Opinión
Montería salvaje en Portugal. Cuando cazar es fusilar

La escandalosa matanza de cientos de animales en un coto portugués, organizada por una empresa de Badajoz y protagonizada por cazadores españoles, ha puesto nuevamente al desnudo la práctica de las monterías y el universo que las rodea.

Osamenta de ciervo
Vincent Erhart en Unsplash
27 dic 2020 09:50

Las imágenes de la carnicería en la finca Torre de Bela, en el municipio de Azambuja (la mayor propiedad rústica vallada de Portugal), a cincuenta kilómetros de Lisboa, han dado la vuelta al mundo. 540 animales perfectamente alineados, muertos en una montería que tuvo lugar entre el 17 y 18 de diciembre, protagonizada por cazadores españoles y organizada por una empresa de Badajoz con el sugerente nombre de Monteros de la Cabra.

No fueron necesarias demasiadas pesquisas para que saliera a la luz la cacería ni sus dimensiones. “Lo hemos vuelto a hacer! ¡540 animales con 16 cazadores!” exclamaban eufóricos en sus redes sociales, antes de silenciarlas por completo tras el estallido del escándalo, Virginia Rodríguez y Mariano Morales, propietarios del negocio que ha generado completa conmoción en el país vecino.

La fiscalía lusa ya ha abierto una investigación por delito ambiental contra la preservación de la fauna a los propietarios, los organizadores y los cazadores, y el propio Ministro de Ambiente y Acción Climática, João Pedro Matos Fernandes, ha calificado lo sucedido como un “acto vil de odio”, mostrándose convencido de estar frente a la comisión de un delito. La finca, por su parte, ha visto de inmediato retirada su calificación de Zona de Caza Turística, denominación atribuida a cotos de superficie superior a las 1.000 hectáreas y cercados por completo por vallas cinegéticas para impedir la entrada o salida de los animales. Tiene el lugar que nos ocupa la atención, en cualquier caso, rango de exclusividad en el mundo de la caza, tanto por el precio de las cacerías organizadas en sus límites como por contar con ejemplares de extrema pureza genética y proporcionar, en el argot montero, seguridad en la obtención de “trofeos” de categoría.

La Fiscalía lusa ya ha abierto una investigación por delito ambiental contra la preservación de la fauna a los propietarios, los organizadores y los cazadores, y el propio Ministro de Ambiente y Acción Climática, João Pedro Matos Fernandes, ha calificado lo sucedido como un “acto vil de odio”

En torno a 7.000 u 8.000 euros, según distintas fuentes, estaría establecida la tarifa por tomar parte en la montería. Y es éste un dato que precisa con nitidez el nivel económico de la clientela de una industria que mueve cantidades ingentes de dinero, con un público elitista que encuentra en esa práctica espacio de encuentro, proyección y autoafirmación social y de clase, mezclando la adrenalina del gatillo y la pólvora con la dudosa “aventura” de abatir animales salvajes virtualmente confinados a tal efecto.

El opinable placer de administrar muerte en compañía de quien detenta el poder y la consiguiente necesidad de su difusión narcisista, en busca del reconocimiento y el prestigio social, se agitan en un cóctel donde los animales y sus vidas, la gestión del medio, la conciencia ambiental, el equilibrio ecológico o la simples escrúpulos éticos ocupan un papel de completa subalternidad. Cazaban y holgaban los reyes de siempre mientras otros poderosos administraban —en su cinegética ausencia— rentas, países y almas; holgan y cazan elefantes aún los modernos monarcas y piden perdón, después, tras verse descubiertos, porque aún creen que, siquiera un poco, responden ante la plebe. Cazan los poderosos, en suma, lo que pueden y en tromba, con la impunidad de quien se sabe más allá de cualquier principio, exigencia o juicio moral.

En cualquier caso, 540 animales para 16 escopetas, por hispanas que sean, son muchos como para no levantar polvareda; 540 venados y jabalíes perseguidos durante horas, acorralados frente a una tapia, según testimonio de los vecinos que escucharon el tiroteo, en algo más próximo a un fusilamiento que a cualquier otra cosa es demasiado incluso en este tiempo triste donde el verbo fusilar ha vuelto al diccionario cotidiano de la mano de uniformados chocheantes que fabulan con aplicarlo, según sus propias estimaciones, a 26 millones de conciudadanos, en cálculo aproximado del que no sabemos si pedirá explicación la fiscalía (esta vez, española).

Observar las fotografías de cazadores y cazadoras sonrientes delante de las hileras de animales muertos, celebrantes de no se sabe exactamente qué hazaña, muestra también mucho del universo emocional de los protagonistas de las instantáneas, del carácter impenetrablemente burdo de determinadas concepciones del medio natural y de aquello que lo habita, de los entresijos más carnales de un sector productivo (no otra cosa es el mundo de las monterías) rebosante de justificadores de medio pelo, empresarios buscavidas y cortesanos; territorio fértil en explicaciones banales, silencios administrativos y clamorosas omisiones del poder público. Que la caza con rehalas sea Bien de Interés Cultural en Andalucía y se esté considerando idéntica declaración en Extremadura ilustra a las claras el terreno en el que estamos pisando.

En cualquier caso, 540 animales para 16 escopetas, por hispanas que sean, son muchos como para no levantar polvareda; 540 venados y jabalíes perseguidos durante horas, acorralados frente a una tapia, según testimonio de los vecinos que escucharon el tiroteo, en algo más próximo a un fusilamiento que a cualquier otra cosa

Por otra parte, leer la propaganda del sector, consultar sus anuncios y medios en la web, también resulta esclarecedor en tanto que establece a las claras una jerarquía de valores, una semántica alucinada donde la muerte es diversión y la eliminación física de la belleza, premio, donde al acoso de seres indefensos aterrorizados se le llama lance y donde los animales pasan a ser trofeos o reses (explícitamente se utilizan ambos términos), reconvertidos en objeto de consumo, ajenos a todo propósito no subordinado al mercado y sujetos de la más primitiva y definitiva de las expropiaciones: la de la vida.

No es difícil encontrar puntos de encuentro entre la “lógica de la res”, donde los animales devienen en una suerte de objeto animado de disfrute y de comercio, y esa otra lógica que nos hace transitar, a quienes componemos eso que llamamos clases subalternas, de personas a recursos humanos. Una maldita intersección final de capital, beneficio, mercado, poder y salvajismo en la que nos encontramos.

No somos los indios de las praderas empujando manadas de bisontes al abismo para hacernos con sus pieles, con su carne, huesos y tendones, construyendo un completo mundo alrededor de un animal totémico dador de supervivencia y cultura. No somos los acorraladores de mamuts que fuimos, ya no necesitamos explicarnos desde el sacrificio sangriento, solo podemos hallar repugnancia en el exterminio masivo, festivo y lucrativo de animales salvajes innecesarios para nuestro sustento. Nuestro aporte energético no depende de la destreza en el disparo, de la habilidad con el puñal. Nuestros ritos de paso son otros, habitan más allá de abatir el primer león o agotar corriendo a un antílope. Ya no susurramos una demanda de perdón a los oídos del animal que, después, vamos a comer para seguir sobreviviendo. Todos los equilibrios hace tiempo que se fracturaron.

La ventaja siempre va a ser “excesiva” hasta la náusea por la sencilla razón de que, perseguidos por nuestras jaurías de pobres perros, los corzos no van a manejar nunca una Winchester semiautomática del 12 ni los jabalíes una superpuesta Franchi de cañón estriado

Declara el presidente de la Federación Extremeña de Caza, José María Gallardo, a propósito de la polémica batida, que no se puede confundir esa imagen con la del sector, que es ejemplar en el cuidado de la caza en libertad y el cuidado medioambiental y sostenible; nosotros promovemos una caza ética, donde el animal está en libertad, y donde el cazador no tenga por encima de la pieza una ventaja excesiva”. 

Explicaciones comprensibles, pero baldías. La caza comercial, aquí y ahora, es eso, fundamentalmente eso que ha puesto los pelos de punta a tanta gente. Es ese tipo de espectáculo dantesco donde las posibles diferencias de rango se expresan, únicamente, en la magnitud y ostentosa tosquedad de las matanzas, en el número de piezas cobradas y, de forma determinante, en el grado de conocimiento final de sus detalles por una opinión pública cada vez más sensibilizada. No hay, ya, unas prácticas “mas puras” que otras, por más que las asociaciones de cazadores (donde sí, por supuesto, hay de todo) se esfuercen en marcar distancias con chapuzas sangrientas como la de Torre de Bela. Porque ninguna posible “pureza” venatoria existe en los cebaderos, en las granjas de cría de animales cuyo destino explícito es la suelta para una muerte a tiros que, a veces, es prácticamente inmediata, en las introducciones de especies “cazables” fuera de su hábitat natural, en los vallados cinegéticos. Y no, en los términos materiales en los que hablamos, no es posible una hipotética “igualdad” entre cazador y cazado, la ventaja siempre va a ser “excesiva” hasta la náusea por la sencilla razón de que, perseguidos por nuestras jaurías de pobres perros, los corzos no van a poder manejar nunca una Winchester semiautomática del 12 ni los jabalíes una superpuesta Franchi de cañón estriado.

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