Cine
‘Civil War’, estética geopolítica en tierra de nadie

La sensación es que ‘Civil War’ se queda en algunas ocasiones en una peligrosa tierra de nadie, tanto en sus cambios de estilo como en su contenido.
Civil War
Kirsten Dunst protagoniza Civil War (Alex Garland, 2024)

“Un país de propietarios, de personas que tienen una participación real en su propia tierra, es inconquistable”, afirmó un orgulloso Franklin Delano Roosevelt en 1942. Seguramente pocas sociedades han fantaseado más en el siglo XX y lo que llevamos de nuevo siglo con su propia destrucción que la estadounidense: a manos de otros países –desde la Unión Soviética (con el apoyo de Cuba y Nicaragua) hasta Corea del Norte (con el apoyo de Rusia)–, como resultado de catástrofes naturales o como consecuencia de invasiones alienígenas. Una sociedad “minimizada”, como recuerda la exposición Suburbia que puede verse estos días en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) —comisariada por Jordi Costa y de la que procede la cita con la que comienza este artículo— y que no está “exenta de problemáticas como el aislamiento social y la paranoia inducidas por la repetición del monocultivo residencial y la ausencia de la diversidad de funciones e intereses que acostumbran a definir la ciudad y la vida urbana.”

Es en esos mismos suburbios —a día de hoy las viviendas unifamiliares representan el 75% de las zonas residenciales y sólo un 6,8% de la población vive en áreas urbanizadas con distancias que podrían recorrerse a pie— donde se incuba “el sueño de violencia” del que habló J.G. Ballard en Kingdom Come (2006), el último libro del escritor británico antes de su muerte en 2009. “Adormilados en sus soñolientas villas”, escribía Ballard, “protegidos por benevolentes centros comerciales, esperan pacientemente a que las pesadillas los despierten en un mundo más apasionado.”

Significativamente, ha tenido que ser otro británico, y no un estadounidense, quien ha dirigido la que posiblemente sea una de las mejores de esas pesadillas fílmicas, Civil War, una de las películas destinadas a generar más debate este año. Su director y también guionista, Alex Garland, comenzó a escribir la historia de Civil War en 2020, el año en el que la covid-19 causó estragos en un país ya muy polarizado por la presidencia de Donald Trump y en el que se produjo la oleada de disturbios por el asesinato de George Floyd a manos de la policía en Mineápolis. El de 2020 fue el último año de un mandato marcado por un clima político tenso y enrarecido que culminaría con el asalto al Capitolio de los Estados Unidos del 6 de enero de 2021 por parte de simpatizantes de Trump.

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Huelga decir que la película se estrena el mismo año en el que Trump, previsiblemente, volverá a ser el candidato republicano a la presidencia y se enfrentará de nuevo a Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre, en medio del declive cada vez más sentido de Estados Unidos como potencia hegemónica. Un lento proceso en curso del que periódicamente tomamos conciencia a través de instantáneas que sirven de ilustraciones de éste, como la fotografía granulosa del teniente general Christopher T. Donahue en la rampa de un C-17 en el aeropuerto de Kabul como último uniformado estadounidense que abandonaba Afganistán el 30 de agosto de 2021. Una fotografía que podría venir acompañada perfectamente de otra imagen borrosa, la de un anónimo soldado ruso armado en el momento inmediatamente anterior a franquear un puesto fronterizo entre Crimea y Ucrania, hacia un mundo nuevo, un orden internacional más caótico y violento.

La estética geopolítica en Civil War

El argumento de esta película —a partes iguales road movie, historia de formación y cine bélico— es ya conocido: en un futuro no muy lejano, un presidente autoritario (Nick Offerman) que ha desmantelado el FBI y otras agencias federales gobierna desde la Casa Blanca unos Estados Unidos divididos en varias fuerzas regionales, que van desde la Alianza de Florida (formada por varios estados sureños) y el Nuevo Ejército Popular (que controla la mayor parte del Noroeste) a las Fuerzas Occidentales (comprendidas por California y Texas). Estas últimas avanzan con éxito hacia Washington, amenazando con derrocar a un gobierno cada vez más acorralado. La fotoperiodista Lee Smith (una convincente Kirsten Dunst, cuyo rostro transmite la pesada carga de haber sido testigo de varias masacres) y el periodista de Reuters Joel (Wagner Moura) deciden viajar desde Nueva York a Washington D.C. para cubrir la caída de la capital. En el trayecto les acompañan Jessie Cullen (Cailee Spaeny), una aspirante a fotoperiodista, admiradora del trabajo de Lee, y Sammy (Stephen McKinley Henderson), un veterano periodista de “lo que queda del New York Times”.

Jordan Hoffman ha comparado en Foreign Policy el viaje de los cuatro periodistas con la travesía en barco de los militares encargados de encontrar al coronel Kurtz en Apocalypse Now

Como ha explicado Garland, que este mapa político nunca quede explicado del todo —en particular la alianza entre California y Texas, dos estados como es sabido con mayorías políticas muy diferentes— obedece precisamente a la voluntad de alejarse de los conflictos políticos del presente para explorar otros temas con mayor libertad. (Con todo, como ha apuntado Emma Brockes, la coalición entre California y Texas no carece de una cierta lógica, pues ambos estados cuentan con fuertes identidades regionales y disponen de ingentes recursos para enfrentarse a un enemigo de la talla de lo que quedaría del ejército estadounidense.)

Pero Civil War no resulta menos interesante en su forma. El estilo realista, cuasi-documental en ocasiones, que predomina en la película —particularmente, claro está, en las secuencias bélicas— es una elección no por obvia menos acertada: Ed Rampell ha señalado para Counterpunch cómo Garland toma “el tipo de combate descarnado que los estadounidenses están acostumbrados a ver, desde la distancia, en las pantallas —y posados en sus torretas de tanques y cabinas de aviones imperialistas—" y lo lleva a Estados Unidos, el lugar desde el que se avivan las llamas de muchos de estos conflictos. Mientras, Jordan Hoffman ha comparado en Foreign Policy el viaje de los cuatro periodistas con la travesía en barco de los militares encargados de encontrar al coronel Kurtz en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) –que recibe su particular homenaje en la película con la larga escena de los helicópteros de combate de las Fuerzas Occidentales alzando el vuelo–, enfrentándose a las atrocidades de la guerra y siendo testigos “del tipo de confusión que la mayoría de estadounidenses pueden experimentar viendo una película sobre los problemas en Siria o Sudán.”

Más interesante resulta leer que Garland recomendó a los actores ver Ve y mira (Elem Klimov, 1985), asegurando que “no hay tantas películas antibélicas como aquella”. La trayectoria del personaje de Spaeny es un reflejo de la de Florian en la película de Klimov –de niño a soldado, de periodista amateur a profesional–, y Garland también hace suyos los primeros planos para mostrar las marcas que va dejando en el rostro del personaje las masacres de las que es testigo. En general, no obstante, la película, como ha escrito alguien, se mueve entre el realismo y el surrealismo. ¿Pero no lo hacen acaso todas las guerras?

Por otra parte, no conviene olvidar la experiencia de Garland como guionista en el subgénero del cine de zombis como guionista de 28 días después (Danny Boyle, 2002) y 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007), pasada por alto por una crítica casi siempre displicente a lo que considera como géneros “menores”. Esta experiencia no sólo facilita la creación de algunas escenas (¿cuántas veces hemos visto en el subgénero esa carretera con vehículos abandonados y calcinados?), sino el tratamiento del papel poco ejemplar del ejército en ellas, entre otras cuestiones. ¿No ha sido este subgénero, ya desde la mítica La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), un vehículo para expresar preocupaciones sociales como el racismo o el consumismo en el lenguaje de la cultura de masas popular y en el que en no pocas ocasiones los humanos eran más peligrosos para otros humanos que los propios zombis?

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Por desgracia, algunas decisiones de Garland lastran ligeramente el resultado final. Civil War recurre al ‘arma de Chéjov’ –el principio dramático que postula que un rifle que aparece colgado en la pared ha de ser descolgado y utilizado más tarde– en forma de un diálogo entre dos de sus personajes (no conviene explicar más para no arruinar la película a quienes todavía no la hayan visto), y, aunque no cae en la banalización de muchas de las películas bélicas estadounidenses –incluso las que se presentan en ocasiones como antimilitaristas–, la sensación es que Civil War se queda en algunas ocasiones en una peligrosa tierra de nadie, tanto en sus cambios de estilo como en su contenido. Por supuesto, esto no tendría que ser per se algo negativo si la película no se hubiese convertido, inevitablemente, en diana en el fuego cruzado de los críticos, que la han arrastrado, como no podía ser de otro modo, a una lectura en clave presente. Una lectura que no siempre aclara las cosas.

¿Una reivindicación del periodismo?

Una de las frases más citadas de la película en las críticas que han aparecido estos días es la que Lee dice a Jessie tras uno de los primeros incidentes del viaje, en la que defiende que el objetivo de la fotografía de guerra no es ofrecer respuestas, sino proporcionar la imagen y dejar que sea el espectador quien plantee las preguntas. Algunos críticos han atribuido esa misma intención a Garland. De ser así, la película se adentraría aquí en una zona gris (baste con recordar el debate suscitado en su momento por Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag), de la que Garland quizá no conseguiría, pese a intentarlo, salir del todo con éxito.

“Documentar la violencia sin tomar partido puede justificarse como un ethos periodístico según el cual la objetividad es un valor moral que en ocasiones puede tener un efecto amoral”, escribe Kai Köhler

Que el escenario contemplado por Civil War sea imaginario ya hace más abstracto todo este debate y atenúa su impacto dramático. El objetivo declarado del director es mostrar la dinámica de una guerra –de una guerra civil, en particular–, el embrutecimiento de los soldados, el sufrimiento de la población civil, y, sobre todo, una violencia omnipresente y opresiva en forma de combates, asesinatos en masa y torturas que puede estallar en cualquier momento, que carece de límites y que puede proceder de cualquier bando. En una de las escenas más destacadas, un inquietante Jesse Plemons interpreta a un soldado racista del que nunca llegamos a saber a qué ejército pertenece (¿a las fuerzas armadas leales al presidente de EEUU? ¿A una milicia supremacista?).

En este sentido, Andrew Marantz ha achacado al director en The New Yorker que sus “loas a la objetividad suenan nobles en teoría, pero la lente del fotoperiodista nunca ha sido enteramente neutral” –quien esté interesado en este tema haría por cierto bien en leer Por una función crítica de la fotografía de prensa (GG, 2001), de Pepe Baeza–, puesto que “en el mundo real, los periodistas supuestamente han de prestar atención a las causas que se encuentran en la raíz de la angustia de los estadounidenses: el racismo, una desigualdad desbocada, un sistema sanitario inadecuado, inseguridad laboral, y mucho más.” Brockes ha ido más lejos al sostener que “Civil War transmite la misma sensación que ese tipo que no vota porque ‘todos son igual de malos’”, añadiendo que “el timing cuenta, y la insipidez política de la película, unida a su enfoque a la hora de ampliar la historia, la hace menos una advertencia y más una pieza de fantasía sin ningún anclaje en la historia.”

Que los héroes de esta historia sean periodistas se ha interpretado como una reivindicación de Garland de la profesión en un momento en el que está más cuestionada que nunca en décadas desde diferentes ámbitos, desde una derecha dura que avanza posiciones hasta una población cada vez más escéptica y presa de la desinformación. Pero, ¿podemos aceptar esa reivindicación del periodismo sin más, tal y como ha sido ejercido hasta la fecha? Es más, ¿tal y como sigue siendo para la mayoría de los medios de comunicación y los periodistas que la ejercen? ¿Acaso ese mismo periodismo no ha contribuido, en la manera en que se ha venido ejerciendo, a la situación política en la que nos encontramos con una información parcial, incompleta, banalizada o de mala calidad?

Aquí es donde surge otra pregunta, ¿no será que la intención de Garland no es la que se le ha atribuido con tanta ligereza? Como ha observado pertinentemente Kai Köhler en junge Welt, el título también remite a las diferentes maneras de entender el periodismo entre los cuatro periodistas, cada uno de los cuales representa a una generación diferente. “Documentar la violencia sin tomar partido puede justificarse como un ethos periodístico según el cual la objetividad es un valor moral que en ocasiones puede tener un efecto amoral en beneficio de sus autores”, escribe Köhler. El personaje de Jessie, continúa, “aprende esta actitud de sus maestros, y también a costa de ellos.” Puede que Civil War tampoco se pronuncie en esta cuestión, pero puede que esa misma indeterminación sea más productiva que el haber tomado la decisión contraria, lo que hubiera cerrado el paso por completo a la interpretación. Y, también, a un debate cada vez más necesario y urgente en el mundo de la cultura sobre cómo abordar, desde la ficción, las turbulencias políticas y sociales de nuestra época.

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