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Ben Yart durante su actuación en el BBK Live, retratado por la fotógrafa del festival

Contracultura
Ben Yart y el autotune en el BBK Live: cuando la industria cultural vasca subdesarrolla la creatividad local

Llegó a Cobetas acompañado de su nueva banda para presentar Ceros, con temas menos nihilistas y que atacan frontalmente a la burguesía, no a la policía, o la iglesia, como problematizaba el rock radical, y moviéndose entre lo surrealista, lo espiritual, y lo material, la calle, pero falló el sonido.
Ekaitz Cancela
15 jul 2023 06:00

Es viernes día 7 de julio, año 0 antes de la llegada del apocalipsis. Bilbao está a punto de alcanzar una de las temperaturas más altas del verano, la antesala a la semana más cálida de la historia. Son las 7 de la tarde en el monte Cobetas y, lejos de haber caído el sol, sus rayos calientan el escenario Beefeater del BBK Live, donde mejor se cierra el festival cuando llueve, como ha sido el caso este año. El único decorado techado, y el más pequeño, cuenta con una estructura arquitectónica que dista mucho de ser un refugio climático: se asemeja a un invernadero, pues la pista de baile está cubierta por un plástico traslucido. A esa hora, el calor de los rayos solares se intensifica. Así que el público se apila frente a la parte derecha del tablado, dejando el resto del recinto vacío. La percepción para cualquiera de los miles de guiris, jet set hispanofascistas y microinfluencers agolpados en las inmediaciones es que se trata del bolo de un aficionado. No lo es, desde luego, pero esa es la imagen que refleja.

Suena la primera canción del espectáculo de Ben Yart, “Drogolegas”, con un millón de reproducciones entre YouTube y Spotify: “Principio de mes. Siempre superalerta… Pero culpa no me da, porque eso no se elige”. Pero alerta, empiezan los problemas: el autotune no funciona. El artista urbano, el único euskaldún que suena de tarde en esta orgía turistificadora, junto a Rüdiger y Dadabe, se disculpa por el sonido, que es nefasto, no así en el bolo de al lado, del argentino Duki. Cualquiera pudiera decir que su promotora, Oso Polita, de Last Tour, a su vez organizadora del BBK Live, está boicoteándole; quien le mueve, y le ha facilitado saltar al mainstream, le deja tirado en lo que pretendía ser un punto de inflexión, su renacer como artista, como quien vuelve de un largo proceso de desintoxicación. Pero a veces la realidad es mucho más compleja. Pese a los hercúleos esfuerzos que durante semanas hizo el equipo del artista, incluidos los propios currelas de la promotora que le han acompañado en mil batallas, ni el escenario ni tampoco la logística estaban preparados para un show como el que tenía en mente Ben Yart. “Hoy lo quería hacer bien por primera vez en todo este tiempo, llevaba preparado un setlist”, dijo en MondoSonoro mientras se le caían las lágrimas. Pero tuvo que “hacer de meme otra vez, el bobo, y salvar el bolo”. Se sincera: “Creo que es el primero que ha salido mal”.

Comenzó cantando con una guitarra acústica en la periferia pamplonica, para después colgar sus canciones en la plataforma de Google, YouTube. Durante la pandemia, en 2020, participó en la mixtape La Vendición Vol. 1. Desde entonces, lo ha petado, aunque nunca ha estado exento de polémicas. Ha girado con Chill Mafia, gracias a su mixtape Pitxu en Casa. Se ha codeado con Cecilio G. Ha presentado su nuevo disco, Ceros, en La Resistencia, donde apareció como un personaje excéntrico, único, una diva capaz de dejar fuera de juego a David Broncano con una broma, a diferencia de las apariciones previas en GenPlayZ, donde se le trataba de manera estúpida, como un rapero que solo mola porque tontea con las drogas, como un títere del programa más idiota de la televisión pública.

El de Mendillorri había salido al escenario de Cobetas a asaltar los cielos, sin coleta, a pelo descubierto. Había llegado el momento de erigirse como vanguardia, una referencia estética y cultural en el festival más importante de su tierra

Pero eso es cosa del pasado. El de Mendillorri había salido al escenario de Cobetas con la intención de asaltar los cielos, sin coleta, a pelo descubierto. Había llegado el momento de demostrar la profundidad de su producción artística, de posicionarse como una referencia estética y cultural en el festival más importante de su tierra. Ahora bien, aparecieron las contradicciones entre el desarrollo de la técnica que ha permitido la difusión del autotune (gracias a ello “hemos conseguido espontaneidad en la música”, le decía en una entrevista a Raúl Novoa) y las relaciones sociales de producción en la industria cultural vasca.

Era, como decíamos, un suceso importante en su carrera. Literalmente había salido a pasarse el juego, a superar e integrar su trayectoria anterior con un filtro musical que procesa el audio y altera la voz. Quería “ser otra persona”. Y apareció acompañado de un DJ, el genial Érebo, productor en La Joyería, un joven guitarrista, sobrio, aunque increíblemente solvente, y un no más viejo batería, con una energía que hizo temblar el invernadero. Ahí estaba impertérrito Beñat Abarzuza, o Benito, como se le dice cariñosamente para distinguirse de su camarada Kiliki Frexko, Beñat Rodrigo, de la Chill Mafia. Kiliki, cuyo promotor pertenece también a Last Tour, sufrió un problema similar en el Hirian, el festival urbano que sirve de antesala al Bilbao BBK live, cuando tuvo que parar de pinchar y colocar bolsas de basura sobre la electrónica porque empezó a llover (nadie, al parecer, lo previó, al contrario que ocurrió en los Chikos del Maíz, donde había un toldo).

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Kiliki Frexo pinchando en Hiria Ekaitz Cancela

Volviendo al asunto. Por primera vez en la historia de la cuadrilla que se ha creado en torno a los jóvenes músicos navarricos había un guitarrista y un batería junto al DJ, Érebo, quien como buen amigo le recriminaba de todas las formas posibles (verbales y no verbales) la poca seriedad del concierto. Ben Yart le hizo parar una canción, volver a empezar otra para cantarla una vez más desde el principio, ahora bordándola y recuperando la concentración que había perdido debido al shock del autotune. Es lo que tiene “ser hiperactivo como yo que soy un chulo” (esa canción la hizo sonar dos veces). La idea era que ambos instrumentos, propios de una generación pasada, la guitarra y la batería, hicieran el coro a la electrónica experimental, es decir, acompañaran a la que demostró ser (precisamente por el problema del autotune) una hermosa y moldeable voz, capaz de alcanzar la agudeza en las notas y efectos que hicieron temblar a la masa sin necesidad de tanta tecnología. Los convirtió en lo que para Beñat es el autotune, “un elemento más para enfatizar una parte de la letra y que destaque sobre el resto”, como le decía a Novoa. Eso fue también su voz, y sus gestos faciales, en algunas partes del concierto.

Quería que esos dos instrumentos propios del rock clásico, del punk, estilo al que una vez acusó de no morir porque le “faltan huevos”, efectivamente murieran, pero para redimirlos. Y qué forma de hacerlo. El “barriobajero”, convertido ya en director de orquesta, daba órdenes a su nueva banda en directo. Les pedía un riff o un golpe de baqueta en el platillo donde pudiera encajar su voz desnuda. Incluso ordenó parar a la banda, probar las notas, les obligó a experimentar… Y lo hizo subido al escenario, desprovisto ahora de cualquier aura mística. De hecho, se lo entregó al público. 

El concierto fue un acto de ingenio rebelde, pero uno se quedó con las ganas de ver a alguien que quería hacer algo nuevo, de contemplar a un artista postconflicto vasco volando hasta la primera línea del escenario musical estatal

Ya sin camiseta, el artista hizo subir a un joven a cantar “No Se K Me Pasa” (le dijo “ahora haces de Kiliki”), y se fue a buscar una caja de cervezas que llevó hasta el lugar donde más público se agolpaba, a mi lado. Ninguna letra sonó más alto en su ausencia que el extracto “gora la golfería, que le follen a lastur”. Metido en su papel de showman, de meme, para salvar el bolo pidió al BBK bajar el precio de la cerveza de forma que la gente equilibrara lo “mal” que sonaba su voz con una mayor graduación etílica. El rey del pueblo, la representación de Volksgeist, iba vestido solo con unos pantalones deportivos. Se disculpó en infinidad de ocasiones, no por eso. Buscó la aprobación del público tantas veces que parece imposible no percibirlo a nivel psicológico: la frustración de un genio sin autotune y sin speed, como reconocía, que quería hacerse grande y no le dejaron ser más que un meme —otra vez un puto meme—, como alguien que performa en su canal de Twitch o YouTube sabiendo que no realiza ninguna actividad creativa o artística, sino que simplemente se mercantiliza para llegar a miles de personas. Entretenerlas. Más que eso, Ben Yart trató de agradar ante unos pocos cientos y, tras repetir “Barriobajero” y “Uno” por aclamación popular, tiró el micro al suelo, como hizo Obama, pero con mucha más rabia de clase, y se marchó, como diciendo: “gora la golfería, que le follen a lastur.”

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VV.AA.
Last Tour, la promotora del festival BBK Live, recibe millones públicos todos los años, subcontrata mano de obra barata y tracciona una cultura vasca cada vez más acrítica.

El concierto fue un acto de ingenio rebelde, pero uno se quedó con las ganas de ver a alguien que quería hacer algo nuevo, ser alguien nuevo, de contemplar a un artista postconflicto vasco volando hasta la primera línea del escenario musical estatal. Es evidente que, como dijo Nando Cruz en una entrevista sobre su genial libro, “los macrofestivales son a la música lo que los cruceros al turismo”, y como afirmó Jon Urzelai en otra entrevista sobre su manuscrito en euskera, que destroza el modelo Last Tour: “Cualquier cosa que tenga potencial se lo llevan. Cualquier cosa que asoma la cabeza un poco que pueda ser, no sé si transgresora o interesante en cuanto a diversos aspectos, se lo llevan y ya entran en su circuito. De esta manera impiden que hagan otro camino, que se creen otras sinergias”.

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Lo que pueda ser Chill Mafia o sus miembros de manera individual puede verse como reflejo de esta actuación, una expresión sutil de cómo las lógicas de la industria afectan a lo que consideramos la base de nuestra vida cultural. En efecto, Ben Yart se somete a relaciones sociales y económicas que apenas controla, pero también experimenta a nivel de conciencia —y nosotros lo hicimos también en aquel concierto— cómo se organizan las experiencias bajo las prácticas de un bloque social hegemónico. No está claro que el modelo cultural de la promotora vaya a dejarle crecer, aunque el equipo que trabaja con Ben Yart se dejé la piel en conseguirlo. O, mejor, que sepa hacerlo. Y ello es así, precisamente, por el estado de la escena obrera bajo el capitalismo contemporáneo, pese a la palabrería marketiniana. “Nuestro equipo, impulsado por la búsqueda incansable de nuevos desafíos creativos, hace del compromiso con el talento emergente su forma de estar en el mundo”, dice Oso Polita en su página web, con diseño de start-up barata, donde figuran desde nombres folklóricos locales como Orsai hasta los del anticapitalista asturiano Nacho Vegas.

Insisto, nada más autoconsciente para ilustrar ese encierro que vivimos en la jaula cultural que Ben Yart salvando su bolo a 35 grados en Cobetas. Nada más radical y autóctono, por suerte o desgracia, ha sonado en esos lares con autotune o sin él. En un momento en que llegamos a la última expresión del desarrollo tecnológico, el disco Ceros que presentaba de manera frustrada en el BBK Live es lo más parecido a lo que antes solo se podía encontrar en la poesía (del griego ποίησις \poiesis\acción, creación), pero donde las rimas están pensadas para que una máquina las procese.

El disco es una máquina de producir sentido, identificaciones, e identidad, y de crear nuevas subjetividades. Nos hace levantar un poco la mirada sobre la modernidad, o intenta hacerlo, buscando afueras al sistema cerrado que hasta ahora había atrapado a Ben Yart en el nihilismo, siempre interpretando canciones marcadas por la temática de las drogas. Pero el artista ya no es eso. En el tema “Porros”, del disco Ceros, no se muestra como un consumidor, sino que parodia la figura del emprendedor joven hecho a sí mismo vendiendo chivatas para llegar a ser mileurista. También se mofa del deseo capitalista de pedir un Glovo, exhausto al terminar su jornada de trabajo, mostrando la gubernamentabilidad neoliberal, el llegar a casa para consumir un tipo de mierda que explota a otro proletario.  En “Uno”, donde continúa con esa crítica, revela sus propios orígenes para salir del mito californiano: un okupa que pasa a ser rapero. “Ni planes de futuro ni más logro que no repetir curso… Y yo no encuentro nada en lo que ser número uno.”

El disco ataca a la idea del mérito, de la competencia como único mecanismo para encontrar una salida en la vida, sacando toda la ira contra la burguesía, la cual consigue plasmar en un mensaje que llega al proletariado joven gracias a su creatividad e ingenio. “Soy como un perro que ha estado dos años atado y de repente le dejan salir a cazar”, decía en la entrevista con MondoSonoro. Y te insta a salir a ti. Todo el rato. Como en “Ceros a la derecha”, cuando grita “sé libre”. No deja de decirlo, al igual que en el interludio de 36 segundos de “Cero a la izquierda”, como si pudiera estar, pero no quisiera, en el hall of fame a la izquierda de C. Tangana: “Bolsillo embargadísimo… Bebiéndome el miedo”.

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Mendillorri es vivero de metáforas y, además, una de las dos bases de operaciones de Chill Mafia, junto al barrio de la Rochapea, que también tiene lo suyo.

Cada canción está encadenada con la anterior para mostrar la experiencia de una generación, su desafección política, su vacío existencial y falta de encaje en la sociedad. Por eso, cuando llega a “Trastero”, incluso ofrece una historia alternativa de emprendimiento, distinta al menos de la que cuenta Silicon Valley, en cuyas plataformas —pero trascendiéndolas— ha triunfado. “Solo tengo que cantar y cuidarme el pelo. Y voy para el cielo. Ese trastero solo fue el empiece siento que soy un bil gates de esos”. Y lo hace cantando lo que piensa cualquier chaval que sale de esa máquina de inhibir la creatividad que a veces es la escena radical de Hego Euskal Herria, en este caso para llegar a Barcelona. “Por fin vendí el Mac. Y pude ver el mar. Si no fuese por esos okupas, no sería nadie... Me está viendo [follar] Sant Gervasi [barrio caro de Barcelona] y se me pone dura”. De ese modo vuelve, en la canción siguiente, casi un himno anticapitalista, a su orígenes, al “Día de paga”. Repite esta frase cuarenta veces en una canción que es solo estribillo para decirle a los chavales que luchen duro, no que trabajen duro, que eleven su ira a los cuatro vientos y la exterioricen a través de la creatividad y la actividad artística creadora, no a través del mercado y sus mecanismos de reputación social, los ‘me gusta’.

Todo eso —y más— antes de que aparezca su gran hit: “Ceros”. Es imposible dejar de escuchar el tema, que ha plasmado en un estiloso vídeo promocional para Gallery donde se viste de Rosalía, incluso luciendo su cara en la camiseta, y portando largas trenzas. La canción mezcla temas políticos con elegancia: policía (madera, le llama), vivienda, clase (los Ceros), derecho y leyes de la propiedad, banca… Consigue que una generación, la millennial, vuelva a escuchar algo sobre la lucha de clases, que eso entre en su cabeza: “Mi perra es un pero, la suya marquesa. Mi perra una ocupa allanando su verja. Chihuahua es comprada y no tiene ni idea. Y no se imagina a mamá parir presa”.

El modo de expresarse de este trovador trapero lo hace perfecto para la era de YouTube y Spotify, pero también único, diferente, genuino… Este es el “valor social” que produce Ben Yart

Ataca frontalmente a la burguesía, sin ambages, no solo a la policía, los modernos o la iglesia, los únicos temas que el rock radical vasco ha conseguido problematizar en décadas, como le decía Francis, de Doctor Deseo, a César Rendueles, pero jugando entre lo surrealista, lo espiritual y lo sensible, con lo material, la base cultural, que para él encuentra expresión en una dimensión social, la calle. La creación artística lo une, lo entrelaza, hasta el punto que se hace imposible dejar de hacer sonar esa canción, como pasa, aunque con menos fuerza, con “Mañaneo” o “Drogolegas”. El modo de expresarse de este trovador trapero lo hace perfecto para la era de YouTube y Spotify, pero también único, diferente, genuino… Este es el “valor social” que produce Ben Yart y lo que Last Tour nunca, jamás, podrá comercializar. Porque no existe escena para eso. Porque el mercado no puede asumirlo.

Si el artista urbano logra escapar a su condición de clase, superar las contradicciones que el capitalismo impone a la libertad del artista, lo cierto es que es eso imposible: al abandonar la opción de hacerle el juego a las necesidades burguesas, solo le queda adoptar una posición vanguardista, como él mismo reconoce con un ego que le alejará progresivamente de las masas, pues el único portador de la revolución social no es el artista, sino el proletariado. No obstante, más allá del autotune fallido, existe algo más importante: es la falta de una esfera, la de la crítica, de una escena distinta. Ese es el fallo de sonido permanente que se traslada a nuestras cabezas cuando nos levantábamos para ir a trabajar. Y ninguna sesión de mañaneo durante el fin de semana hace ya nada por ocultarlo. Esa es la muestra del estadio putrefacto de la cultura vasca, pero también la evidencia de nuestra capacidad para expresar la acción o la imaginación hacia algo que no sea productivo para el mercado. Si el único artista que en décadas lo ha conseguido, casi reducido al único símbolo de barrio en este pequeño país, la pregunta entonces es cuántas cabezas brillantes no han emergido debido a la cultura musical que produce el BBK Live. Eso es política.

El festival es un reflejo del subdesarrollo de nuestras capacidades creativas. Nos permite, entre tragos a diez pavos, ver cuán grandes seríamos si no nos hicieran competir contra nosotros mismos y contra los demás en el mercado. Así ocurrió, paradójicamente, mientras una generación, la zoomer, se masturbaba melancólica viendo a un Alex Turner que compuso sus grandes temas con el auge del proyecto neoliberal. ¿Quién escribirá aquellos temas que le den muerte en la era donde se derretirán los Monos Árticos? Cuatro décadas después, la juventud, armada con el autotune y otras tantas herramientas tecnopolíticas, deberá hacer estallar, aunque no solo, las primeras plantas de Soñar, donde se ubica la oficina de Last Tour. Eso resonaba en mi cabeza cuando asistía al concierto. Estoy seguro que en la de Ben Yart y, quizás de forma aún tenue, en la conciencia de muchos otros, también sonaba lo mismo.

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