Opinión
Anestesia racista para tolerar lo intolerable
La Navidad es quizás el periodo del año donde más se agudizan las diferencias de clase, donde estas se hacen más patentes, lúcidas. El centro de las grandes ciudades suele convertirse en un enorme escaparate de las gigantescas brechas existentes, síntomas de las grietas del Estado de bienestar: en una misma calle comparten el espacio lujosas tiendas de joyas repletas de compradores, árboles decorados al detalle con luces y adornos dorados y precarias instalaciones de cartón donde cientos de personas deberán pasar las noches más frías del año. Gran parte de ellas son personas migrantes en situación administrativa irregular que no tienen otra forma de cobijarse hasta conseguir los recursos necesarios para acceder a una vivienda.
La forma en que ciertas manifestaciones de pobreza extrema -habitacional, energética- han logrado pasar desapercibidas o, peor, normalizadas en el Estado español tiene mucho que ver con los imaginarios racistas heredados de nuestro pasado colonial. Basta con insertar un marco mental estigmatizante para que las mayorías sociales se desvinculen emocionalmente de lo que transcurre a pocos metros de ellas. En 1978, el teórico literario y activista palestino-estadounidense Edward Said publicaba Orientalismo, una obra en clave decolonial que aborda las representaciones occidentales de los pueblos del sur global.
Según explica, Europa ha establecido dicotomías culturales para abrir una separación entre “ellos” y “nosotros”, fundamental para mermar la empatía hacia determinados grupos sociales. Esa antítesis calculada entre “quienes vienen de fuera” y la civilización occidental, europea, moderna es lo que sostiene la tolerancia hacia realidades que de ninguna forma se aceptarían si no afectaran a población racializada. La identidad propia, decía Said, se construye en contraposición a la ajena, y la definición de Occidente lleva implícita una exclusión necesaria de lo considerado exógeno, extraño.
Este racismo traducido en distanciamiento emocional o sencilla despreocupación se vive desde hace cinco inviernos con respecto a lo que ocurre en los sectores cinco y seis de la Cañada Real, barrio donde residen mayoritariamente familias gitanas y marroquíes. Esta racialidad de la población no es una característica baladí cuando hablamos de políticas austericidas y silencio mediático. En estos últimos años, varios bebés han sido hospitalizados con hipotermia y dos personas han fallecido enmedio de olas de frío. Las madres relatan angustiadas cómo sus hijos lloran por las mañanas antes de partir al colegio debido al miedo a la oscuridad y las bajas temperaturas. Otras han contraído infecciones respiratorias severas por inhalar tóxicos procedentes de las improvisadas hogueras que sirven para calentar el agua y la comida. En 2021, se presentó la primera denuncia contra la Comunidad de Madrid y Naturgy (responsables del corte eléctrico) por la muerte de un vecino de 72 años que falleció a consecuencia del frío. También ha habido varios intentos de suicidio.
La cruel e inhumana propaganda antigitana e islamófoba alimentada desde hace años por la ultraderecha xenófoba ha surtido tal efecto que ha logrado que percibamos como lejana una realidad que sucede a escasos minutos de nuestros barrios. El argumento de la distancia geográfica, del desconocimiento por lejanía -que a menudo se usa para justificar nuestra pasividad e inacción cuando se vulneran derechos al otro lado de nuestras fronteras- aquí ya no aplica. Lo tenemos al lado de casa como quien dice, a algunas nos queda a escasos treinta minutos en coche. Pero eso da igual, porque ya sabemos que la preocupación general es directamente proporcional a la blanquitud del colectivo oprimido en cuestión.
Décadas enteras de relato criminalizador sobre la población gitana y migrante ha logrado hacernos asumir la barbarie como inevitable, para en última instancia, acabar normalizando auténticos horrores
¿Qué habría pasado si este grado escalofriante de violencia institucional que atraviesa hoy el vecindario de la Cañada se hubiese desplegado, por ejemplo, en el barrio de Salamanca o en Chamberí? ¿Cómo habría reaccionado la gente si en Madrid los niños blancos tuvieran que estudiar con velas o jugar entre toneladas de basura? Décadas enteras de relato criminalizador sobre la población gitana y migrante ha logrado hacernos asumir la barbarie como inevitable, para en última instancia, acabar normalizando auténticos horrores. Este no es un artículo sobre el racismo institucional -decir que España es racista no es nada sorpresivo- sino sobre cómo los discursos coloniales, hilvanados durante siglos de ocupaciones y genocidios europeos, convierten en lógico algo que para las personas blancas sería inadmisible desde todo punto de vista. Las etiquetas estigmatizantes empañan la vista y hacen de la violencia, como ocurre en el caso de los CIE o las constantes redadas policiales racistas en Lavapiés, una medida necesaria en aras de preservar el orden y la seguridad.
Las dicotomías culturales de las que hablaba Said en los 70 -de una vigencia extraordinaria en el contexto actual de auge reaccionario- tienen una conexión directa con la tolerancia ante muchas injusticias. El hombre blanco, europeo epítome del progreso y civilización, se opone necesariamente al extranjero se vinculado históricamente con “lo salvaje”, el caos, lo primitivo que está por disciplinar. Por tanto, estas categorías se emplean para legitimar y justificar ciertas violencias bajo el manto de un relativismo cultural perverso e insoportable. Cuando los colectivos antirracistas y por el derecho a la vivienda salen a protestar por las condiciones de hacinamiento -y, en ocasiones, insalubridad- en las que las personas migrantes en situación irregular se ven obligadas a vivir cuando subarriendan cuartuchos infames, hay siempre quien alega que “están acostumbrados a vivir así” o que “en su país es lo normal” (sin saber siquiera en qué país nacieron). También ocurre algo similar cuando muchas de estas personas aceptan trabajar un sinfín de horas sin contrato y bajo esquemas laborales que rozan la esclavitud.
Quienes pronuncian estos discursos deshumanizantes jamás aceptarían para sí mismos o para sus hijos tales situaciones que atentan contra la dignidad. Nada como una buena dosis de desconexión emocional y el aniquilamiento de la empatía para disociarnos del desamparo de nuestras vecinas. Cuando esa violencia se hace demasiado evidente, incómoda a la vista, los poderes del Estado despliegan inmediatamente todo un arsenal de herramientas para ocultarla. La semana pasada, el Ayuntamiento de Badalona de Xavier García Albiol (Partido Popular), amparado en una resolución judicial del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 11 de Barcelona, desalojó forzosamente a 400 personas migrantes que vivían en un instituto abandonado convertido en infraviviendas. Días después, no contento con arrebatarles su único techo, las fuerzas policiales obligaron a los recién desahuciados a retirar sus tiendas de campaña y fogatas a pie de calle de las inmediaciones del lugar donde se habían reinstalado.
España es un país de apariencias, así que ocultar la precariedad habitacional casi siempre es más prioritario que asegurar el cumplimiento efectivo de los derechos más elementales de las personas. Tanto las leyes de extranjería como la intrincada burocracia para acceder a trámites de empadronamiento impiden a miles de migrantes disponer de un espacio seguro donde cobijarse, pero la voluntad política no está en acelerar la regularización de la población extranjera. Conviene, pues, desviar la atención respecto a un hecho sangrante: la crisis habitacional se ceba especialmente con las personas migrantes y racializadas, para las que alquilar se convierte en una odisea interminable. Porque no es lo mismo acudir a una inmobiliaria con un hiyab que hacerlo sin él. Con todo, su pobreza se cronifica pero también se vuelve extrañamente cotidiana.
Ya hemos visto este último año a la ultraderecha de Vox situar en la diana a los jóvenes migrantes para usarles de chivo expiatorio ante las agresiones machistas
En los peores casos, a la banalización de las violencias y la legitimación del trato degradante se suma directamente el odio racista. Ya hemos visto este último año a la ultraderecha de Vox situar en la diana a los jóvenes migrantes para usarles de chivo expiatorio ante las agresiones machistas. Aquellos que jamás mostraron un ápice de consideración hacia las víctimas de violencia sexual, que han inflado a su antojo las cifras de denuncias falsas para deslegitimar la lucha feminista o han esgrimido por activa y por pasiva que el feminismo está llegando demasiado lejos, hoy han descubierto que pueden instrumentalizar el dolor de las mujeres para convencer de las bondades de las políticas securitistas.
Poco o nada les importa que no se haya podido probar una relación causa-efecto entre migración y aumento de la delincuencia sexual. Acusar de machista al migrante siempre funciona para destruir la convivencia, de hecho, nunca fue tan rentable políticamente como ahora. Aquí vuelve a operar, una vez más, la antítesis de Said, para justificar que la civilización occidental debe expulsar a ese “otro” “naturalmente” violador, de una pulsión sexual insaciable y violenta, hijo de una cultura machista que relega a las mujeres a un plano terciario. Fabricar odio consiste en eso, en alimentar el estigma y retorcerlo hasta la saciedad. Y, mientras tanto, desviamos la atención de lo que realmente importa. Que estas navidades, en el autojaleado primer mundo, miles de personas en todo el Estado español sobrevivirán al frío entre fogatas, generadores y tiendas de campaña ante la indiferencia de la mayoría.
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