Análisis
Conspiraciones

La reunión secreta entre políticos de Alternativa para Alemania (AfD) y la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y empresarios del pasado noviembre, para escuchar al portavoz del Movimiento Identitario austriaco exponer su plan para la deportación masiva de personas migrantes, recuerda al encuentro del 20 de febrero de 1933 entre Hitler y los principales industriales alemanes.
Carteles AfD
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8 feb 2024 07:56

Una reunión secreta entre hombres importantes –casi nunca hay mujeres entre los participantes– en un lugar discreto, protegido de las miradas por pesados cortinajes, puertas de madera noble y jardines cuidados. Las caras de participantes cambian, también lo hacen sus planes y, por supuesto, la ropa que visten y la decoración que los rodea, pero el escenario siempre se repite. Un reportaje de Correctiv ha arrastrado a los protagonistas de una de estas reuniones a la luz pública y causado un seísmo político en Alemania. Políticos de Alternativa para Alemania (AfD) y la Unión Demócrata Cristiana (CDU), juristas y empresarios se dieron cita secretamente el pasado 25 de noviembre en el exclusivo hotel Landhaus Adlon de Potsdam. El motivo de la reunión es una conferencia de Martin Sellner, portavoz del Movimiento Identitario de Austria, para cuya asistencia se pidió a los “patriotas” interesados desembolsar unos 5.000 euros a una “cuenta bancaria neutral” en concepto de donación. El objeto de la conferencia es un plan maestro de deportación masiva con el nombre de “reemigración”.

Según expuso el ultraderechista austriaco Martin Sellner, la derecha está dividida en torno a las medidas adoptadas por la pandemia, el conflicto en Ucrania y en Israel, pero coincide en su rechazo a la inmigración

Como expone a los asistentes Sellner —a pesar de sus 35 años, un viejo conocido de la ultraderecha austríaca—, la derecha está dividida en torno a las medidas adoptadas por la pandemia, el conflicto en Ucrania y en Israel, pero coincide en su rechazo a la inmigración o, en palabras del orador, “si, como pueblo en Occidente, sobreviviremos o no”. El objetivo de dicho plan –“un proyecto de décadas”, en palabras de Sellner– no se limita a los solicitantes asilo, sino que se extiende a extranjeros con derecho de residencia en el país y a los “ciudadanos no asimilados”, una categoría que incluiría a ciudadanos alemanes. Después de su conferencia, la diputada de AfD Gerrit Huy sugiere privarlos de su nacionalidad antes de expulsarlos. El portavoz del grupo parlamentario de AfD en la cámara de Sajonia-Anhalt, Ulrich Siegmund, se muestra más cauto y propone hacer que sea “los más poco atractivo posible” para los extranjeros vivir allí donde la ultraderecha gobierne, presionar a los negocios de hostelería regidos por extranjeros hasta que se vean obligados a irse.

La noticia de la reunión ha sido el detonante de las recientes manifestaciones multitudinarias en Alemania contra AfD (que han salpicado, aunque ni mucho menos dañado, a la CDU). También en la vecina Austria, donde el Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) lidera las encuestas de intención de voto para las elecciones generales de este otoño. Aunque se ha aireado la propuesta de ilegalizar AfD, incluso los defensores de esta iniciativa se ven obligados a reconocer que la medida puede ser difícil de llevar a cabo e incluso contraproducente, pues ¿cómo ilegalizar a un partido con unos porcentajes de intención de voto de en torno al 20% a nivel federal e incluso superiores en algunos de los estados federados de la antigua República Democrática Alemana (RDA)? Las propias manifestaciones en las calles pueden proporcionar una imagen engañosa de rechazo. “Comparto el sentimiento y la indignación contra los despreciables organizadores neonazis de aquel encuentro”, escribía hace unos días el analista Wolfgang Münchau en The New Statesman, “pero dudo que estas manifestaciones tengan mucho efecto: ¿Os acordáis de la marcha de un millón de personas en Londres contra el Brexit? Las manifestaciones contra el Brexit son una advertencia de que las batallas políticas se ganan en las urnas.”

La reunión del 20 de febrero de 1933

La reunión destapada por Correctiv en Brandeburgo ha dado pie en la prensa y en las redes sociales a comparaciones con la llamada Conferencia de Wannsee del 20 de enero de 1942, en la que un grupo de altos funcionarios del régimen nazi se reunió en un palacete a las afueras de Berlín para aprobar, en el mayor de los secretos, un plan sistemático para el genocidio de la población judía en Europa (“solución final”) y garantizar la necesaria coordinación entre departamentos gubernamentales con ese fin. El papel del empresario Hans-Christian Limmer –a la sazón gerente de la cadena de hamburgueserías ‘Hans im Glück’–, uno de los principales facilitadores de la reunión de noviembre de 2023, invita a retroceder un poco más en el calendario para buscar otro paralelismo más adecuado, porque lleva la investigación histórica a uno de los actores no solamente clave, sino imprescindibles, del ascenso de la ultraderecha y que rara vez sale a la luz pública: el del que la financia.

El 20 de febrero de 1933 se dieron cita en el Palacio del Presidente del Reichstag, bajo los auspicios de quien era titular del cargo, Hermann Göring, un grupo de influyentes empresarios, convocados por el entonces expresidente del Reichsbank Hjalmar Schacht. Entre ellos se encontraban Gustav Krupp, presidente del consejo ejecutivo de la todopoderosa Federación Alemana de Industria; August Rostberg, director general de Wintershall; Georg von Schnitzler, miembro del consejo ejecutivo de I.G. Farben; Wolf-Dietrich von Witzleben, director del despacho de Carl Friedrich von Siemens; Kurt Schmitt, presidente del consejo ejecutivo de Allianz; Fritz von Opel, miembro del consejo ejecutivo de Opel; Günther Quandt, miembro de la influyente familia Quandt, con intereses sobre todo en la industria armamentística; o Friedrich Flick, magnate con intereses en la minería, la industria y la defensa. Se trataba del “nirvana de la industria y las finanzas”, hombres “duchos en reuniones” que “acumulaban consejos de administración o de supervisión, todos pertenecientes a alguna asociación patronal”, y que se comportan “pausada, sensatamente, mientras el diablo pasa detrás mismo de ellos, de puntillas”, como bien describe Éric Vuillard en El orden del día (2018). El motivo de la cita era asegurar una victoria del Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán (NSDAP) en las inminentes elecciones del 5 de marzo de 1933, para la que los nazis necesitaban fondos con los que financiar su campaña.

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Conviene recordar que no se trataba de la primera vez: la compra del Palacio Barlow de Múnich, donde el NSDAP instaló su sede, se sufragó con donaciones de empresarios, y el acuerdo entre Franz von Papen y Hitler para que este último se hiciese con la cancillería se fraguó en la casa de un banquero, Kurt Freiherr von Schröder, en Colonia, con la mediación una vez más de Schacht. Ya en 1926, y apenas un año después de salir de la cárcel, Hitler retomó los contactos que había hecho con representantes de la gran industria alemana, para quienes dio conferencias durante los años siguientes. En un discurso en Düsseldorf de 1932 al que asistió la flor y nata del empresariado alemán, Hitler, en palabras del historiador Georg Hallgarten, “evitó patéticamente cualquier referencia a la palabra ‘socialismo’ y habló solo fugazmente del racismo y el antisemitismo: tal vez los empresarios tuvieran que andar de uno u otro modo con cautela respecto de judíos que controlaban su credibilidad financiera [internacional]”, y “su opinión tolerante hacia ellos sólo habría de cambiar, cuando cambió, con la ‘arianización’ emprendida por el III Reich”. Como observó Carl von Ossietzky en Die Weltbühne, el magnate de los medios de comunicación Alfred Hugenberg no quería “dejar libre a su golem, Hitler”, y, “cuando ya no lo necesite más, le cortará el grifo de la financiación y el movimiento nacionalsocialista desaparecerá tan misteriosamente como estos últimos dos años misteriosamente ha crecido.”

Gracias a los fondos financieros de los “capitanes de industria” alemanes, a una campaña electoral marcada por la violencia política en las calles el partido nazi se impuso en los comicios con un 43’9% de los votos

Los “capitanes de industria” quedaron convencidos por los nazis y sus patrocinadores financieros y desembolsaron tres millones de marcos para el NSDAP y el Frente de Combate Negro-Blanco-Rojo –la coalición entre el Partido Popular Nacional Alemán (DNVP) y Stahlhelm (la organización que agrupaba a la mayoría de veteranos de la Primera Guerra Mundial de ideología nacionalista)–, de los cuales el 75% fue a parar directamente a las arcas del partido nazi. Gracias a los fondos y una campaña electoral marcada por la violencia política en las calles, donde la policía patrullaba codo con codo con hombres de las SS, y la represión institucional del gobierno del canciller Adolf Hitler –se prohibieron las contramanifestaciones y la publicación de la prensa socialdemócrata y comunista, y se detuvo a decenas de dirigentes comunistas (incluyendo al secretario general del Partido Comunista de Alemania, Ernst Thälmann), militantes anarquistas y periodistas críticos–, el NSDAP se impuso en los comicios con un 43’9% de los votos.

Algunos de aquellos “capitanes de industria” fueron juzgados en Núremberg y los llamados juicios subsiguientes. El fiscal estadounidense, Robert H. Jackson, dijo famosamente de Hjalmar Schacht que “su superioridad [intelectual] respecto a la mediocridad del común de los nazis no es su excusa; es su condena”. El industrial Gustav Krupp no pudo ser juzgado debido a su avanzado estado de edad y su manifiesta senilidad, aunque no se le retiraron los cargos que se le imputaban. Friedrich Flick fue condenado a siete años de prisión y, aunque cumplió íntegramente su pena, su fortuna quedó intacta y fue durante muchos años uno de los hombres más ricos de Alemania occidental, llegando incluso a recibir la Orden del Mérito de la República Federal en 1963. Los 23 procesados en el juicio contra IG Farben fueron condenados a penas de prisión de uno a ocho años de cárcel, que no siempre cumplieron de manera íntegra. Las duras condenas de prisión impuestas a doce directivos de Krupp –incluyendo a su presidente desde 1943, Alfried Krupp von Bohlen y Halbach–, fueron reducidas entre 1951 y 1952 por el alto comisario de EEUU para la RFA, John J. McCloy, como parte de la necesidad de restaurar la capacidad industrial de Alemania occidental frente a una emergente Unión Soviética, incluso si la maniobra suponía una clara violación del apartado B.12 del Acuerdo de Potsdam de 1945, según el cual “en el plazo más breve posible la vida económica alemana ha de descentralizarse con el objetivo de destruir la desproporcionada concentración existente del poder económico, representada especialmente por los carteles, corporaciones, trusts y otras asociaciones monopolistas”.

Conspiraciones y teorías de la conspiración

De acuerdo con Byung-Chul Han en La crisis de la narración (2023), el relato proporciona a una sociedad orden, sentido e identidad. En sociedades deshistorizadas cuyas identidades están en un claro avanzado estado de desintegración frente a los cambios sociales y económicos, esa función la proporcionan los discursos populistas, nacionalistas, étnicos y, también, las teorías de la conspiración, señala el filósofo surcoreano. Las teorías de la conspiración sirven para ordenar, dar forma y sentido –por equivocado que éste sea– al tsunami informativo que vivimos a diario, son, por así decir, una forma de anclaje narrativo, de ahí que incluso las teorías de la conspiración más disparatadas –desde el terraplanismo hasta Qanon, por mencionar aquí solamente a dos de las más conocidas– encuentren adeptos.

Por citar al escritor estadounidense Don DeLillo en Libra (1988), “desde fuera asumimos que una conspiración es el perfecto esquema de trabajo”. “Una conspiración”, continúa DeLillo, “es todo lo que no es la vida ordinaria: es el juego para quienes saben de qué va la cosa, frío, seguro, sin distracciones, permanentemente vetado para nosotros, los imperfectos, los inocentes, intentando dar algún sentido a los envites diarios”. Los conspiradores “tienen una lógica y una audacia más allá de nuestra comprensión”, y todas las conspiraciones, “la misma historia tensa de hombres que encuentran la coherencia en algún tipo de acto criminal.”

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QAnon no es una organización o una estructura fija, sino una idea, un culto, un movimiento difuso formado en internet. Entre la administración de Trump abundan sus seguidores y simpatizantes y este movimiento conspiranoico cada vez está más presente en la política y el mundo real.

El problema con las teorías de la conspiración –y, por extensión, y de manera aún más preocupante si cabe con las críticas al uso a las teorías de la conspiración– es que amenazan con eclipsar que las conspiraciones, efectivamente, existen. Casi siempre son más banales y más imperfectas de lo que la imaginación febril del público puede llegar a idear. Los encuentros de noviembre de 2023 o febrero de 1933 en Alemania son dos buenos ejemplos. La ironía soterrada en todos estos casos es que quienes más se afanan por denunciar conspiraciones desde las tribunas oficiosas y cargos de poder –desde los protocolos de los sabios de Sión hasta las “agendas globalistas” pasando por alambicadas “tramas rusas” y otras fabulaciones más esotéricas– son quienes, a la hora de la verdad, forman parte de una.

“No pensemos que todo esto pertenece a un lejano pasado”, advierte Vuillard. “No son monstruos antediluvianos, criaturas lastimosamente desaparecidas en los años cincuenta, bajo la miseria pintada por Rossellini, transportadas a las ruinas de Berlín”, prosigue. “Esos nombres siguen existiendo, poseen inmensas fortunas, sus sociedades se han fusionado en alguna ocasión y forman todopoderosos conglomerados”, recuerda el escritor francés. Con otras intenciones, empresarios de todo pelaje siguen reuniéndose en secreto y creando todo tipo de sociedades pantalla –think tanks, fundaciones, empresas de astroturfing y en ocasiones hasta medios de comunicación– para influir en el proceso de toma de decisiones de la política –cuando no la financian directamente a través de donaciones, se sobreentiende–. Una actividad que conocemos por los medios de comunicación como lobbying y para la que existe en español el venerable término de cabildeo. Solamente en Bruselas existen unos 25.000 lobistas, la mayoría de ellos pertenecientes al sector privado. Su objetivo es, como es sabido, influir en los diputados del Parlamento Europeo para conseguir marcos legales favorables a los intereses comerciales de quienes han contratado sus mefistotélicas artes de seducción. Su primer mandamiento es minimizar en todo lo posible cualquier interferencia democrática en el derecho despótico que las grandes empresas mantienen sobre sus trabajadores. Y, por descontado, las más de las veces estos hombres se reúnen en aquel lugar discreto, protegido de las miradas por pesados cortinajes, puertas de madera noble y jardines cuidados. Cambian las modas, pero el escenario se repite.

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