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Unas vacaciones
             
          
          Caso  #1: En un momento de  La dama de Shanghai (Orson Welles, 1947), Michael O’Hara, protagonista  del filme, mantiene una extraña conversación con un hombrecillo llamado George  Grisby en el contexto despejado y abstracto de una playa de Acapulco:
Grisby: ¿Qué le parece, Michael?  ¿Cree que al mundo le llegará su fin?
O’Hara: Bueno, alguna vez tuvo un  principio, de modo que tendrá fin.
Grisby: Se aproxima, ¿sabe? Ah, sí… tiene que llegar. Primero las grandes ciudades. Luego toda esta belleza. Tiene que llegar.
O’Hara: Yo prefiero estar en otra parte cuando eso suceda.
Grisby: Yo habré desaparecido. Para  eso le necesito, Michael.
La  charla acaba saldándose con una propuesta de asesinato: el del propio Grisby por  mano de O’Hara. El insólito encargo es solo el principio de un laberinto de  simulacros cuyo final se concreta en un laberinto (literal) de espejos; un  ensimismamiento en el que, como en el ritual de un extíspice, las tripas del cine  revelan la verdad del drama. Este ensimismamiento es, de hecho, algo literal:  la propia lente de la cámara se rompe, como un espejo más, cuando el villano la  emprende a tiros con la pareja romántica del filme.
Caso  #2: “Responde con  total libertad”, propone el spot televisivo de una conocida marca de cerveza  que se emite estos días. Las imágenes muestran a jóvenes disfrutando de momentos  de tibia atmósfera veraniega, en cielos estallados por la hora mágica o en el  contraluz íntimo de un hogar. “¿Dónde te ves en cinco años? ¿Estás pensando en  tener hijos? Si fueras un animal, ¿cuál serías?”, pregunta una voz over  algo distorsionada.
El que se representa en el anuncio es realmente un verano extraño: chicos y chicas visten de forma indistinta ropas ligeras o de abrigo, como si todas las estaciones se solaparan en una sola. Además, la distorsión de la voz da al encadenado de preguntas la resonancia de un test. Serían, de hecho, preguntas muy adecuadas para un test de Turing: el cuestionario diseñado para concluir si lo que hay al otro lado es un ser humano o una inteligencia artificial. Apoya esta especulación que la voz parezca expresada a través de un micrófono; tal vez desde detrás de un tabique, habitual en las descripciones del test de Turing por su capacidad para mantener oculta la identidad que se quiere verificar.
En general, el cine de Hollywood se ha ceñido desde el principio a una fórmula de reversibilidad: no importa lo difícil que sea el conflicto, siempre es posible darle la vuelta
Ambos  casos figuran simulacros, solo que de diferentes órdenes. El primero es  trágico, causal, irreversible, como una pintura; una tradición en el cine de  Welles, donde cualquier poder acaba reducido a cenizas, consumido en su propio  fuego infernal. Habla del fin del mundo en una playa de ensueño. El segundo es  lúdico, casual, reversible como un endless game. Carece de desenlace, y  sus preguntas tratan, precisamente, de la posibilidad de “dar un giro a tu  vida”. En general, el cine de Hollywood se ha ceñido desde el principio a una  fórmula de reversibilidad: no importa lo difícil que sea el conflicto, siempre  es posible darle la vuelta. Al dejar uno la sala, la película no debe  acompañarle, la crítica no debe ejercerse, como si después de todo debiera  quedar claro que hay que volver a “la realidad”, que lo vivido han sido solo  unas vacaciones.
En su ensayo El consumo de la utopía romántica(1997), Eva Illouz defiende que las estrategias publicitarias evitan en lo posible la apelación directa al consumo. Así sucede en el anuncio descrito, donde el producto se limita a formar parte de un contexto de personas que se lo pasan bien. Da igual que el botellín de cerveza sea la causa o el efecto, simplemente está ahí en el momento adecuado, por algo será. En este sentido, las vacaciones tienen un vínculo especial con lo publicitario: son, por supuesto, consumo, pero por encima de todo son el contexto del consumo. Traducirlas a lenguaje publicitario es un paso lógico en el orden capitalista.
Las vacaciones entendidas por el tecnocapitalismo, lejos de interrumpir cualquier orden de trabajo, serían su prolongación 'low energy'
Ya  en 1968, en su seminario De un Otro al otro, Jacques Lacan se quejaba  del soberano tedio que le embargaba con solo pensar en vacaciones: “Se les da  tiempo libre para que saquen un pasaje en la estación de Lyon, que en primer  lugar hay que pagar, después deben trasladarse deprisa a los deportes de  invierno, donde durante quince días se dedicarán a un sólido castigo que  consiste en hacer cola al pie de los telesquíes. Uno no está ahí para pasarlo  en grande. El tipo que no hace esto, que no trabaja en el tiempo libre, es  indigno”. La empresa capitalista, a pesar de las apariencias, concluía el  psicoanalista, no pone el medio de producción al servicio del placer. El  mecanismo de lo que Lacan llamaba la “moral moderna” consistiría, pues, en una  inmolación de todo principio del placer del sujeto al dictamen de medios de  producción que, de hecho, ni siquiera le pertenecen. A la planificación  neurótica y a la postergación indefinida de un placer verdadero. Añádase a la  ecuación todo un mundo de aplicaciones, dietas fitness y deberes  culturales. Las vacaciones entendidas por el tecnocapitalismo, lejos de interrumpir cualquier orden de trabajo, serían su  prolongación low energy.
Uno de los pasajes más hilarantes de “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, crónica clásica de David Foster Wallace publicada en 1996, tiene que ver con esta misma robotización neurótica que pretende hacerse con los contextos, tanto más evidente cuanto más elevada la cuenta (aquí un crucero de lujo). El escritor, fuera de lugar en este ambiente al que ha sido invitado por la revista Harper’s, explica su intento de hacerse con su propio petate a pesar del empleado que acarrea las maletas, en lo que describe como una paradoja de protocolo: “El-pasajero-siempre-tiene-razón-versus-Nunca-dejes-que-un-pasajero-se-lleve-su-maleta”. Poco antes ha referido otra paradoja: la blancura sin mácula del casco del crucero surcando las repugnantes aguas del puerto, representación, según el autor, del “triunfo calvinista del capital y la industria sobre la putrefacción primaria del mar”.
En 'Midsommar' lo que se propone no es una crítica a 'lo criminal que hay en lo supuestamente ilustrado', sino más bien lo contrario
Algunas  películas de los últimos años vienen probando una lectura inversa de ese  triunfo. En Midsommar (Ari Aster, 2019), la insurrección proviene de las  prácticas de una sociedad que se ha dado secularmente a sus propias lógicas;  las víctimas, miembros de una juventud estadounidense convencional y habituada  a la extinción de los rituales, asisten con pasmo a su aniquilación en un guiño a los márgenes del paternalismo colonialista y su reverso, la  mala conciencia ilustrada. Compárese con Holocausto caníbal (Ruggero  Deodato, 1980), ficción found footage donde los documentalistas que registran las escabrosas costumbres  de una tribu acaban dándose a fantasías de poder sugeridas por la propia  representación del filme para, por último, ser exterminados por los indígenas  en legítima defensa. En la cinta italiana la crítica al colonialismo occidental  era evidente, como subrayaba la frase final for dummies: “¿Quiénes serán  los verdaderos caníbales?”. En Midsommar lo que se propone no es una crítica  a lo criminal que hay en lo supuestamente ilustrado, sino más bien lo  contrario: el modo en que una antropología delirante, la alianza esquizofrénica  con la naturaleza (con lo Real), puede ofrecer alguna oportunidad de redención.
En Tiempo (M. Night Shyamalan, 2021), la naturaleza se manifiesta como anomalía que acelera el envejecimiento de quienes visitan una cala tropical. Los personajes, que viven su apogeo o su decrepitud a un año por hora, ven sus miedos, frustraciones y prejuicios volatilizados a la misma velocidad que sus cuerpos. Si bien lo que su subjetividad percibe es una cuenta atrás, en realidad lo que están viviendo es un cambio de escala; una que, en sus efectos, revela el “giro Shyamalan” de la cinta, es indistinguible de la intervención humana que los apropia. También en El menú (Mark Mylod, 2022) se desdibuja la clásica distinción naturaleza-cultura por exceso de ambas: en este caso, lo Real del quiebre mental del chef interpretado por Ralph Fiennes es la consecuencia de una vida de restricciones y violencias para alcanzar el reconocimiento en el olimpo de la alta cocina. No es casual que la localización del filme sea, una vez más, un entorno natural colonizado por un proyecto humano. De nuevo se impone la lógica del exterminio, en este caso el del público asistente a una experiencia gastronómica del más alto nivel; un público que deja de ser la excusa de un sistema hipercompetitivo para el desarrollo del arte y la excelencia y pasa a ser uno con estos. Convertido el consumidor en su propia mercancía, esta deja de ser-para una audiencia y se transfigura con ella en objeto. La función original del arte, después de todo, es hacer retornar la expresión a lo sagrado, a lo inconcebible.
En todos los ejemplos citados, las vacaciones entendidas como publicidad, es decir, como contexto del consumo, naufragan en la emergencia de un Real que las desborda
Comparten  imaginario con las anteriores la serie The White Lotus (Mike White, 2021—)  y la película de reciente estreno El triángulo de la tristeza (Ruben  Östlund, 2022). En ambas, decididamente satíricas, los personajes resuelven las  intermitencias de la carne valiéndose de circuitos de intercambio que las  aplacan, aunque sea de forma temporal. Aunque la aniquilación total que sucedía en  las anteriores cintas se encuentra aquí muy limitada, Dionisos aún exige un sacrificio.  En The White Lotus este se anuncia en el primer capítulo de las dos temporadas hasta ahora emitidas, una estrategia que convierte a casi cada personaje en víctima  potencial a ojos del público. Lo Real en la película de Östlund viene, en  cambio, representado por la leviatánica tormenta que arrasa con un crucero de  lujo y reúne a los supervivientes (de nuevo) en una isla donde las relaciones  de valor y poder quedan trastocadas.
En  todos los ejemplos citados, las vacaciones entendidas como publicidad, es  decir, como contexto del consumo, naufragan en la emergencia de un Real que las  desborda. Compárense con su equivalente crítico en el cine de los años sesenta  y setenta, películas donde la burguesía quedaba encerrada por continuar la  senda de sus códigos hasta sus últimas consecuencias. En El ángel  exterminador (Luis Buñuel, 1962), en La gran comilona (Marco  Ferreri, 1973), en Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo  Pasolini, 1975), en El anacoreta (Juan Estelrich, 1976), en La ruleta china (Rainer Werner Fassbinder, 1976), el orden de la  ley simbólica acababa por producir reclusiones de goce que limitaban, también,  con la involución al cavernícola y con la autodestrucción. En la tendencia  contemporánea, en cambio, los encierros no producen lo Real, sino más bien al  contrario: lo Real es una exterioridad incompatible con las clausuras burguesas,  sean estas cruceros de lujo, experiencias gastronómicas o postureos de  Instagram. Lo Real no es una consecuencia lógica de lo simbólico, el sumidero  por el que discurre tranquilamente el agua hasta desaparecer, sino su ruptura  en un orden cultural, psíquico o telúrico.
Esta ruptura, que emparenta la paz de las vacaciones con el silencio mortal de los escenarios del fin del mundo (véanse Station Eleven y The Last of Us, o el ensayo Atlas del eclipse), parece la expresión de una sensibilidad que resuena con la aparición de feas grietas en el gran crucero del turbocapitalismo: la crisis energética, económica y climática, la precariedad, el auge de la extrema derecha, la guerra, la enfermedad mental. Lo irreversible. Lo que, como mínimo, deja cicatrices. Ahora, también, la irrupción de la inteligencia artificial, con la promesa de un mundo tan nuevo (“ya nada será como antes”) que es difícil decidirse entre el optimismo y el terror. Hasta los anuncios parecen interesados en que seamos conscientes de que reconocen nuestra humanidad.
En el cine veraniego y tenebroso que nos ocupa, la salvación siempre es privada, y el holocausto, colectivo
¿Qué  vacaciones nos estamos perdiendo? Eloy Fernández Porta, en un momento de su sobrecogedor ensayo confesional Los brotes negros (2022), las evoca para alejar de sí  la desesperación. Ottessa Moshfegh, en su novela Mi año de descanso y  relajación (2018), las invoca. El primero se remite a un pasado que le  permita desconectar desde el recuerdo, la segunda intenta desconectar negando toda  experiencia a lo beatnik, mediante el consumo de narcóticos y de  películas de los noventa. A ambos es común un vacío que dista mucho de la  cábala intelectual: es, como puede corroborar cualquier persona que ha padecido  depresión, un Real, algo que no puede cifrarse, inexplicable y ajeno, que se  impone más allá de cualquier voluntad. Ambos quieren obturar ese vacío, pero  sus estrategias son en vano: intentar negarlo lo aviva; intentar encarnarlo  supone no ser, ofrecerle el cuerpo en posesión.
Pero ¿cabe otra vía con lo Real, es posible hacerse con él una dialéctica? ¿Ya de paso, tener unas verdaderas vacaciones? José  Manuel Caballero Bonald, en su poema “Hija serás de nadie”, llama al vacío “la mordedura  de lo negro”. “¿Tú también?”, responde la incomprensible figura a cada muestra de ambición humana. Una pregunta formulada para no obtener respuesta. Que el  movimiento #metoo pueda leerse como una réplica literal parece sugerir algo sobre  la importancia de la colectividad frente a la parálisis. En un  artículo anterior, observé la forma en que cierta literatura española contemporánea  encaraba el colapso apreciando el amor como un Real capaz de desbordarlo. Allí,  el sacrificio de una vida llevaba en muchos casos a la salvación de la  comunidad, al aprendizaje, a la herencia. En cambio, en el cine veraniego y  tenebroso que nos ocupa (partícipe de un humor negro ya institucionalizado,  “marca” de incorrección política), la salvación siempre es privada, y el  holocausto, colectivo.
Ni nostalgia, ni evasión; ni negación del presente, ni del pasado: este cine trata de obturar lo Real negando el futuro. El nihilismo vende, a fin de cuentas, siempre que venga adecuadamente endulzado con estéticas de fondo de pantalla y brindis en pleamar. De nuevo, a las vacaciones se las quiere atrapar, torpemente se las quiere integrar en el anuncio, se las quiere mostrar en Instagram, se las quiere convertir en experiencia reversible y replicable; pero, al menos, hay el testimonio de que esa fiebre de expectativa se debe a la incertidumbre que produce el propio sistema. Estéril, desde luego, pero testimonio. Un epitafio si se quiere, el signo de una impotencia definitiva. Pasolini, que no quería obturar nada, ya es historia; su cine como compromiso político, su rabia por la profanación de Italia primero por el fascismo y después por el capital, una antigualla. De Sade ni hablemos. Nada de esto daría para un TikTok, nadie quiere ser zarandeado. El mundo entero se desmorona, déjenme al menos actualizar mi perfil. Pero algo tiene la tragedia, que se resiste a morir del todo. Aunque sea sellando fugas y concitando medias sonrisas.
Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
Hipersticiones, xenorrealismos y crítica cultural.
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