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Brasil transformado

Lula está de vuelta, pero el Brasil que presidirá es muy diferente del que dejó a su sucesora Dilma Rousseff en 2010.
Lula en campaña. Foto: Ricardo Stuckert - Midia Ninja
Lula en campaña. Foto: Ricardo Stuckert - Midia Ninja
16 nov 2022 06:06

La elección más reñida de la historia de Brasil concluyó el 30 de octubre con la victoria de Luiz Inácio Lula da Silva tras derrotar a Jair Bolsonaro. Quienes acudieron a las urnas sabían que no se trataba de una votación cualquiera. Bolsonaro había hecho todo lo posible para manipular el proceso democrático y amenazó con impugnar cualquier resultado que no fuera de su agrado. Pero Lula, el líder del Partido de los Trabajadores (PT), de 77 años, hizo buen uso de la enorme popularidad que había acumulado durante los años en que había ocupado el poder y superó por un escaso margen a su adversario obteniendo el 50,9 por 100 de los votos frente al 49,1 por 100 cosechado por Bolsonaro. Así, recuperó parte del terreno que el PT había perdido en las elecciones de 2018 y aumentó la cuota de escaños de la izquierda en un parlamento dominado por la derecha. El resultado fue inédito: nunca antes un presidente brasileño había sido elegido para un tercer mandato, ni el presidente en el poder había sido derrotado desde que se introdujo la posibilidad de su reelección.

Hace apenas tres años la opinión predominante era que Lula estaba políticamente acabado y posiblemente destinado a pasar el resto de su vida entre rejas tras haber sido condenado por cargos de corrupción. Ahora está de vuelta, pero el Brasil que presidirá es muy diferente del que dejó a su sucesora Dilma Rousseff en 2010. La reñida carrera electoral desmintió la convicción, sostenida por muchos en la izquierda, de que éste seguía siendo esencialmente el mismo país que había elegido al PT en cuatro ocasiones. Una vez que acceda al Palacio da Alvorada el próximo mes de enero, Lula deberá enfrentarse a una economía renqueante tanto en el ámbito doméstico como a escala mundial, al legado de seis años de aguda disfunción institucional, a un Congreso dividido y a una extrema derecha poderosa. Mientras que en su primer gobierno Lula se benefició del boom del precio de las materias primas registrado a principios del milenio, no parece que haya tal ganancia en el horizonte e incluso si lo hubiera, la perspectiva de un proceso de cambio climático desenfrenado limita el alcance de su eventual explotación. Dadas estas limitaciones, su margen de maniobra para aumentar el gasto social o ampliar los derechos de los grupos marginados será aún más estrecho de lo que lo fue en 2003.

Bolsonaro, al igual que Trump, siempre se preocupó más por mantener a sus seguidores comprometidos y movilizados que por el trabajo cotidiano de gobernar

Para entender estos cambios, no basta con señalar la extensa red de influencers en línea, de canales de YouTube, de grupos de WhatsApp y de Telegram, de canales de televisión, de emisoras de radio y de iglesias evangélicas, que cristalizaron en torno a Bolsonaro en 2018. También es necesario examinar las dinámicas de más largo plazo desencadenadas por los gobiernos del PT durante las décadas de 2000 y 2010, además de las que afloraron durante los años posteriores. Tales dinámicas desempeñaron sus papel en las principales cuatro fuerzas motrices de la última campaña electoral: la impresionante demostración de fuerza de Bolsonaro, la degradación de las instituciones democráticas de Brasil, el ascenso del sector extractivo como fuerza política y social, y la amplia coalición que el PT ha reunido. Este ensayo analizará cada una de estas fuerzas consecutivamente.

I

En 2018 Bolsonaro podía presumir de ser el candidato de la esperanza y el cambio. En 2022 cargaba con el peso de un historial presidencial desastroso: constante agitación política, aumento del coste de la vida, corrupción flagrante, mala gestión de la pandemia de la Covid-19. Se esperaba que estos problemas alejarían a una parte considerable de los votantes, que habían contribuido a su victoria hace cuatro años. De hecho, cuando se anunciaron los resultados, quedó claro que el destino de Bolsonaro estaba sellado por la fracción del electorado que había cambiado su lealtad a Lula en Río de Janeiro, São Paulo y Minas Gerais. Esta tendencia no fue, sin embargo, ni de lejos tan fuerte como las encuestas habían predicho; en lugar de perder la mayoría del voto vacilante, Bolsonaro pareció haber atraído a gran parte de él a su núcleo más fiel, que emergió del ciclo electoral dotado de mayor tamaño y más cohesionado. Esto tiene sentido, dado que Bolsonaro, al igual que Trump, siempre se preocupó más por mantener a sus seguidores comprometidos y movilizados que por el trabajo cotidiano de gobernar. Si bien esta estrategia le hizo perder muchos partidarios centristas, también consolidó el bloque bolsonarista.

La coalición de Bolsonaro se mantiene unida en gran medida gracias a la impresionante infraestructura comunicativa de la extrema derecha. Sin embargo, sus orígenes se remontan a la crisis económica que estalló en el último periodo del primer mandato de Rousseff y que desencadenó la finalización anticipada de su segundo mandato, así como a las diversas reformas de las pensiones, el mercado laboral y el gasto social que siguieron. Entre quienes salieron de la pobreza durante los años de bonanza, alcanzar un nivel de vida de clase media (a menudo financiado con deuda) se convirtió en una importante fuente de autoestima. La desaceleración iniciada en 2015 socavó el proyecto de «inclusión mediante el consumo» auspiciado por el PT, provocando el descontento con el partido, que se vio agravado por sucesivos escándalos de corrupción. A partir de ese momento, una larga tradición de «neoliberalismo desde abajo» se combinó con la propaganda libertarista propugnada «desde arriba» para producir un nuevo paisaje ideológico. A medida que el número de personas que trabajan mediante apps en Brasil se disparaba (un aumento del 979,8 por 100 desde 2016), el subempleo, la desregulación y la creciente coerción económica se replantearon como signos de libertad personal, capacidad emprendedora y sana competencia de mercado, lo que permitió a sectores del electorado recuperar parcialmente la autoestima que se había perdido bajo el PT. Al mismo tiempo, una renovada inversión en prejuicios de género, raza, religión y clase, que la derecha presentó como una defensa de los valores familiares republicanos y cristianos, proporcionó una compensación psicológica para la incertidumbre económica y la reducción de las expectativas. A medida que ganaba fuerza la nueva narrativa de la crisis, que combinaba ultraliberalismo y paranoia anticomunista, muchas personas que se habían beneficiado de las políticas sociales del PT llegaron a considerar su progreso social como un logro individual y a culpar a esas mismas políticas, así como a los grupos y minorías a los que estas ayudaban, de sus tribulaciones actuales.

Después de cuatro años de bolsonarismo, Brasil es ahora un país más brutal y desigual, lo cual no ha dañado necesariamente, sin embargo, la posición política de Bolsonaro

Este afecto de resentimiento entre la clase media baja convergió con otro que se había estado gestando desde el primer mandato de Lula entre una clase media alta atrapada entre los ricos, que se estaban haciendo más ricos, y los pobres, que se estaban haciendo menos pobres (y amenazaban así sus marcadores de distinción de clase). En la campaña de Bolsonaro de 2018, estos dos estratos unieron fuerzas con una clase capitalista que vio en la caída del PT una oportunidad para impulsar un aluvión de reformas (incluyendo un tope permanente al gasto público) y en Bolsonaro la oportunidad para garantizarse al menos cuatro años de depredación sin trabas.

Después de cuatro años durante los que sucedió exactamente esto, Brasil es ahora un país más brutal y desigual, lo cual no ha dañado necesariamente, sin embargo, la posición política de Bolsonaro. Por el contrario, para muchos de sus adeptos, el atractivo del bolsonarismo es lo que podría denominarse un estado de naturaleza diferencialmente distribuido: una situación en la que el Estado ya no desempeña ningún papel en la mitigación de las relaciones de poder existentes y cada persona es libre de ejercer su autoridad en cualquier ámbito en el que la despliegue, aunque sea sólo sobre su mujer y sus hijos o sobre los grupos minoritarios oprimidos. Incluso para los que se encuentran en las periferias, la idea de que el Estado se mantenga al margen y se niegue a intervenir puede sonar más liberadora que amenazadora. Hay en juego una forma perversa de igualitarismo: la sensación de que, si uno está sometido a condiciones de vida y de trabajo cada vez más despiadadas, éstas deberían imponerse al menos a todo el mundo, excepto, por supuesto, a los ganadores a cuyas filas uno aspira a unirse y en cuya libertad sin restricciones uno espera participar. De ahí el paradójico estatus de Bolsonaro como símbolo tanto de disciplina como de permisividad: representa una forma de darwinismo social en la que competir es operar al límite de la moral y la ley, y ganar es dejar de estar sujeto a las mismas reglas que los demás.

II

Sin embargo, los resultados del 30 de octubre no fueron un mero reflejo de estas tendencias político-históricas. Sería darle demasiado crédito a Bolsonaro ignorar los efectos de su extraordinario uso del aparato estatal para apoyar su campaña electoral. Esta es la segunda fuerza motriz fundamental de la contienda: aunque la derrota del antiguo capitán del ejército brasileño salvó a Brasil de seguir un camino similar al seguido por la Hungría de Orbán, el proceso electoral puso de manifiesto la gran erosión de la institucionalidad brasileña que se ha producido durante los últimos años.

Elecciones
Elecciones Brasil Lula gana a Bolsonaro en un escenario de difícil gobernabilidad
Brasil ha conseguido arrinconar al fascismo en la presidencia por los pelos, como ya sucedería en la primera vuelta, cuando el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula consiguió el 48,4% de los votos, mientras que el Partido Liberal (PL) del actual presidente cosechó un 43,2%.


Aunque Bolsonaro prometió una «nueva política», su mandato radicalizó de hecho algunas de las prácticas más turbias de la notoriamente codiciosa clase política brasileña. Amenazado por las investigaciones penales que le rodean a él y a sus hijos, y temiendo un juicio político [impeachment] por su irresponsable respuesta a la pandemia, el presidente se ganó el favor del Congreso instituyendo un «presupuesto secreto», que desde 2020 ha entregado a los diputados y senadores simpatizantes 46,2 millardos de reales, equivalente aproximadamente a 8 millardos de euros, para que los utilicen al margen de supervisión democrática alguna. (En comparación, la investigación del caso Lava Jato pretendía recuperar 6.280 millardos de reales, equivalentes a 1,14 millardos de euros, malversados durante los gobiernos del PT). Este sistema, que aumenta enormemente las oportunidades de corrupción, ayudó a asegurar la lealtad del Congreso, permitiendo que Bolsonaro aprobara un asombroso número de medidas clientelares antes de la campaña presidencial. Entre ellas se contaban la ampliación de los programas de transferencias monetarias, la apertura de líneas de crédito para los beneficiarios de esos programas, beneficios para los camioneros y taxistas (dos bastiones del bolsonarismo) y recortes fiscales para reducir el precio de los combustibles, todo lo cual produjo un repunte temporal de la situación económica, otorgando credibilidad a las afirmaciones de Bolsonaro de que Brasil estaba funcionando mejor que otros países tras la pandemia. Aunque Lula mantuvo su liderazgo entre el sector más pobre del electorado, estas reformas probablemente ayudaron a fortalecer en parte el apoyo que Bolsonaro habría perdido de otro modo como resultado del aumento del coste de la vida. Además, y ello es de suma importancia, estas medidas crearon un déficit fiscal estimado en al menos 150 millardos de reales (27 millardos de euros), que seguramente limitará el programa del presidente entrante.

Uno de cada tres votantes, predominantemente mujeres y partidarios de Lula, citó la violencia política como una de sus preocupaciones

Además de esta operación de compra de votos, Bolsonaro ha lanzado repetidamente críticas al proceso electoral y ha sugerido que se negaría a reconocer una victoria de Lula. Cortejó abiertamente al aparato de seguridad, nombró a más de seis mil miembros de las fuerzas armadas en puestos de gobierno e insinuó la posibilidad de un golpe de Estado de la derecha. Aunque ello nunca se materializó, las acciones de la Policía Federal de Carreteras consistentes, por ejemplo, en la interrupción del tráfico en los bastiones de Lula durante el día de las elecciones, demostraron que no era una amenaza totalmente huera. En medio de la campaña, incluso la lucha contra la disfunción institucional comenzó a adoptar una forma disfuncional. Cuando el Tribunal Electoral intervino para controlar la difusión de la desinformación llevada a cabo por la derecha, lo hizo de forma legalmente cuestionable, alimentando así las afirmaciones de los bolsonaristas de que estaban siendo injustamente atacados por la maquinaria estatal.

Todo ello elevó la temperatura de las elecciones y envenenó el ambiente político. Uno de cada tres votantes, predominantemente mujeres y partidarios de Lula, citó la violencia política como una de sus preocupaciones. Las tensiones llegaron a su punto álgido durante la semana previa a la segunda vuelta en la que se produjeron dos grandes incidentes protagonizados por aliados de Bolsonaro. En el primero de ellos, el exdiputado caído en desgracia Roberto Jefferson protagonizó un enfrentamiento armado con la Policía Federal, que intentó detenerlo después de que rompiera las condiciones de su arresto domiciliario al llamar «puta consumida» a una jueza del Tribunal Supremo. Poco después, la diputada federal Carla Zambelli apuntó con una pistola a un negro con el que tuvo un altercado en las calles de São Paulo.

El presidente en funciones esperaba claramente que estas tropas de choque protegieran su posición. Tras las elecciones, guardó silencio durante cuarenta y cuatro horas, consultando con varios aliados y esperando a ver si las barricadas que sus partidarios habían levantado se convertían en un movimiento de suficiente envergadura como para que pudiera impugnar los resultados. Cuando esto no ocurrió, pronunció un reticente discurso de dos minutos en el que no dijo nada sobre su oponente, celebró la «emergencia real» de la derecha durante su gobierno, hizo algunas declaraciones vagas para mantener vivas las esperanzas entre sus bases y dejó que su jefe de gabinete anunciara que el proceso de transición había comenzado.

III

La tercera gran fuerza motriz de estas elecciones atañe a la configuración del mapa electoral y la afirmación de las áreas rurales brasileñas como fuerza social y política. Bolsonaro ganó, a menudo por amplios márgenes, en el Sur, el Medio Oeste y partes del Norte del país: se trata de las tierras del corazón del agronegocio donde la frontera extractiva se está expandiendo, perímetro que coincide con la expansión de la deforestación durante su mandato. (Sólo en la Amazonia, aumentó el 73 por 100 en los últimos cuatro años, mientras que con Lula había disminuido el 67 por 100). Por supuesto, los gobiernos del PT estaban lejos de ser enemigos de la industria extractiva; al contrario, su apuesta por el boom de las materias primas aceleró la reprimarización de la economía brasileña que había comenzado en la década de 1990. Más allá de hablar de «valores compartidos», lo que explica la preferencia de Bolsonaro por el sector del agronegocio era la perspectiva de una acumulación sin trabas ni contrapesos, ya sean estos el reconocimiento de los títulos indígenas, las regulaciones ambientales o las políticas distributivas. Aunque la mayor parte de la riqueza producida recientemente en los bastiones del agronegocio haya ido a parar a los bolsillos de un pequeño número de familias, el triunfo de Bolsonaro en estas regiones demuestra que acciones como el desmantelamiento de los organismos estatales y el fomento de la minería y la tala ilegales han transmitido con éxito un mensaje en pro de quien tiene ambiciones: que su gobierno respalda al aventurero fronterizo y defiende la libre empresa por todos los medios.

La composición del gabinete de Lula seguramente reflejará esta heterogeneidad política, así como la necesidad de sellar alianzas con un parlamento de derecha, pero ideológicamente diverso

Durante el segundo mandato de Lula China se convirtió en el principal socio comercial de Brasil, estableciendo firmemente el sector extractivo en el escenario mundial, pero no fue hasta que el sector abandonó a Rousseff en 2015, cuando pareció que había alcanzado la mayoría de edad política: en ese momento ya no se contentó con defender sus intereses económicos inmediatos, sino que trató de imponer su agenda al conjunto del país. Con Bolsonaro, finalmente, el sector extractivo pareció darse cuenta de que una u otra forma de capitalismo supervisor –esto es, una situación en la que el interés en garantizar la máxima depredación lleva al capital a alcanzar acuerdos directos de reparto del poder con las fuerzas de seguridad convertidas a su vez en agentes económicos y políticos independientes– sería la más compatible con su florecimiento sin límites.

La tendencia histórica más amplia en este caso puede ser la inversión de la dominación política del campo por parte de las grandes ciudades (y de los sectores industrial y de servicios) iniciada por Getúlio Vargas en la década de 1930. Esta inversión es una consecuencia directa de la fórmula de gobierno escogida por el PT durante su primera etapa en el poder consistente en conciliar el crecimiento económico con la distribución de la riqueza optando para ello por la línea de menor resistencia y, en consecuencia, utilizando la bonanza proporcionada por el boom de los precios de las materias primas para luchar contra la pobreza sin intentar acometer reformas estructurales en áreas cruciales como la propiedad de la tierra y la fiscalidad. La influencia que este planteamiento ha otorgado a las industrias extractivas es tal que, como señaló recientemente un analista, se ha hecho imposible gobernar sin el «Mega-Medio Oeste». Si bien esto es indudablemente cierto en el corto y medio plazo, la pregunta para cualquier proyecto político preocupado por la igualdad económica y política es si es posible gobernar con este sector en el largo plazo o si seguir alimentándolo conducirá inevitablemente a algo aún peor de lo que ha ocurrido desde 2016.

IV

La cuarta y última fuerza motriz fundamental de estas elecciones ha sido que el PT ha logrado materializar finalmente el frente amplio democrático, cuya construcción intentó en 2018 y que ahora ha incorporado a importantes figuras de la derecha y del centro derecha, que han decidido que ya no podían concederle a Bolsonaro el beneficio de la duda. La composición del gabinete de Lula seguramente reflejará esta heterogeneidad política, así como la necesidad de sellar alianzas con un parlamento de derecha, pero ideológicamente diverso. Lula ya ha afirmado que éste no será un gobierno sólo del PT. Sin embargo, la verdadera cuestión es si el PT intentará imponer su liderazgo sobre la coalición de gobierno o si simplemente tratará de mantener un equilibrio, que está destinado a ser muy inestable.

Durante los próximos cuatro años, el PT se enfrentará de nuevo a la presión de acometer la mitigación de la pobreza sin efectuar reformas estructurales, pero esta vez sin los ingresos derivados del boom de los precios de las materias primas. Al unirse a las filas de los líderes más jóvenes de la denominada «nueva ola progresista» de América Latina, el reto para Lula, al igual que para ellos, será aprender de las lecciones de la anterior. De entre ellas, tal vez la más importante sea que, a falta de una improbable situación revolucionaria, la cuestión nunca es hacer o no hacer concesiones, sino si, incluso cuando se hacen concesiones, se está trabajando para lograr una transformación a largo plazo del equilibrio de fuerzas. Si no es así y no existe una dirección obvia de viaje o se carece de un programa estratégico, entonces la línea entre la concesión y la capitulación desaparece y es probable que estas fuerzas progresistas tengan que hacer cada vez más concesiones. Dada la doble amenaza del cambio climático y de una extrema derecha floreciente, la decisión de trabajar dentro de las limitaciones existentes, sin esforzarse por cambiarlas, acabará inevitablemente en el desastre.

Las condiciones para una presidencia de Lula nunca han sido tan desfavorables como ahora, pero la coyuntura también le presenta una gran oportunidad: sacar a Brasil de su autoimpuesto aislamiento internacional y posicionar al país como líder mundial en la lucha por un Green New Real justo, ecológicamente realista y socialmente transformador. Si esta estrategia tiene éxito, podría contribuir a ampliar su margen de maniobra en el ámbito nacional. Utilizando una metáfora futbolística, que sin duda aprobaría el presidente electo, pasar a la ofensiva puede ser la mejor forma de defensa. Queda por ver si Lula, el político con más talento de su generación, estará a la altura de ese desafío.

Sidecar
Artículo original: Brazil Transformed, publicado en Sidecar y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Roberto Schwarz, «Neoatraso en el Brasil de Bolsonaro», NLR 123.
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