Myanmar
A pocas semanas de las elecciones en Myanmar, los jóvenes continúan luchando contra el Ejército
Es un periodista radicado en el sudeste asiático. Cubre Myanmar para medios internacionales y para su publicación en Substack, On Myanmar.
Desde el 21 de febrero de 2021, cuando las fuerzas armadas birmanas tomaron el poder tras una elecciones que había ganado la NLD (National League for Democracy, Liga Nacional por la Democracia) Myanmar, un país de 55 millones de habitantes, vive una de las guerras más crueles de la actualidad. Tras el golpe de estado, centenares de miles de personas, la gran mayoría jóvenes, salieron a las calles durante decenas de días para mostrar su rechazo al golpe de Estado. Para detener las protestas, las fuerzas armadas dispararon contra manifestantes pacíficos, allanaron viviendas y torturaron a los detenidos.
Esta represión llevó a una parte importante de la ciudadanía a buscar entrenamiento militar con los ejércitos de las minorías étnicas, algunos de ellos, en lucha con el ejército birmano desde la década de los 60. Esto produjo la fusión de luchas de décadas por la autodeterminación por parte de estos ejércitos locales con un renovado movimiento de masas por la democracia. A lo largo de estos casi ya cinco años de guerra, estas fuerzas han ido conquistando vastas extensiones del país. La junta militar ha recurrido a bombardeos indiscriminados y atrocidades para detenerlos, pero no lo ha conseguido.
La resistencia, sin embargo, es multifacética, con muchos grupos que sostienen visiones contrapuestas para sus territorios y su país; y la desunión de los últimos meses ha frenado el movimiento, a pesar de las grandes pérdidas sufridas por los militares.
Un país desgarrado
Es marzo de 2024 y estamos en la región de Tanintharyi. Hemos conducido durante horas por la autopista nº8, que comienza mucho más al norte, en Bago, y termina en el extremo sur de Myanmar, frente al mar de Andamán. A lo largo de nuestro camino se alinean pequeñas cabañas familiares en las que se venden obleas y cigarrillos; decenas de encendedores cuelgan de los techos de paja. Los monjes budistas salen de los monasterios y la gente sigue con su rutina. Pero no hay gobierno de ningún tipo.
Llegamos al río de noche. Un niño con el rostro solemne, de no más de diez años, nos lleva en una pequeña embarcación hacia Tagu, hacia el sur, una zona controlada por los rebeldes. A bordo viajan también antiguos empleados del gobierno que se oponen a la junta y que, por el temor de ser arrestados, se han reasentado en las áreas liberadas.
Tagu dibuja una silueta irregular contra el agua oscura; una ciudad de disidentes, combatientes y lugareños atrapados en medio del conflicto. Aquí, un disidente puede ser cualquier persona: un adolescente que ha escrito en Facebook que desea que el Ejército colapse, un agente de tráfico que se unió al movimiento de no cooperación.
Con una guerra que se ha cobrado la vida de más de 80.000 personas, Min Aung Hlaing está organizando unas elecciones calificadas por los observadores internacionales como “falsas”
Nada expone mejor la situación de la junta militar que conducir durante horas por una carretera sin encontrarse con su presencia, salvo alguna base tomada. El día anterior, sí que habíamos visto una unidad de tropas militares. Se movían como si fueran insurgentes, merodeando entre el bosque mientras los lugareños rastreaban y compartían sus movimientos.
Min Aung Hlaing, el líder golpista, cree que los dados caerán a su favor y consolidarán su dictadura militar, pero cuando se visitan las zonas rebeldes, esta opción parece lejana. Aquí, nadie está dispuesto a ceder.
Unas elecciones fraudulentas
Con una guerra en curso que se ha cobrado la vida de más de 80.000 personas, el dictador Min Aung Hlaing está organizando unas elecciones que ya han sido calificadas por los observadores internacionales como “falsas”. Se prevé que los comicios se celebren el próximo 28 de diciembre y que se lleven a cabo por fases; con lo cual se extenderán hasta enero.
El proceso, sin embargo, no ha sido tomado en serio, ni siquiera por la propia junta. Los padrones electorales están plagados de errores, incluidos listados de nombres de personas fallecidas. Además, solo participarán un tercio de las circunscripciones y los partidos de la oposición están prohibidos. Las fuerzas de resistencia ya han avisado de que van a bloquear las elecciones en sus territorios, lo cual hace prever un derramamiento de sangre.
Recuperar los territorios perdidos a manos de los rebeldes pesa más para el régimen que la integridad del voto —no solo por la apariencia de las elecciones, sino también para asegurar las rutas comerciales con China y Tailandia—. Con ese fin, el ejército no solo ha estado, durante estos cinco años, bombardeando territorio para recuperarlo, sino que en esta última etapa se ha centrado en el reclutamiento forzoso.
Según las organizaciones internacionales hay 3,5 millones de desplazados, millones de personas más empujadas a la pobreza y una década de avances democráticos borrada
Según varios analistas, esto ha sido clave en el resurgimiento de la junta, ya que ha sumado unos 75.000 soldados a unas fuerzas que, tras casi un lustro de guerra, están mermadas. El régimen también ha mejorado sus capacidades con drones, la coordinación en el campo de batalla y el mando descentralizado. El apoyo de China y Rusia —incluyendo el suministro de armas y la presión china sobre la oposición— ha resultado esencial. Mientras tanto, la Liga Nacional para la Democracia, que ganó las elecciones de 2020, ha sido completamente disuelta. Su líder, Aung San Suu Kyi, permanece detenida desde que se produjera el golpe de Estado y poco se sabe de ella. Su estado de salud, a causa de su edad, se está deteriorando.
Ante estos nuevos comicios se espera que Pekín, Moscú y Nueva Delhi acepten los resultados, que consolidarían el dominio militar. Otros de los vecinos de Myanmar, cansados de las crisis continuas, podrían hacer lo mismo. Pero sobre el terreno no hay señales de recuperación: según las organizaciones internacionales hay 3,5 millones de desplazados, millones de personas más empujadas a la pobreza y una década de avances democráticos borrada.
La vida en el territorio liberado
En Tagu, una amable pareja de mediana edad nos ofrece su casa junto al río, cerca de su santuario de Buda, al que van a orar cada noche. En la planta baja, tres combatientes rebeldes de las Fuerzas de Defensa del Pueblo, (PDF, por sus siglas en inglés), dirigidos por el comandante de inteligencia Ko Sea, duermen sobre plataformas bajo mosquiteras, entre sacos de nuez de betel.
La resistencia en esta zona ha logrado hacer retroceder al Ejército hasta la ciudad de Tanintharyi, varios kilómetros más allá, pero las cicatrices de la guerra en este pueblo son evidentes: jóvenes armados con fusiles en la cintura deambulan por las calle, los bombardeos aéreos siguen siendo una amenaza constante, la estación de bomberos se ha convertido en una cárcel y el hospital permanece vacío por el miedo a que se produzcan ataques aéreos.
En el centro del pueblo, unos papeles expuestos en una choza anuncian las normas del municipio bajo la resistencia. Son siete hojas con una serie de regulaciones prosaicas: registrar a los huéspedes, no hacer ruido después de las nueve de la noche, mantener los animales de granja cercados. Aquí tampoco hay lugar para las drogas, y entre la normativa hay una advertencia sobre el consumo de las pastillas baratas de metanfetamina, conocidas como yaba.
“Aquí estamos”, dice Ko Sea, mientras señala Tagu en un mapa plastificado. Su dedo se desliza hacia la izquierda. “Aquí está la ciudad de Tanintharyi, y cerca de ahí están los campamentos del frente”. Ko Sea está a punto de explicar cómo el municipio de Tanintharyi ha quedado dividido y controlado por diferentes grupos armados. Lo que explica no resulta excepcional en las zonas en disputa; y este patrón se repite en todo el país, especialmente en las regiones del sur y del centro; y también en el estado más grande de Myanmar, el Estado Shan, con su variado elenco de ejércitos étnicos.
Ataviado con un sombrero beige de North Face inclinado sobre unas grandes gafas de aviador, y una pistola australiana en la funda del cinturón, Ko Sea parece una mezcla entre un patrullero de carretera tejano y un miliciano improvisado. Cuando está demasiado ocupado para atender llamadas, entrega el teléfono a sus subordinados.
A unos kilómetros de Tagu, cerca de la ciudad fronteriza de Mawdaung, controlada por la junta, opera el Ejército Kawthoolei, una facción disidente del grupo armado étnico más antiguo de Myanmar, la Unión Nacional Karen. Ambos están dirigidos por los Karen, un grupo étnico que vive principalmente a lo largo de la frontera oriental de Myanmar con Tailandia, y que desde hace tiempo busca autonomía frente al gobierno central.
El avance de la resistencia ha tenido como moneda de cambio el sacrificio de la vida de la generación más joven del país. El trauma es y será generacional
Otro grupo más —el “ejército musulmán”, explica Ko Sea— tiene su base cerca, compuesto por comandantes islámicos que comenzaron a luchar por la democracia tras el fallido levantamiento de 1988. Inclinado sobre el mapa, Ko Sea traza la ruta de los soldados de la junta para luego dibujar amplios círculos que marcan las áreas controladas por los Karen y las bases del ejército de Myanmar. Anota el número exacto de soldados y la ubicación de las casas de los comandantes. Sabe exactamente cuándo y dónde las fuerzas enemigas lanzan ataques desde helicópteros.
“Este triángulo”, explica, dibujando uno, “…está controlado por los PDF. Aquí hay unas 30 a 40 aldeas controladas por ellos. Y aquí está la jungla —no hay nadie allí. Podemos decir que los PDF también controlan eso”. Entonces, suena su teléfono. Sin subalternos presentes, contesta la llamada y se va.
El coste de la revolución
El avance de la resistencia ha tenido como moneda de cambio el sacrificio de la vida de la generación más joven del país. El trauma es y será generacional. En las zonas en disputa, los aldeanos han tenido que desplazarse hasta en cuatro o cinco ocasiones para que los combates no les alcanzaran; y algunos, al regresar a sus hogares, tienen que sortear las minas antipersona que han quedado dispersas.
Las esperanzas en el Gobierno de Unidad Nacional (NUG, por sus siglas en inglés), una entidad opuesta a la junta militar y que opera desde el extranjero, siguen decayendo por un motivo evidente: esta administración en la sombra carece de un líder que inspire a la ciudadanía del país.
Al inicio de la guerra, la ausencia de un estratega visible favoreció una resistencia local autónoma e hizo que el régimen no pudiese estar actualizado sobre los movimientos de los rebeldes; pero con el tiempo, esta falta de coordinación ha dado cancha a las disputas entre diferentes facciones y los intereses particulares de sus comandantes.
Con la vista puesta en el próximo 28 de diciembre, la guerra continúa en Myanmar y el futuro es incierto a todos los niveles. Está por ver si los ejércitos étnicos, que acarrean cargas del pasado, tienen su propia agenda y que hasta el momento han proporcionado armas, entrenamiento y refugio, estarán dispuestos a adoptar la visión de los jóvenes que recientemente se han unido a ellos. Esto será determinante para el triunfo o el fracaso de la revolución.
Muchos comenzaron sus luchas antes de que se construyera el muro de Berlín, con objetivos que se han ido fragmentando a medida que han ido pasando los años. Que estos grupos más antiguos adopten la nueva visión de los jóvenes antes de que la junta pueda capitalizar su sangrienta votación determinará el futuro de Myanmar.
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