Análisis
Milei y la polarización asimétrica
La noche del 26 de octubre dejó un dato nítido: La Libertad Avanza (LLA) ganó las elecciones legislativas de medio término a nivel nacional —con más del 40% de los votos y cerca de diez puntos de diferencia con el segundo— y sumó bancas en ambas cámaras. Ese triunfo emergió en el mismo país polarizado en el que el oficialismo había sido derrotado con amplitud apenas cincuenta días atrás en la provincia de Buenos Aires. La abstención histórica —una participación en torno al 66%, la más baja desde 1983— es otro dato estructural. La foto no escapa a la película: Argentina del empate persistente, con bloques que se impiden mutuamente coronar un proyecto duradero.
Las semanas previas incorporaron un factor extra-nacional decisivo —por no decir de intervención imperial—: el rescate político-financiero de la administración de Donald Trump. Hubo swap [contrato para intercambiar dinero] por 20.000 millones de dólares con el Banco Central y operaciones del Tesoro de EEUU comprando pesos directamente en el mercado de divisas argentino. Algo nunca visto. El paquete funcionó como ancla cambiaria —contuvo la presión sobre el dólar en la recta final— y como mensaje político: la continuidad del apoyo se condicionó al resultado del domingo. En términos de campaña, fue una doble señal: estabilización de corto plazo y extorsión: “Si no se vota al oficialismo, estalla todo”. Trump lo explicitó con desparpajo en los días previos. Sin esa “ayuda” la economía mileísta iba hacia un descalabro: el Banco Central se quedaba sin dólares y la devaluación era cuestión de horas. Con ella, la disparada de la inflación: el principal activo político de este Gobierno en un país que vive hace años en una suerte de Weimar en cuotas.
Sin centro
La disputa de 2025 confirmó un patrón: polarización asimétrica. De un lado, una derecha con programa y hoja de ruta —reformas laboral, previsional e impositiva— que organiza expectativas y enemigos; del otro, una oposición grande pero tibia, atrapada entre el cálculo de daños y la promesa de moderación. En ese terreno chocó el experimento de los gobernadores, Provincias Unidas: intentar “mileísmo con buenos modales” no rompió la polarización, pese a que cierto establishment se entusiasmó con la idea de un plan B que viniera de la mano de ese agrupamiento político “centrista”. El frente tuvo un desempeño pobre en Santa Fe y Córdoba —sus vitrinas supuestamente favorables—, con apenas resultados aislados.
Otra derivada de esa polarización se vio por izquierda: el Frente de Izquierda y de los Trabajadores–Unidad (FIT-U) creció en la Ciudad de Buenos Aires, trepó con la abogada Myriam Bregman hasta alcanzar casi el 10% y quedó tercera fuerza; a nivel nacional, retuvo tres de las cuatro bancas que ponía en juego. La foto importa: una porción del voto opositor prefirió el contraste nítido antes que el gatopardismo del “extremo centro”.
El Frente de Izquierda y de los Trabajadores–Unidad (FIT-U) creció en la Ciudad de Buenos Aires, trepó con la abogada Myriam Bregman hasta alcanzar casi el 10% y quedó tercera fuerza; a nivel nacional
La abstención récord no es un pie de página: más de un tercio del padrón eligió no asistir. Se votó —cuando se votó— más “en contra” que “a favor”. La promesa de “cierre de época” se topa con el dato duro de una representación agujereada. La mitad de mandato reordena, pero no resuelve: el oficialismo consolida su lugar; el peronismo se reduce a una disputado “bastión” bonaerense; los gobernadores pagan haber sido una mala copia de Milei; los mercados celebran la manguera externa mientras condicionan la política. El empate hegemónico vuelve como clima: nadie manda solo. Tampoco Milei, aunque en esta disputa haya triunfado.
La elección también explicitó la alineación del poder real —FMI, finanzas, grandes empresas y la principal potencia del mundo— con el programa gubernamental. Cuando la interferencia externa se admite en público, la discusión sobre soberanía deja de ser consigna y se vuelve dato material de la coyuntura. Es imposible enfrentar (y mucho menos derrotar) a ese bloque con una oposición de puro palacio. La política es relacional: cuando la dirigencia sindical y política que dice oponerse —incluida la CGT— no actúa con la contundencia necesaria, favorece al que llega con hoja de ruta y apoyo efectivo. Sin movilización social, sin fuerza de trabajo organizada y calle, la “moderación” o la pasividad se transforman en gestión de la derrota.
El mileísmo actúa sobre la base de la extorsión de sostener una estabilidad precaria y la desmoralización que imponen quienes lo sustentan por acción u omisión.
La elección también explicitó la alineación del poder real —FMI, finanzas, grandes empresas y la principal potencia del mundo— con el programa gubernamental
El 26-O reordenó el escenario, no lo pacificó ni solucionó la crisis. Confirmó a LLA como primera minoría con respaldo, reinstaló la asimetría en la polarización, reveló la fragilidad del “mileísmo de buenos modales” y dio aire a una oposición por izquierda que se sostiene.
El oficialismo llega más fuerte que la semana pasada, pero no con la potencia suficiente para la “contrarrevolución” que tiene en el horizonte. Si la dirección sindical y la oposición política continúan dubitativas, la extrema derecha seguirá marcando el ritmo. La alternativa —la única que desmiente el fatalismo— combina organización social, unidad en las luchas y una estrategia parlamentaria y, sobre todo, extraparlamentaria que sea eficaz en la organización de la amplia oposición que tiene Milei.
Lo que enseña la historia reciente
Conviene recordar que Mauricio Macri también ganó con holgura las legislativas de 2017 y, “subido al caballo”, lanzó la ofensiva del “reformismo permanente” —laboral, previsional, tributario—. Se topó primero con un límite social en la calle —las jornadas de diciembre contra la reforma previsional— y después con una revuelta de los mercados que licuó su relato de previsibilidad. El final es conocido: derrumbe político acelerado, auxilio al FMI y una secuencia que dejó una lección simple: la correlación de fuerzas no se decreta, se prueba.
Tampoco es nuevo el espejismo de la victoria amplia: tras la reelección de Carlos Menem en 1995, el oficialismo prometió profundizar la convertibilidad, pero el ciclo ya mostraba fatiga. Desempleo y pobreza en ascenso, crisis provinciales, escándalos y pérdida de base social derivaron en la derrota de 1997 y la recesión que se abrió en 1998. La moraleja es prosaica: ninguna victoria electoral garantiza hegemonía duradera cuando la economía está en un laberinto y la sociedad (o un sector considerable de ella) pone límites.
Es hora de dejar de lado los atajos triunfalistas o facilistas que depositan todas las esperanzas en complejas arquitecturas electorales: leer los tiempos, organizar mayorías reales y dar pelea —en el Parlamento y, sobre todo, en los lugares de trabajo y en las calles—. Solo así el “empate permanente” dejará de ser pretexto para una derrota por goteo y se transformará en punto de apoyo para una salida en la que no paguen la crisis otra vez las y los de abajo.
Cuando se produjo el revés aplastante de Milei en la provincia de Buenos Aires escribimos en El Salto que el diagnóstico de la hegemonía imposible obligaba a “leer con prudencia no solo la derrota de Milei, sino también el triunfo peronista. Hace dos años —cuando llegó a la Casa Rosada—, el libertariano creyó que había dado el primer paso para teñir de violeta a todo el país y lograr la adhesión de la mayoría a su ideología minarquista. En las primeras horas del triunfo bonaerense, el entusiasmo condujo a no pocos peronistas a vaticinar que las elecciones provinciales demostraron que una mayoría volvió a abrazar con fuerza y convicción lo viejo que rechazó hace apenas dos años. Se equivocan. La crisis de representación —a veces larvada, laberíntica o impredecible— sigue su curso y, salvo los núcleos duros, en las elecciones se vota más ‘en contra de’ que ‘a favor de’. El famoso partidismo negativo del que habló la politología revela el carácter líquido de las adhesiones”.
La advertencia que valió para el peronismo en septiembre —como previamente para Macri en 2017 o mucho antes para Menem en 1995—, vale también para este triunfo táctico del mileísmo. Un aviso que probablemente no será tenido en cuenta porque “subirse al caballo” y confundir triunfo electoral con hegemonía política parece ser un deporte nacional. Una equivocación que está casi cantada y que obliga a seguir el sabio consejo de Napoleón —aunque algunos se lo atribuyen a Sun Tzu—: “Si el enemigo se equivoca, no lo distraigas”.
Argentina
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