Opinión
Miseria de la investigación (o por qué los avances médicos no serán la panacea contra esta crisis)

Varios equipos de investigación públicos españoles trabajan en el desarrollo de una vacuna, pero la parte final del proceso recaerá en alguna farmacéutica privada. En otras palabras: el Estado pone su infraestructura e investigadores al servicio de los beneficios de empresas privadas.

Productos farmacéuticos farmacia
1 may 2020 06:34

Ante la actual propagación del covid-19, existe un muy amplio consenso sobre la necesidad de dar una atención prioritaria a la investigación médica. La obtención de una vacuna y de un tratamiento efectivo para hacer frente a la enfermedad se han convertido en objetivos preferentes de prácticamente todos los gobiernos (y de las empresas del sector). Parece innegable que ambas cosas ayudarán a paliar los efectos del virus. Lo que ya resulta más dudoso es que todos los esfuerzos que se están haciendo vayan en la buena dirección. Y más preocupante todavía: la atención que está suscitando este nuevo coronavirus ha hecho que perdamos de vista cuáles tendrían que ser las prioridades de una sociedad para garantizar la salud de sus integrantes.

Un problema de base: la precariedad

Hace algunos días, el ministro de Ciencia e Innovación, Pedro Duque, se lamentaba de que “hay investigadores que están descubriendo vacunas y que tienen un contrato que no es ni siquiera indefinido”. La afirmación no sorprenderá a nadie que haya estado en contacto con el mundo universitario y científico. Universidades y centros de investigación sufren una infrafinanciación crónica.

Actualmente, más del 40% del personal docente e investigador de las universidades españolas son profesores asociados, figura contractual utilizada abusivamente para cubrir tareas estructurales con salarios mucho más bajos. Algunos centros incluso vulneran la propia Ley Orgánica de Universidades, que en su artículo 48 fija un porcentaje máximo de docentes contratados y temporales. El personal de administración y servicios tampoco se ha librado de la precarización en las universidades. Una parte importante de estos puestos de trabajo estructurales se ha estado cubriendo con contratos de obra y servicio, o incluso —una vez más, vulnerando la legalidad— mediante becas.

A nadie con un mínimo de sentido común se le puede escapar que el derroche de recursos que produce este sistema es mucho mayor que la holgazanería atribuida a los modelos de contratación estable

Para sortear esta situación, que redunda negativamente en la investigación, muchos se ven impelidos a buscarse la vida mediante la captación de fondos europeos. No obstante, los proyectos financiados por el European Research Council (ERC) terminan generando unas dinámicas igualmente perversas. Por un lado, no permiten salir de la inestabilidad, sino todo lo contrario. La financiación acostumbra a ser generosa, pero se concentra en un número reducido de proyectos, y de corta duración. La contratación generada es, por lo tanto, altamente inestable. Ello hace que muchos investigadores dediquen una parte sustancial de su jornada laboral a la búsqueda de nuevas fuentes de financiamiento. De hecho, se crean puestos de trabajo —normalmente temporales, por supuesto— específicamente dedicados a la preparación de candidaturas a proyectos, procesos que, al implicar normalmente instituciones de varios países, generan numerosos costes (económicos y de tiempo) en viajes y reuniones. Incluso existen empresas privadas que ofrecen formaciones —pagadas por las universidades, claro— para dar herramientas a los investigadores para preparar mejores propuestas para obtener financiación. A nadie con un mínimo de sentido común se le puede escapar que el derroche de recursos que produce este sistema es mucho mayor que la holgazanería atribuida a los modelos de contratación estable.

Limitación (y banalización) del conocimiento

Por otro lado, la investigación desarrollada con fondos europeos se ve restringida por los parámetros establecidos por el ERC. Todos los proyectos, en todos los ámbitos científicos, tienen que enmarcarse en unas líneas de investigación determinadas. No hace falta decir que estos ejes están claramente influenciados por el pensamiento dominante en las instituciones comunitarias, lo que restringe la libertad de investigación y el pensamiento crítico.

La banalización de la investigación llega al punto de que un consejo recurrente en el sector es el de ofrecer una “ciencia sexy”: títulos llamativos y atractivos, que capten la atención del evaluador

Pero la limitación no es solamente temática, sino también metodológica. Los proyectos financiados acostumbran a ser aquellos que ofrecen soluciones milagrosas o respuestas espectaculares ante grandes problemas y preguntas, así como aquellos que prometen una metodología o una aproximación innovadoras. La banalización de la investigación que han fomentado en los últimos años las instituciones europeas llega al punto de que un consejo recurrente en el sector es el de ofrecer una “ciencia sexy”: títulos llamativos y atractivos, que capten la atención del evaluador. Cualquier persona que se haya dedicado en algún momento de su vida a la investigación —y no sea un vendedor de humo— sabrá perfectamente que ninguna de estas características es buena consejera cuando de lo que se trata es de resolver problemas (normalmente complejos y, por lo tanto, de difícil solución) o crear conocimiento.

Es por ello por lo que hay que recibir con toda la cautela las noticias sobre el descubrimiento de fármacos milagrosos contra el covid-19. Por ahora, lo que se ha podido demostrar —de forma un tanto precaria— son mejoras muy ligeras. El único milagro ha sido la revalorización de algunos productos (la cloroquina) y farmacéuticas (Gilead).

Financiación pública, beneficios (y evaluación) privados

Una pieza imprescindible para el funcionamiento del sistema europeo de financiación de la ciencia es la figura del evaluador. La paradoja es que, a pesar de tratarse de un sistema financiado públicamente, muchas veces los evaluadores pertenecen a instituciones privadas. Y no solo ello: los índices de evaluación utilizados por las instituciones públicas —tanto europeas como estatales— son rankings elaborados por empresas igualmente privadas y que, además, cuantifican exclusivamente la popularidad (el número de citas) de las revistas, pero no su cualidad. Como si la valía de una opinión pudiera medirse solo a partir del número de retuits.

La perversión de la imbricación entre sector público y empresa privada va todavía más allá. Uno de los ámbitos en los que resulta más evidente es, precisamente, el de la investigación médica y farmacológica. A raíz de la dimisión del presidente del ERC, Mauro Ferrari, a principios de abril, el Consejo científico del organismo difundió que Ferrari compatibilizaba su cargo con un vínculo remunerado con la biotecnológica norteamericana Arrowhead Pharmaceuticals. El problema, sin embargo, no es una manzana podrida aislada dentro del cesto, sino el sistema en su conjunto. Como recalcó Ferrari en defensa propia, sus remuneraciones externas habían sido aprobadas por un comité de ética, y sus predecesores al frente del ERC también compatibilizaban el cargo con otras actividades.

El Estado pone su infraestructura e investigadores al servicio de los beneficios de empresas privadas, permitiendo que éstas se ahorren los costes de una parte del proceso

La carrera por conseguir una vacuna contra el covid-19 es también un muy buen ejemplo de la lógica establecida entre instituciones públicas y capital privado en el ámbito de la ciencia. Varios equipos de investigación públicos españoles están trabajando en el desarrollo de una vacuna, pero la parte final del proceso necesariamente recaerá en alguna farmacéutica privada. En otras palabras: el Estado pone su infraestructura e investigadores al servicio de los beneficios de empresas privadas, permitiendo que éstas se ahorren los costes de una parte del proceso. Y no hace falta decir que las farmacéuticas no son precisamente deficitarias: la industria médica es uno de los cuatro grandes sectores económicos a escala mundial, junto con las tecnológicas, el sector financiero y la industria de las comunicaciones. Una posible línea de mínimos a seguir en este ámbito la marcó hace tiempo el gobierno de India, al facilitar la comercialización de medicamentos genéricos a cambio de un pequeño canon para la empresa propietaria de la patente.

Vida o economía: un falso dilema

Varias voces insisten recurrentemente estos días en la necesidad de priorizar la vida por delante de la economía y de no precipitar el desconfinamiento. Lamentablemente, la ecuación no es tan simple. Como argumentaba Ivan Illich en Némesis médica (1975), históricamente han tenido más influencia en el aumento de la esperanza de vida las mejoras en la alimentación, la higiene o las condiciones de trabajo y vivienda que los avances médicos. Pero no hace falta ir tan lejos: nacer en 2015 en el barrio de Pedralbes, en Barcelona, quería decir tener once años más de esperanza de vida que hacerlo en Trinitat Nova, en la misma ciudad.

Los médicos salvan vidas; una sociedad sin desigualdades, todavía muchas más

Seguramente no es casual que el virus haya sido más mortífero en los barrios y zonas pobres, cuya población tiende a tener una salud más precaria. Los médicos salvan vidas; una sociedad sin desigualdades, todavía muchas más. En la parte de la balanza de la economía no solamente hay intereses empresariales en juego: hay también vidas. Son mucho más difíciles de cuantificar que las que se está llevando el covid-19, pero son igualmente importantes.

La salida a la actual crisis no se deberá únicamente a la investigación médica. Ésta seguramente ayudará a prevenir y a curar la enfermedad —y sería deseable que lo hiciera sin que nadie sacase provecho económico de ello—. Pero los proyectos que prometen resultados rápidos y milagrosos, como algunos de los que ahora se están llevando a cabo y publicitando, raramente consiguen los frutos deseados. Será más rentable que nos preocupemos por la salud general de la población. Y ésta no dependa tanto de lo que pase en los hospitales o en los centros de investigación —que también—, como de una buena atención primaria, una red asistencial fuerte y una reducción de las desigualdades. Es preocupante que sean precisamente éstos los aspectos que más se estén descuidando.

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