Ríos de Extremadura
Los ríos de Extremadura V: ¡ah del futuro! Nadie responde… (algunos sí, y escriben)

Última entrega de la serie del escritor jarandillano dedicada a los ríos extremeños. 

Nature writing ríos extremadura
Escritor de Jarandilla de la Vera
6 jul 2020 18:50

Hay quien puede pensar, tras leer esta serie de artículos, que soy un comedor de margaritas, un andarríos místico, un naturalista plasta al que solo le apasiona hablar de halcones y quercus, graellsias y cicutas; un thoreausiano fanático de los ríos, un homosapiens renegado que aborrece el progreso de los suyos, el capitalismo neoliberal, la destrucción minuciosa del planeta. Pero la verdad es que me repelen los redivinizadores de la naturaleza que abrazan a los árboles y rezan a Gaia buscando curaciones, o los que se apuntan al tópico “fuga mundi” oponiendo pureza campestre a contaminación urbanícola o los que sufren de solastalgia, el lamento de la pérdida de un pasado natural idílico y vacío de humanidad que solo existió en su magín calenturiento o los igno-ecologistas que gradúan su amor y defensa de la naturaleza en función de la cercanía antropocéntica hacia el bicho, defendiendo el lince e ignorando al nematodo, adorando al peluchable cervatillo y desconociendo el valor de la lombriz o el coleóptero que despachurra su bota. Esos que ven en un cultivo de pinos de Monterrey o chopos a un bosque, o el dominguero con derecho a ensuciar las periferias, o el turista elitista que busca experiencias exclusivas en lugares prístinos, pero libres de mosquitos, mugre y pobres.

Pero disculpo a todos los citados o aludidos, sus defectos, costumbres e integrismos. Mis enemigos son otros, solo los que destruyen y arrasan por dinero y sin mala conciencia, los que consideran que el progreso pasa por aniquilar por entero la vida que hay en el agua si con eso sacan un beneficio personal, los que solo ven en el campo, el paisaje, el río, el bosque o la montaña un estorbo, un montón de materia prima, agua gratis, una propiedad expoliable y cercable. Y también, los que no saben que dentro de su barriga vive feliz un nematodo parásito, en su entrepierna mil ácaros, en sus uñas un hongo maravilloso. Pero me dicen que soy muy pesimista y funebrista, pero es que no entiendo la ecología sin considerar la lucha de clases, el neoliberalismo o las enormes injusticias sociales globales que están detrás del Cambio Climático. Así que para contradecir esta tendencia, “natural” en mí, voy a citar aquí la retahíla de amigos y amigas que me contaron que “sí se puede” con libros viejos y muy nuevos que, además de ser textos militantes y comprometidos, son textos literarios que emocionan y conmueven. 

Gracias a Rachel Carson zumban por ahí los abejorros, los saltamontes, las chicharras. Vuelan los halcones, los azores, los milanos

No es la primera escritora “bichera” que leí, pero sí la primera que me viene a la cabeza cuando veo en algún lugar la etiquetita nature writing y no la nombran: la enorme Rachel Carson. Gracias a ella hay pájaros y abejas, lo que equivale a decir que gracias a la Carson seguimos existiendo los humanos. Murió a los 56 años, de cáncer, antes de ver cómo su libro cambiaba la legislación y la conciencia pública sobre el tema de los pesticidas y sus consecuencias en la cadena trófica. Sin ella tal vez fuera ya una realidad el terrorífico título de su obra más famosa: primavera silenciosa, Silent spring. Publicada en el hoy lejano 1962. Denunciaba con datos y argumentos el masivo envenenamiento que la industria de los pesticidas estaba haciendo con el DDT y sus derivados, y que acabaría con las aves de gran parte de América y del mundo en pocos años. La administración americana y la gran industria química quisieron destruirla, vilipendiarla, desprestigiarla, hasta la acusaron de comunista. Pero su lucha, su obra, su libro, su presencia cambió el mundo, venció gran parte de esta amenaza y contribuyó a la conciencia ecológica global que tenemos hoy. Gracias a Rachel Carson zumban por ahí los abejorros, los saltamontes, las chicharras. Vuelan los halcones, los azores, los milanos. 

Y esa cuerda de violín que hace sonar Carson vibra y se afina gracias a los viejos libros que leyó de Susan Fenimore Cooper, Henry David Thoreau, Margaret Fuller y, algo más tarde, en el cuaderno que escribe en las montañas John Muir. Una cancioncilla llena de cascadas, águilas, bosques infinitos, lagos, osos, salmones y soledad que les sirven para vendernos la letra de una canción que tiene palabras como: armonía, sostenibilidad, belleza, quietud, verdad y felicidad. Palabras solo posibles fuera de las ciudades, en las fronteras cercanas a la naturaleza, llevando una vida de mínimo consumo y de máxima autosuficiencia. No inventando una cómoda micro sociedad a lo Robinsón Crusoe, ni construyendo un adosado con piscina, sino recuperando el oficio medieval de ermitaño laico, lúcido asceta, pionero resistente a la dura intemperie y, sin embargo, sensible, atento, cuidadoso con… lo que aquí llamamos: campo. Imposible olvidar tampoco a Vladimir K. Arseniev, que vagó por Siberia a principios del siglo XX. A este capitán del Ejército ruso, geógrafo y explorador le debemos Dersu Uzala, en las montañas de la Sijoté-Alín.  Un libro publicado en los años veinte que es uno de los más preciosos cantos a la vida salvaje y a los hombres que vivieron y entendieron, sin destruirlas, aquellas intemperies hoy llenas de minas, pozos de petróleo y deforestación.

Ríos Extremadura agua baja

Más tarde los nature writing de la segunda mitad del siglo XX, sobre todo a partir de los años setenta, seguirán ese mismo camino, aunque el pretexto para huir de las ciudades será al principio ¿laboral? Les moverá la necesidad y el deseo de trabajar en otra cosa, vivir de otra forma y habitar otro lugar más “tranquilo”, rechazando ese american way of life consumista y complaciente de después de la II Guerra Mundial, pero también el gregarismo hippie​ y lúdico de una parte de la contracultura dominante o el nihilismo autodestructivo de los beat.

Hasta esta segunda década del siglo XXI, tras la certeza del Calentamiento Global, a partir de la crisis financiera del 2008, el descubrimiento de nuestra “España Vacía”

Tengo aquí delante los que he ido leyendo estos últimos años y se han ido amontonando juntos sin darme cuenta: Una temporada de Tikker Creek de Annie Dillard, El solitario en el desierto de Edward Abbey, Indian Creek de Pere Fromm, El Clamor de los bosques de Richard Powers, Los gansos de las nieves de Willian Fiennes, Mis años Grizzly de Doug Peacock, Un año en Sand County de Aldo Leopold, Leñador de Mike Wilson y La práctica de los salvaje de Gary Snyder. Estos libros fueron escritos hace diez, veinte o treinta años, pero se han traducido y publicado en España hace poco tiempo. Hasta esta segunda década del siglo XXI, tras la certeza del Calentamiento Global, a partir de la crisis financiera del 2008, el descubrimiento de nuestra “España Vacía” y la visible degradación del aire, el mar lleno de plásticos y micro plásticos o el tsunami del cemento en nuestras costas; hasta que no se ha visto las orejas al lobo de la basura, no ha habido un grupo significativo y creciente de ciudadanos lectores que buscasen, lejos de las simples consignas ecologistas, voces y textos que les ayudasen a articular y valorar su deseo o su sueño de una vida cotidiana y cómplice con la naturaleza, alejada de la competitividad urbana, explicada desde otro lugar y de otra forma. Una naturaleza que ya no eran los territorios prístinos e hiperprotegidos de los parques naturales, sino un paisaje natural cercano, no degradado, pero con la humanidad dentro. Una naturaleza en la que lo salvaje y lo humano no fueran, per se, antagónicos. Una “escritura de la naturaleza” alejada de magias o misticismos postizos, que tendría como tierra fértil para crecer el conocimiento científico y una parte de nuestra cultura, que había sido marginada por el desarrollismo, el crecimiento económico y la falsa idea de unos recursos planetarios infinitos.

He releído hace un rato a Pere Fromm. El chaval se pasa un crudo invierno a cuarenta bajo cero, metido en una tienda de campaña con estufa, sin tener ni idea de supervivencia, contratado para cuidar de una puesta de huevos de salmón que hay en un arroyo a sesenta kilómetros de cualquier lugar civilizado. A Doug Peacock, un boina verde que vuelve grillado de la guerra del Vietnam porque mató a muchos hombres como él, que ya no sentía como enemigos, y se propone ¿suicidarse? filmando peligrosos osos grizzly en los lugares más remotos de América y ganarse la vida vendiendo esos documentales. A Edward Abbey que haraganeó de guarda forestal en el Parque Natural de Los Arcos, al que va muy poca gente aún, porque estamos en los setenta. Como se aburre, por curiosidad o porque sí, sin mapa ni impermeable North Face, baja en una balsa de saldo el río Colorado más agreste y remoto. Abbey admiraba a Anne Dillard, que también releo ahora. Ella estuvo a punto de morir de una neumonía y entendió que vivir era otra cosa, así que se fue a un valle perdido de los Apalaches, se puso a mirar el horizonte, la vida salvaje, diminuta y grande, mariposas migratorias o ratas almizcleras o camisas de serpiente… Y desde Anne he llegado a Mary y desde su desierto al mío. Entonces nos lo cuentan. Lo escriben. Cuando lo hicieron, todos esos textos no los leía nadie. Eran unos “jipis” excéntricos sin ser hippies, unos marginados por voluntad, ni siquiera aspiraban a imitar a Thoreau, no iban de contemplativos ni de ermitaños, ni de aventureros, ni de chulitos-reza-flores. Trabajaban allí, en esas intemperies y ¡sí!, les gustó esa jodida soledad en medio de la nada más dura, y fue porque aborrecían los derroteros por los que iba acelerando su país: ya lo hemos dicho, pero lo repetimos, el turismo de masas, los grandes supermercados, las carreteras de cinco carriles, las bombas nucleares o una idea de progreso que les parece, ya entonces, lo peor. Todo eso que, en general, encantaba a los yanquis y, por imitación, deslumbraba al mundo entero en los años setenta del siglo XX. ¡Y ahora!

Ríos Extremadura cauce

Para ellos escribir formaba parte también de una forma de ser y de estar en el mundo y dentro de sus pellejos. Quienes acabarán leyendo sus textos no son el niño pijo de Hacia rutas salvajes o el urbanita de hoy que está a punto de comprarse un automóvil híbrido y separa su basura, ni el viajero de agencia de turismo aventura que se va a fotografiar las mariposas Morfo Azul de Costa Rica, los hastiados leones del cráter del  Ngorongoro, la cinematográfica bahía de Phang Nga o a pisar la nieve del campo base de Dingboche con vistas al Everest, sino tipos tan raros como ellos, sospechosos habituales, delincuentes potenciales, activistas de causas raras, comedores de hongos alucinógenos y tasajo barato, que antes de comprar esos libros, los robarán en algún mercadillo o fotocopiarán una copia de una copia que les ha pasado un amigo de un amigo de otro amigo de un colega.

Ellos me han hecho valorar a las plantas que nos dan de comer, los bosques que fabrican oxígeno, pero también admirar las asombrosas simbiosis que mantienen con otros seres vivos

Y ahora están aquí, reeditados, frescos, modernísimos, sin haber perdido ni una brizna de actualidad ni de su belleza. Vuelvo a mi precaria biblioteca. Me meto en el libro de Peter Matthiessen, le acompaño a un expedición a la Montaña de Cristal, en la meseta del Tibet en busca de la pantera nebulosa. Es inevitable escuchar en la voz de Peter los viejos libros de Jim Corbett o volver con ojos de niño a las novelas del Oeste que leí de Jack London, Vardis Fisher y James Oliver Curwood. Luego me he perdido un rato por el ártico de la mano erudita de Barry López oteando narvales y ballenas boreales. Y ya anocheciendo he navegado por todos los mares de mi historia cultural con Philip Hoare, porque hay un antes y un después de Hoare a la hora de disfrutar de un baño entre las olas y mirar el mar como un abismo de maravillas, pero también como el verdadero segundo hogar de algunos hombres y mujeres, esas que admiran a los grandes roncuales y sus leyendas; los que conocen bien la energía creativa, casi mágica, el asombro y la curiosidad que ha producido su inmensidad oceánica en casi toda nuestra mejor literatura y también en nuestra vida personal. Mi asombro y mi curiosidad infantil era de secano, así que me llevó a los hormigueros y al cielo, a observar durante horas a las hormigas y a los vencejos, los cernícalos que anidaban en el tejado de la casa de mis abuelos y los saltamontes de alas iridiscentes, que yo mismo cazaba en primavera. La especialización formativa nos obliga a elegir sin saber, desde muy jóvenes, estúpidos caminos con salida laboral. Pero luego, tarde o temprano, el niño que fuimos, que nunca hemos podido dejar de ser, vuelve al halcón y al abejorro. Para este regreso he tenido la inestimable ayuda del pequeño y grandioso libro de John Alec Baker, un tipo gris que fue nadie, que apenas se movió de su condado, que publicó poco más de doscientas páginas en su vida, pero que era uno de los mejores observadores de halcones del mundo y luego, con una prosa de una belleza literaria y precisión naturalista pasmosa, se convirtió en uno de los más grandes nature writing de Gran Bretaña. Y desde Baker llegué a los azores de Helen Macdonald y luego a las hormigas de Maeterlinck… Y más tarde, a chapotear de acuario en acuario acompañando a Jonathan Balcombe, mientras nos va demostrando con paciencia minuciosa que la popular creencia en la “memoria de pez” es una de tantas falsedades; que los peces son seres vivos con capacidad de aprendizaje, incluso pueden reconocer a las personas, tener carácter individual y demostrar de sobra eso que muchos creen que es exclusivo de los humanos y que se suele llamar: ¿inteligencia? También he acompañado esta tarde tan larga a Neil Shubin al pedregal helado donde descubrió al Tiktaalik, un pez fósil con extremidades de 375 millones de años de edad; el eslabón perdido entre las antiguas criaturas del mar y las primeras criaturas que empezaron a caminar en tierra. Olvidamos que una vez fuimos también peces y que, en un momento preciso y precioso de la historia del mundo, hace más de trescientos millones de años, siendo peces, comenzamos a ser otra cosa, a tener cuello, brazos y pulmones. Las espinas de los peces de hoy no son muy diferentes a mis propias costillas flotantes. A lo mejor de ahí viene mi instinto de remontar las corrientes, de nadar en contra, de ser feliz tocando el agua.

Miro a la derecha de los libros que he repasado antes y veo En un metro de bosque y, también, Las canciones de los árboles de Dasvid G. Haskell, La vida secreta de las plantas de Tompkins & Bird, El Mesías de las plantas de Carlos Magdalena y Lo que saben las plantas de Daniel Chamovitz. Una pequeña muestra de otra variedad de nature writing, a medias ensayo y a medias autoficción o “autoreality” escrito por científicos expertos en botánica. Ellos me han hecho valorar a las plantas que nos dan de comer, los bosques que fabrican oxígeno, pero también admirar las asombrosas simbiosis que mantienen con otros seres vivos. O los sofisticados sentidos que tienen las plantas para percibir el mundo cambiante que las rodea y obrar en consecuencia. Las plantas, junto a los océanos y los microorganismos del suelo, son las últimas fronteras de la ciencia. Un espacio, a pesar de lo mucho que creemos saber, aún desconocido y enorme, que apenas estamos comenzando a descifrar y comprender. Se habla del “internet de las plantas” para que los legos podamos hacernos una idea, siguiera aproximada y grosera, de las sofisticadas y ricas formas de comunicación que tienen entre ellas y la cantidad de información que intercambian. Durante el encierro echaba de menos los bosques de ribera llenos de sauces, alisos y fresnos; añoraba a los bosques adehesados de encinas y alcornoques, que evitan que el sur de España sea un páramo reseco y un desierto de hambre, a los grandes robles que forman los bosques de La Vera de Plasencia. Ellos, junto con los castaños, forman una esponja perfecta que mantienen la humedad del suelo y del aire. El clima fresco y húmedo del que disfrutamos allí tiene mucho que agradecer a estos árboles tan duros y viejos. 

Ahora la avispilla del castaño, un insecto de origen chino, azota los castañares gallegos y puede acabar matando a los árboles y extendiéndose por España. Quién sabe si no nos pasará como con la grafiosis de los olmos machadianos, la bacteria Xylella fastidiosa que comienza a matar olivos, cerezos, y almendros o el hongo de “la seca” de la encina que pudre sus raíces y está acabando con miles de árboles de nuestras dehesas. ¿Qué haremos sin dehesas?  La pobreza también es esto, que se mueran los árboles o que nadie los cuide o que nadie los cure.  Hay quienes piensan que para saber de ecología hay que hacer intrépidos viajes al Amazonas o a los últimos bosques boreales, estudiar los arrecifes de coral australiano, las selvas donde se esconden los últimos gorilas de montaña o los manantiales ácidos donde resisten las bacterias más raras y antiguas del mundo. Pero David George Haskell nos demuestra que no es así con una claridad, amenidad, belleza y precisión que se encuentra en bien pocos autores científicos. Él apenas escoge unos palmos de bosque, un cuadrado de un metro por un metro, su mándala y observa durante un año lo que ocurre allí mismo y en sus alrededores. Su ensayo fue finalista del Pulitzer en el año 2012. Y el inclasificable aventurero Carlos Magdalena me ha descubierto el mundo de los nenúfares y, entre ellos, a la Victoria amazónica, su hoja soporta hasta 40 kg de peso si está repartido. Por debajo de la hoja se ve el origen del milagro: una perfecta y dura trama de nervios como una pequeña catedral gótica vegetal. También tiene unos pinchos abundantes, duros y muy afilados para evitar a los comedores de hojas. Su flor huele a melocotón o albaricoque. Eso nos cuenta Carlos en su preciosa biografía de niño en fracaso escolar que pasa a ser uno de los botánicos aventureros más admirados de Ingraterra. El porte del nenúfar Victoria asombró a los jardineros del XIX y hubo competiciones a ver quién lograba hacerla florecer “en cautividad”.  La belleza, claro, es una forma de mirar que hay que educar, aprender, tocar y ejercitar, pero siempre desde la pasión y la curiosidad. La verdad es que gracias a los libros de todos estos nature writing en mis paseos no hay planta, diminuta o gigante, que no me maraville. 

En el caso de los peces no deberían estar ahí, pero están y ya será difícil que desaparezcan: lucio, bass, carpa, lucio-perca, siluro… no tienen “la culpa”

Además de los libros que hablan sobre todo de las plantas se amontonan en mi estantería un batiburrillo de libros de nature writing heterodoxos e inclasificables aún, que lo mismo te hablan de garrapatas y pulgas, moscas y mosquitos, que de almejas extrañas o de los peligros de las llamadas especies exóticas. Invasoras o no, eso se debería investigar en cada río, ecosistema y territorio, porque estamos rodeados de especies exóticas que no son invasoras como esa maceta que tienes en tu salón o el maíz que te alimenta. En el caso de los peces no deberían estar ahí, pero están y ya será difícil que desaparezcan: lucio, bass, carpa, lucio-perca, siluro… no tienen “la culpa”. Han ocupado enormes ecosistemas acuáticos que también son “exóticos” y ajenos a los ríos autóctonos, corrientes, no fragmentados y salvajes que una vez hubo en el país. Unos ecosistemas exóticos como los grandes embalses para los que no evolucionaron los peces que estaban antes. La mayoría son masas de agua con poco oxígeno, paradas, contaminadas, eutrofizadas. Puede que ahora las exóticas tengan un boom demográfico y unas décadas después desaparezcan o queden bien pocas. Lo cierto es que hay pocas investigaciones científicas que hayan estudiado el antes y el después de estas introducciones. Si hubiera investigaciones de largo plazo podríamos encontrarnos con la sorpresa de que lo que extinguió o hace vulnerables a las “nuestras” fue la contaminación química, los pesticidas, la escasez de agua por el abuso de trasvases y riegos, los cortes del flujo del agua motivado por las presas, los grandes embalses anóxicos.

Ríos Extremadura flores

La ecología no es la bandera ideológica de los “ecologistas”, sino la ciencia o el conjunto de ciencias que estudia e intentan comprender las sutiles interrelaciones entre todos los seres vivos y su entorno, incluyendo los llamados factores “abióticos” locales como el clima o la geología. En la ecología, más que en ninguna otra ciencia, se ha descubierto que se produce muchas veces el metafórico “efecto mariposa” (el vuelo de una mariposa en las antípocas provoca aquí un huracán). Es decir, un mínimo cambio, apenas visible, tal vez la introducción de una bacteria, el cambio de un grado de temperatura, un insecto nuevo, o su desaparición, provoca cambios muy grandes, a veces a largo plazo y a veces repentinos. Cambios que con mucha frecuencia no afectan al ser humano, pero otras sí, y de forma muy grave. La globalización, la intensificación del comercio mundial por tierra mar y aire, pero también la voluntad consciente o inconsciente de algunos ciudadanos, ha producido la proliferación de especies de plantas, insectos, peces, bacterias, aves y mamíferos en nuestro país que antes no existían. Eso puede parecernos curioso, asombroso o pintoresco, pocas veces entendemos el potencial catastrófico de esta “novedad” no solo para el equilibrio biológico de nuestros espacios naturales o urbanos, la economía agrícola y ganadera o la situación de nuestros ríos, sino para nuestra propia salud humana. Nos suenan, porque de cuando en cuando la televisión o la prensa publica alguna noticia, el mosquito tigre, el caracol manzana, el siluro del Danubio, el mejillón cebra, el moco de roca, la hormiga argentina, el alburno, la rana toro, la cotorra argentina, el plumero de la pampa o el avispón asiático o cierto coronavirus. 

Ahora, mientras escribo este último artículo, me doy cuenta de que he ido acumulando bastante libros nature writing de bichos Los peces y los ríos que los habitan importan a poca gente. Mucho menos importan los bichos que viven allí abajo, en el envés de las piedras y que tienen forma de diminutos marcianos. No vale para cambiar esta ignorancia ni miles de palabras, ni puñados de imágenes de ríos aniquilados, masas de peces muertos, agua convertida en veneno. Además los insectos nunca salen en esas imágenes de masacre. Los bichitos que habitan en las sombras, la diversidad que se arrastra, se entierra o nada agarrada a las rocas no producen empatía o compasión. Sólo los entomólogos y entomólogas nos rendimos deslumbrados ante tal maravilla, tantos pequeños detalles complicados, el barroco diseño que la naturaleza dibujó en seres tan extraños y tan bellos. Los bichos, tan pequeños, llevan millones de años habitando el mundo, sin ellos no habría peces, ni tampoco belleza, flores o palabras. Nadie los admira ni escribe poemas con sus raros nombres, nadie se acuerda de ellos cuando agoniza un río, pero lo son todo. Igual que las palabras, parecen casi nada, pero las miras de cerca, encima de la mano y te deslumbran. Pero en este descubrimiento me han ayudado Maria Sibylla, Lucy Say, Louisa A. Meredith Mary Peart, Georgiana E. Ormerod, Anna Comstock, Ida Laura Pfeiffer Mary Enrieta Kingsley, Eleanor Glanville, Anna Blackburne, Dorothea Lynde, Mary Ball, Eva W. Crane, Sofía Rostrup, Cora Clarke, Adele Marion, Julia P. Ballard, Berta Scharrer y Doris M. H. Blake... Por fin la ciencia y el arte saca de la penumbra y el olvido a tantas brillantes ilustradoras, entomólogas y científicas, ¡amigas “bicheras”!

La mística nature writing, que en los sesenta y setenta era cosa de marginales, predelincuentes y apestados, hoy es un apreciado barniz burgués, un “style” que cotiza tanto en las revista de decoración como en las de alta costura

Luego, para variar, se encuentra uno por las librerías al ¿soplapollas? de Sylvain Tesson y La vida simple. Un impostado diario que nos cuenta como un pijo, falso aventurero de tele, explorador de su ombligo, místico de revista de peluquería, se va unos meses a todo lujo a una confortable cabaña en el Lago Baikal a practicar el ermitañismo de pose bien provisto con seis carros del super de latas de conserva de qualité, dieciocho frascos de salsa de tomates Heinz, chismes eléctricos varios, cajas de puros, placas solares, teléfono por satélite y alcohol del bueno. Nos habla de sus existencialistas paseos sin rumbo, sus devaneos desolados, sus difíciles pescas en un agujero en el hielo, sus meditaciones de sofá borracho y de toda una sarta de previsibles y vomitivos plagios thoreausianos. Y como el tal Sylvain va habiendo muchos de estos escritores margaritos ocupando el precioso espacio de las mesas de novedades. La mística nature writing, que en los sesenta y setenta era cosa de marginales, predelincuentes y apestados, hoy es un apreciado barniz burgués, un “style” que cotiza tanto en las revista de decoración como en las de alta costura, una mandanga que “mocatrices” yankis, estrellas mediáticas sin escrúpulos, deportistas millonarios o influencers hastiados buscan en sus nevados retiros de invierno y sus asuetos de entretiempo en islas semidesiertas con frigo y servicio de limpieza de habitaciones. Sylvain se pasa meses fuera del “apestoso mundo consumista” que aborrece. “Durante seis meses, a cinco días de marcha del pueblo más cercano, perdido en una naturaleza desmesurada…”. Seis meses, dios, media vida, qué heroicidad tan sublime, que fuerza de voluntad, qué entereza, qué riesgo.

Ríos Extremadura Ramón baño

Me informo del pájaro y leo que “se dio la vuelta al mundo en bicicleta”, “ha recorrido a pie el Himalaya” y todas esas proezas que les gusta mucho hacer a los occidentales que se aburren, se ponen todas las vacunas, firman todos los seguros sanitarios y se llevan a un equipo de televisión para que documenten hasta los detalles más nimios de su viaje: dónde cagan, qué rarezas se ven obligados a comer, cómo se llama la culebra que les cruza por delante o el frío que hace tras su parka North Face último modelo. Intuyo que corre mucho más riesgo que él mi vecina jubilada y confinada, cuando sale por la mañana a comprar el pan al super de la esquina. Tesson ha ganado el Premio Médicis de ensayo, el Goncourt y el Premio de la Academia Francesa. Por mí como si gana el Gran Hermano Vips o Master Chef. La vida nunca es simple, ni en una cabaña en el lago Baikal, ni en Walden, ni en la planta quinta de una vivienda social del ensanche de Vallecas. Sylvain Tesson es solo un ejemplo. Algún primo hermano suyo ya ha asomado la patita en España. Solo hay algo peor que uno que se dice “aventurero” en el siglo XXI, uno que escribe un libro de su aventura tras haberse leído a Thoreau en la siesta. 

Así que olvidemos a Sylvain porque en las librerías tenemos por fin a geólogos, botánicos, biólogos de todos las especialidades, desde microbiólogos a limnólogos, de parasitólogos a paleontólogos, de ornitólogos a malacólogos, de filósofos a matemáticos escribiendo ensayos en la que nos cuentan con emoción y rigor, con amenidad y brillantez cómo funciona esa parte del mundo que ellos investigan, descubren, miran. Han sido capaces de dejar la jerga, de apartar las regresiones múltiples, las placas de Petri, los espectrofotómetros y los genosensores electroquímicos, la escritura estajanovista de “papers y más papers” para la industria de las publicaciones científicas que necesitan para sus promociones profesionales, y escribir “ensayos populares”, “divulgación científica”, textos en los que ellos y ellas también están, podemos reconocerlos, hacernos sus amigos, reírnos de la horrible camisa que usan y admirar su pasión por los bizcochos de fresa, considerarlos colegas y acompañarlos a conocer,  entender, pensar, descubrir, explicar el árbol enmarañado de la vida, las cuestiones más complicadas y difíciles de comunicar del mundo de las matemáticas, la virología, la cristalografía o los arrecifes de coral.

Aquí, en este país, hasta ahora, el nature writing no se ha estilado mucho. Teníamos los textos más o menos encontrables o descatalogados de Ciro Bayo, Ángel Cabrera, Miguel Delibes, Julio Llamazares, Félix Rodríguez de la Fuente...

Aquí, en este país, hasta ahora, el nature writing no se ha estilado mucho. Teníamos los textos más o menos encontrables o descatalogados de Ciro Bayo, Ángel Cabrera, Miguel Delibes, Julio Llamazares, Félix Rodríguez de la Fuente, Joaquín Araújo, José Antonio Valverde, Jesús Garzón, Eduardo Martínez de Pisón, José María Castroviejo o Josefina Castellví, pero hoy hay otros y otras que no me da tiempo a citar, que prefiero que descubras tú (daría para otro artículo) pero que son muy buenos, muy buenas escritoras. Aún forman una guerrilla literaria muy pequeña frente a la apisonadora de los otros temas de moda que ocupan las mesa de novedades de las librerías, pero al menos están, existen y escriben.  Y de entre todas brilla María Sánchez. Me alegro mucho de su éxito, que sea popular, que la lean personas que no son especialmente “camperas” o “bicheras”. Porque reconozco en ella a una hermana de campo, “la madre de la voz en el oído”, nombrando el enorme esfuerzo de generaciones y la refinada cultura que hay detrás de tantas cosas pequeñas e importantes: un higo, unas aceitunas, un alcornoque, un puñado de orégano, unas patatas, un pedazo de pan, el cariño de los tuyos, la historia de todas las que, teniendo voz, no fueron escuchadas, no salieron nunca como protagonistas verdaderas de nuestra historia rural, ni de las historias que quedan en los libros.  

Siento haber sido aquí tan rata de biblioteca, siento haber dado la brasa con tanto nombre, pero el campo y nuestros ríos también está en los libros y en las librerías. Si te ha picado la curiosidad por alguno de los que aquí he citado, pídelo en tu biblioteca municipal o cómpralo en una librería de barrio, ¡pasa de Amazon y de Sylvain Tesson!

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8/7/2020 13:55

Muchas gracias por toda la serie, y por las recomendaciones de este último, en las que coincido salvo por la supervalorada María Sánchez cuyo Tierra de Mujeres traté de leerme y tuve que dejar por lo pésimo de su escritura, pero sobre gustos no hay nada escrito, y sobre ríos en un país fluviocida, arboricida y ecocida aún falta mucho por escribir, sobre todo en este país tan iletrado y chusco.

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Descubres tus manos: el palmar y el dorso, la posibilidad futura de la pinza atrapacosas, dos miembros que te vinculan al chimpancé y al lémur. Aprendes su mecanismo.

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