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Sidecar
Vivir juntos
En la lección inaugural pronunciada en 1977 para celebrar su incorporación al Collège de France, publicada más tarde en Comment vivre ensemble. Cours et séminaires au Collège de France (1976-1977), Roland Barthes exploró una «fantasía de vida, un régimen, un estilo de vida», que no era ni solitario ni comunitario: «Algo así como la soledad con interrupciones regulares». Inspirándose en los monjes del Monte Athos, Barthes propuso llamar a este modo de convivencia idiorritmia, del griego idios (propio) y rythmos (ritmo). «Fantasmáticamente hablando –afirma– no hay nada contradictorio entre querer vivir solo y querer vivir juntos». En las comunidades idiorrítmicas, «cada sujeto vive según su propio ritmo» sin dejar de estar «en contacto unos con otros en el seno de un tipo particular de estructura».
Aunque en opinión de Barthes este estilo de vida no reglamentado sería exactamente lo contrario de «la inhumanidad fundamental del falansterio de Fourier con su cronometraje de cada cuarto de hora», su visión es igualmente utópica. Pero mientras que Fourier proponía un plan para una comunidad organizada y cerrada, Barthes no esbozaba tanto un modelo, sino que intentaba definir una zona entre dos formas extremas de vida: «una forma excesivamente negativa: la soledad, el eremitismo» y «una forma excesivamente asimiladora: el convento o el monasterio». La idiorritmia es, pues, «una forma intermedia, utópica, edénica, idílica»: la «utopía de un socialismo de la distancia». En esta vía intermedia entre vivir solo y con los demás la interacción entre los individuos es tan ligera y sutil que permite a cada uno escapar al dictado de la heterorritmia, bajo cuyo régimen uno debe someterse al poder y ajustarse a un ritmo ajeno impuesto desde fuera.
La utopía en actos
La utopía en actos La utopía de Fourier: del sueño a la práctica
Con siete años, Fourier hizo el juramento que Aníbal hizo con nueve contra Roma: juró odio eterno al comercio.
La fantasía de Barthes resulta francamente pertinente para abordar las visiones ecosocialistas actuales. La aporía que identifica entre soledad y socialidad, entre autonomía y coordinación, tiene paralelismos con los conflictos que animan la actual discusión en curso entre los partidarios del decrecimiento y los defensores de un Green New Deal o de alguna de sus propuestas de sus equivalentes. Impulsado por la intensificación de la crisis ecológica, el desbarajuste imperante en el pensamiento dominante y el auge del movimiento climático, el debate se ha convertido en uno de los más animados de la escena intelectual de izquierda.
Uno de los principales puntos de desacuerdo se refiere al problema de la tecnología y la escala. En opinión de «ecomodernos» como Matthew Huber, autor de Climate Change as Class War (2022), para ecologizar nuestras sociedades y abolir la pobreza global se requiere «un esfuerzo social masivo de inversión pública y planificación» que propicie la aceleración del progreso técnico: «resolver el cambio climático requiere un desarrollo masivo de las fuerzas productivas». Como escribió Huber en Sidecar/El Salto el año pasado, «resolver el cambio climático requiere nuevas relaciones sociales de producción que desarrollen las fuerzas productivas hacia la producción limpia». En esta perspectiva marxista tradicional, la planificación socialista –las nuevas relaciones sociales de producción– nos permitiría desplegar soluciones tecnológicas actualmente encorsetadas por la persecución capitalista de beneficios.
El filósofo japonés Kōhei Saitō, por el contrario, tiene una visión menos optimista del potencial ecosocialista del avance tecnológico. De acuerdo con su lectura de Marx, expuesta en Marx in the Anthropocene (2023), las fuerzas productivas que heredarían los ecosocialistas son las «fuerzas productivas del capital»: su contenido tecnológico es indisociable de las relaciones de producción capitalistas. Más preocupante aún, en la interpretación de Saitō, resulta la dominación del capital sobre el trabajo, que no es solo una cuestión de propiedad, sino que deriva de la creciente socialización de la producción: «el capital organiza la cooperación en el proceso de trabajo de tal manera que los trabajadores individuales ya no pueden llevar a cabo sus tareas solos y de forma autónoma, sino que están subyugados al mando del capital». Saitō concluye que las «fuerzas productivas del capital no pueden ser transferidas adecuadamente al poscapitalismo, porque son creadas con el fin de subyugar y controlar a los trabajadores». La tecnología capitalista «elimina las posibilidades de imaginar un estilo de vida completamente diferente». De acuerdo con su visión del decrecimiento, «la abolición del régimen despótico del capital puede incluso requerir la reducción de la escala de producción».
Tanto Huber como Saitō exponen argumentos sólidos y perspicaces sobre la transición ecológica al socialismo, aunque sus posturas marcan en muchos aspectos polos opuestos en el espectro de la teorización de izquierda sobre la crisis climática. Cada punto de vista tiene sus limitaciones. Mientras que la primera implica un temerario acto de fe en la sabiduría y agilidad de un futuro liderazgo socialista para hacer frente al legado tecnológico capitalista, la segunda pasa por alto el hecho de que el abandono de «las fuerzas productivas del capital» y la reducción de la producción darían lugar a una desespecialización de la actividad productiva, lo que conduciría a una drástica reducción de la productividad del trabajo y, en última instancia, a un desplome del nivel de vida. Si el precio potencial del abrazo ecomoderno del desarrollo tecnológico es la alienación humana y la cosificación tecno-capitalista, el coste probable del rechazo del mismo por parte del decrecimiento es la austeridad y el empobrecimiento.
Así, al igual que para Barthes el problema de la idiorritmia radicaba en «la tensión existente entre el poder y la marginalidad», entre la regulación excesiva y el aislamiento excesivo, la tarea estratégica de los ecosocialistas es definir un espacio equidistante de los excesos prometeicos de la ecomodernidad y los excesos ascéticos del comunismo partidario del decrecimiento, aunque la tensión no pueda resolverse finalmente. Fantasmáticamente hablando, como diría Barthes, no hay nada contradictorio en querer disfrutar de las riquezas de una sociedad tecnológicamente avanzada y querer desarrollarse en armonía con la naturaleza. En lugar de elegir entre la aceleración y la reducción de escala, el ecosocialismo debería intentar encontrar un equilibrio entre estas alternativas. La cosificación de las fuerzas productivas heredadas del capital y cierto grado de alienación en el proceso de trabajo sólo deberían tolerarse en la medida en que se pongan al servicio de fines democráticamente legítimos mediante la planificación concebida con el fin de estabilizar el clima y satisfacer las necesidades humanas.
Una vez aceptada esta línea media como cuestión de principio, comienza el trabajo verdaderamente duro para los ecosocialistas. El estudioso del decrecimiento Jason Hickel propuso recientemente una definición amplia de los objetivos de la transformación ecosocialista (y antiimperialista):
Debemos lograr el control democrático sobre el sistema financiero, la producción y la innovación, así como organizarlo en torno a objetivos tanto sociales como ecológicos, lo cual requiere asegurar y mejorar las formas de producción social y ecológicamente necesarias, reduciendo al mismo tiempo la producción destructiva y menos necesaria.
La formulación de Hickel parece incontestable, pero definir nuestros objetivos sociales y ecológicos, así como decidir qué formas de producción son necesarias y cuáles destructivas, implica un cambio revolucionario. Como observó el pionero de la economía ecológica Karl William Kapp en 1974:
La formulación de políticas medioambientales, la evaluación de los objetivos medioambientales y el establecimiento de prioridades requieren un cálculo económico sustantivo en términos de valores de uso social (evaluados políticamente) para los que el cálculo formal efectuado en términos de valores de cambio monetario no proporciona una medida real y ello no sólo en las sociedades socialistas, sino también en las economías capitalistas. De ahí el aspecto «revolucionario» de la cuestión medioambiental como problema teórico y práctico.
Barthes no desarrolló plenamente las implicaciones políticas de sus ideas, pero en su opinión eran de gran importancia. Como explica al principio de la conferencia, la fuerza del deseo –la figura de la fantasía– está en el origen de la cultura. Sin embargo, en la búsqueda de un equilibrio emancipador entre cooperación y autonomía –entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la transformación de las relaciones sociales– la especulación abstracta será menos importante que prestar mucha atención a nuestra situación histórica y a las instituciones del mundo real. El poder de la fantasía es tan fuerte como las visiones concretas que produce.