Opinión
La trampa generacional: cómo el capital enfrenta a jóvenes y pensionistas por un techo

La clave no es la fecha de nacimiento, sino la clase social y el momento histórico en el que a una le toca vivir.

En España, llegar a la mayoría de edad ya no significa, para la inmensa mayoría de los jóvenes, poder plantearse una vida independiente. La transición a la vida adulta se ha pospuesto de forma dramática, convirtiendo la emancipación residencial en un sueño cada vez más lejano. La edad media para salir del hogar familiar ronda los 30 años, una de las más altas de la Unión Europea, y detrás de esta cifra hay una realidad de frustración, precariedad y proyectos vitales en pausa. Este fenómeno, aunque presente en otras economías desarrolladas, adquiere en España una intensidad particular, una tormenta perfecta donde confluyen tendencias globales y errores de política nacional.

El problema de fondo no es simplemente una cuestión de precios altos, sino la transformación estructural de la vivienda: ha dejado de ser un derecho social y un bien de uso para convertirse en un activo financiero global. Este proceso, conocido como financiarización, se ha visto potenciado en nuestro país por la ausencia crónica de un parque público de alquiler potente que actúe como colchón y por graves errores de previsión tras la crisis de 2008, que dejaron un déficit de construcción justo cuando la economía se recuperaba y la demanda, amplificada por la llegada de nuevos habitantes, se disparaba.

La espiral de los precios: El síntoma de un mal estructural

El primer indicador, y el más visible, de esta crisis es la escalada imparable del coste de acceso a una vivienda. No se trata de un incremento circunscrito a los distritos más céntricos de Madrid o Barcelona; es una dinámica que ha colonizado ciudades medianas y áreas metropolitanas, expulsando a los jóvenes y a las familias con rentas modestas hacia la periferia o, directamente, obligándoles a permanecer en el domicilio familiar. El precio de la compra ha recuperado y superado en muchas zonas los máximos previos a la burbuja de 2008, mientras que el alquiler se ha convertido en la opción más inalcanzable para muchos. Según los últimos datos de los portales inmobiliarios, el precio medio del alquiler en España ha aumentado más de un 40% en los últimos cinco años, un crecimiento muy por encima del de los salarios, lo que ha reducido drásticamente la capacidad adquisitiva de los hogares más jóvenes.

La financiarización implica que la vivienda se trata y gestiona principalmente como un activo financiero, un vehículo para la inversión y la extracción de rentas, en lugar de como un espacio vital

Esta subida espectacular no es un fenómeno aleatorio o un simple desequilibrio entre oferta y demanda. La hipótesis que explica de manera más sólida esta realidad es la financiarización de la vivienda. En esencia, la financiarización implica que la vivienda se trata y gestiona principalmente como un activo financiero, un vehículo para la inversión y la extracción de rentas, en lugar de como un espacio vital. Grandes fondos de inversión, Socimis (Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión Inmobiliaria) y tenedores de capital han identificado en el mercado residencial español, especialmente en el alquiler, un filón de alta rentabilidad en un contexto de tipos de interés históricamente bajos. Adquieren grandes paquetes de viviendas—desde edificios enteros hasta centenares de pisos—no para habitarlos, sino para obtener un rendimiento constante a través de los alquileres, que fijan en base a expectativas de rentabilidad financiera y no a la capacidad de pago de la población local.

La evidencia académica respalda esta tesis. Investigaciones como las del geógrafo económico Manuel Aalbers han documentado cómo la entrada masiva de capital financiero en el sector residencial altera profundamente el mercado. Estos actores no se comportan como el pequeño propietario tradicional; su objetivo es maximizar el rendimiento por activo, lo que les lleva a aplicar políticas agresivas de fijación de precios y a oponerse a cualquier tipo de regulación que limite sus beneficios. Como señala Aalbers en su vasta obra sobre la financiarización de la vivienda, véase este botón de muestra, este proceso convierte a los inquilinos en una fuente de generación de flujos de caja para los inversores, subordinando la función social de la vivienda a la lógica del balance contable.

Pero la financiarización no solo llega de la mano de los fondos buitre. En España, ha encontrado un aliado poderoso en la economía de plataformas y el auge del alojamiento turístico de corta duración. Plataformas como Airbnb o Vrbo han facilitado la conversión de viviendas de uso residencial en productos turísticos, una práctica que extrae renta de forma aún más intensiva. En los centros de las ciudades y en barrios con atractivo turístico, resulta mucho más lucrativo alquilar un piso por días a turistas que a residentes de forma estable. Esto no solo reduce el stock disponible de vivienda en alquiler a largo plazo, sino que presiona al alza los precios de todo el mercado circundante. Estudios realizados en ciudades como Barcelona o Palma de Mallorca han correlacionado directamente la densidad de anuncios en estas plataformas con el incremento de los alquileres residenciales, creando un efecto de expulsión de la población local y vaciando los centros urbanos de su vida cotidiana. La vivienda, en este contexto, se convierte en una máquina de generar ingresos en el mercado global, compitiendo deslealmente con las necesidades básicas de alojamiento de la población que reside y trabaja en el territorio.

El precio no es solo un número alto; es el reflejo de una batalla desigual donde las necesidades humanas chocan contra la expectativa de dividendos

En definitiva, el joven que busca su primer piso de alquiler no compite solo con otros jóvenes en su misma situación. Compite con fondos de inversión internacionales que pueden pagar al contado por un edificio, con turistas dispuestos a pagar tarifas diarias que equivalen a la mensualidad de un alquiler tradicional, y con un mercado que prioriza sistemáticamente la rentabilidad sobre la necesidad. Este es el núcleo del problema: la vivienda ha sido desvinculada de su función social y secuestrada por la lógica financiera. El precio no es solo un número alto; es el reflejo de una batalla desigual donde las necesidades humanas chocan contra la expectativa de dividendos.

El espejismo del conflicto generacional: una cortina de humo para la lucha de clases

Una vez diagnosticado el problema estructural de la financiarización de la vivienda, es crucial enfrentar un relato pernicioso que, desde ciertos sectores del análisis económico y mediático, pretende reencuadrar la crisis. Se trata de la promoción artificial de un conflicto intergeneracional, una narrativa que sitúa a los jóvenes “millennials” y “zoomers” en frente de sus padres y abuelos “boomers”. Según este discurso, simplista y profundamente engañoso, la incapacidad de la juventud para emanciparse sería, en parte, culpa de una generación anterior que acaparó la riqueza, disfrutó de condiciones privilegiadas y ahora bloquearía el relevo. Este enfoque, además de ser miserable por intentar sembrar rencillas en el seno de las familias, constituye un error analítico de primer orden y una cortina de humo que desvía la atención de los auténticos responsables.

Los promotores de este relato suelen operar con modelos económicos obsoletos o directamente interesados, cuya principal función es la de naturalizar las dinámicas del capitalismo financiero presentándolas como fuerzas de la naturaleza o consecuencias de meras decisiones individuales. Su análisis ignora voluntariamente la transformación estructural de la economía vivida desde los años 80. La generación que hoy tiene entre 60 y 80 años no accedió a la vivienda en condiciones de privilegio por una cuestión generacional, sino porque su etapa vital de emancipación coincidió con un modelo económico radicalmente distinto. Un modelo donde el trabajo, aunque precario en muchos casos, permitía proyectar una vida, y donde la vivienda, aunque exigiera un gran esfuerzo, aún no se había convertido en el activo financiero globalizado que es hoy. La clave, por tanto, no es la fecha de nacimiento, sino la clase social y el momento histórico en el que a una le toca vivir.

Esta narrativa del “boomer vs. millennial” es funcional al poder financiero. Al culpar al vecino, al padre o al abuelo, se invisibiliza a los actores que realmente están diseñando las reglas del juego

Como ya detallé en otro artículo publicado en estas líneas, “¿Millennials Vs boomers? ¡No, es lucha de clases, amigo!”, este supuesto “conflicto generacional” es en realidad una lucha de clases edulcorada y mal disfrazada. ¿De verdad un jubilado con una pensión mínima que vive en un barrio humilde es el enemigo de un joven precario? Evidentemente, no. Ambos son víctimas de un mismo sistema que precariza el trabajo, mercantiliza los servicios públicos y financiariza los derechos básicos. El verdadero conflicto no es horizontal, entre generaciones, sino vertical: es la lucha que enfrenta a la inmensa mayoría de la población (jóvenes, adultos, ancianos) contra una minoría extractiva. Es la lucha entre quienes necesitan un techo para vivir y quienes lo convierten en un instrumento de especulación: los fondos de inversión, las grandes socimis, la banca, y las plataformas de alquiler turístico que actúan como acaparadores de stock.

Esta narrativa del “boomer vs. millennial” es funcional al poder financiero. Al culpar al vecino, al padre o al abuelo, se invisibiliza a los actores que realmente están diseñando las reglas del juego y obteniendo beneficios astronómicos. Es una estrategia de distracción que impide la formación de alianzas sociales transversales que podrían desafiar el statu quo. Mientras discutimos si una generación tuvo más suerte que otra, no estamos cuestionando por qué se permite que un fondo de inversión estadounidense o alemán compre miles de viviendas en Madrid o Barcelona para someterlas a una lógica de rentabilidad máxima. Mientras nos enfangamos en un debate estéril sobre supuestos privilegios generacionales, no estamos exigiendo una Ley de Vivienda que regule de forma efectiva los alquileres y desincentive la financiarización.

La batalla por la vivienda, como la batalla por las pensiones dignas o por un sistema público de salud fuerte, es una batalla de clase

La evidencia de que se trata de un falso debate salta a la vista cuando observamos la heterogeneidad dentro de cada generación. Existen jóvenes de clase alta cuyas familias les resuelven el problema de la vivienda mediante ayuda familiar o herencias anticipadas, y cuyas oportunidades vitales son abismalmente distintas a las de un joven de clase trabajadora. Del mismo modo, existen personas mayores que, lejos de nadar en la abundancia, sobreviven con pensiones de miseria y se enfrentan a la misma presión especulativa sobre sus hogares, viendo cómo se dispara el IBI o el coste de la vida en sus barrios. Reducir esta compleja realidad a un culebrón generacional es un acto de pereza intelectual o, en el peor de los casos, de complicidad con un sistema que necesita dividir para seguir reinando.

En conclusión, caer en la trampa del conflicto generacional significa desarmarse política y analíticamente. La batalla por la vivienda, como la batalla por las pensiones dignas o por un sistema público de salud fuerte, es una batalla de clase. Es la lucha de los de abajo, sin importar su edad, contra los de arriba. Reconocer esto es el primer paso para construir una agenda política robusta que enfrente el problema de raíz: la conversión de un derecho fundamental en una mercancía al servicio del capital. Cualquier otro relato no es solo insuficiente, sino que es parte activa del problema.

Análisis
¿Millennials Vs boomers? ¡No, es lucha de clases, amigo!
Aunque el discurso habitual enfrenta a los millennials con los baby boomers, este panorama general oculta la disparidad económica dentro de la generación de los millennials.
Pensiones
¡Odia a tu abuelo!
Los liberales han inventado un relato alarmista de guerra intergeneracional basado en falsedades y que oculta los verdaderos problemas de un mundo laboral precario.
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