Opinión
La camiseta de fútbol

Recuerda el día que se la regaló. Habían ido a comer a casa de su madre, compañera de luchas barriales de esas que consiguen transformar las vidas de las personas.
28 dic 2025 06:00

Cuando llegan las vacaciones siempre se pone a ordenar cosas en la casa. Muchas veces ordena lo que ya está en su sitio, pero hay algo en eso de recolocar que le ayuda a ordenarse a ella también. 

A veces, en ese afán por organizar, por sacar y volver a meter en los armarios las mismas cosas casi en el lugar exacto en el que estaban después de cerciorarse de que, efectivamente, ese es el sitio perfecto para almacenarlas, abre algunas de las cajas que están al fondo del altillo. 

Dentro de una de ellas, la más arrinconada, estaba la camiseta. No le hizo falta tocarla para que se le erizase un poco la piel.

Azul celeste y blanca. De rayas verticales. De un equipo de fútbol. “Es la camiseta con la que empecé a jugar en el primer equipo del que formé parte”, le dijo el chico que se la regaló para su hijo. “Ahora le queda grande pero ya crecerá y podrá usarla”, añadió.

Recuerda el día que ese chico, recién salido de la adolescencia, se la regaló. Habían ido a comer a casa de su madre, compañera de luchas barriales de esas que consiguen transformar las vidas de las personas. Era una comida de despedida, al día siguiente ella volvería a su país, a su casa con armarios en los que poder almacenar recuerdos, al otro lado del océano. El padre del chico no estaba, había muerto unos años atrás, después de que esa mujer, madre de tres hijas y cuatro hijos, consiguiera hacerle frenar su violencia hacia ella. El chico que le regaló la camiseta era el mayor de los siete y tenía un bebé con una pareja igual de joven que él. 

Recuerda la emoción al recibirla. Sabía lo que significaba para él, sabía que con ella le podría explicar a su hijo, cuando creciera un poco, la diferencia entre el valor y el precio.

Un tiempo después, cuando cada cual seguía su vida a un lado del océano, antes de que su hijo hubiera crecido lo suficiente como para poder estrenar la camiseta, ella decidió guardarla dentro de una caja al fondo del altillo del armario. Lo hizo después de recibir una visita de otro compañero de luchas barriales que había viajado al lado del océano en el que vivía ella. Fue él quien le contó lo que había ocurrido. 

El chico de la camiseta de fútbol, que ya era un adulto joven, le había dado una paliza brutal a su pareja. Ella, quizás por lo que aprendió justo de la madre del hombre que le había dejado el cuerpo morado, pidió ayuda y se fue del barrio con el hijo de ambos, que ya había aprendido a divertirse jugando a dar patadas a una pelota. A él lo habían metido en la cárcel. Ella se había recuperado de la parte física, la otra tarda mucho más en sanarse.

Guardó la camiseta en esa caja en el altillo aunque su primer impulso al saber lo que había pasado fue tirarla. Ahora, mientras la toca, piensa que quizás fue una buena idea preservar ese recuerdo. Detrás de esa camiseta hay una historia que merece ser contada. La historia de unas personas que se asentaron a vivir al lado de una vía de tren, en la periferia de una gran ciudad, en casas con techo de chapa y suelo de tierra. Personas que no tenían apenas nada para comer y que decidieron juntarse para aliviar el hambre de pan y de justicia. Personas sobre las que la violencia actuaba impunemente colándose por cualquier agujero. Mujeres que, juntas, consiguieron frenar parte de la violencia que vivían en sus casas y en el barrio. Mujeres como la madre del chico que le regaló la camiseta. “La violencia no se frena de golpe, hay que tenerle paciencia, desarmarla es un proceso de muchos años, es algo que solo se puede hacer si te juntas con otras personas”, le había dicho una vez.

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