos, o por el propio peso diplomático y económico de China, o por una combinación de todas las anteriores en un grado u otro, la mayoría de analistas da por terminada la estrategia de Obama.
Sabido es que Trump favorece lo que en inglés se conoce como brinkmanship: la táctica de llevar las negociaciones hasta un extremo de aparente no retorno ─el precipicio del término anglosajón─ que se transforme en una posición de fuerza. Con todo, en paralelo a las guerras comerciales sobrevive el apoyo político y en algunos casos también financiero al movimiento pro-democracia de Hong Kong o el Congreso Mundial Uighur (WUC), de los que la prensa occidental acostumbra a presentar invariablemente su cara más amable.
¿Y Bruselas? En este pulso entre EEUU y China acostumbra a decirse que Europa está en medio, pero desde la capital europea algunos, en confianza, confiesan que están más bien tentados de afirmar que no se encuentra en ninguna parte.