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Literatura
El fin del amor
Son bien conocidas las poéticas de la simetría que recorren Watchmen, la serie limitada de Alan Moore y Dave Gibbons (1986-1987). El abrazo es uno de sus motivos recurrentes. Un pasaje a destacar: en el momento previo a la hecatombe, dos personajes que hasta entonces han mantenido una distancia enfurruñada, abrumados por la proximidad de su evaporación, se abrazan con urgencia. Como en la oscuridad de un parpadeo que se protege de la luz excesiva, el comienzo y el fin del amor tienen lugar en el mismo instante.
El inicio de la invasión de Ucrania hace casi cuatro meses trajo fantasmas similares. En redes sociales se viralizó el caso de 70 minutos para huir (Miracle Mile, Steve De Jarnatt, 1988), una película independiente estadounidense que había bordeado los cánones y rankings del cine de los años 80 para acabar abandonada en la periferia de los sucesivos imaginarios generacionales. A la luz de este retorno de lo reprimido, mucha gente pudo reconocer sus temores en el relato, determinado por la inminencia de un ataque nuclear, de los intentos de reencuentro y huida de una joven pareja que acaba de conocerse. En una versión estirada del caso de Watchmen, a lo largo del metraje asistimos al sostenimiento de un agón, término griego que en el periodo clásico designaba los afectos de la incertidumbre en la lucha por la victoria y también la sensación de las pesadillas; solo que aquí el agón se aboca a un extremo inhumano: no hay antagonista al que disputar la propia vida, sino únicamente una huida en círculos en torno a un deseo mutuo de amor que es un deseo por vivir, terrible, sin centro, desesperado.
Mucha gente pudo reconocer sus temores en el relato, determinado por la inminencia de un ataque nuclear, de los intentos de reencuentro y huida de una joven pareja que acaba de conocerse
Poco antes de que el título de los años 80 volviera como viral, se estrenaba en cines Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2022), una película que evoca una versión atenuada del mismo motivo: dos jóvenes perdidos, corriendo en círculos, encontrándose y desencontrándose en un mundo al borde del desmoronamiento, en este caso los Estados Unidos de la crisis del petróleo de 1973. Contrariamente a lo que suele esperar una audiencia cada vez más entrenada en una única fórmula narrativa, el relato naufraga porque naufraga el propio universo de los personajes, que por mucho que aspiran a la autosuficiencia y la voluntad de poder del mantra capitalista solo consiguen encontrar un sentido en el broche de sus abrazos. “Es el fin del mundo”, grita con optimismo uno de los protagonistas mientras, con el fondo de “Life on Mars” de Bowie, corre junto a una columna vertebral de automóviles detenidos. Anderson ensaya el mínimo común múltiplo del relato evocando el tiempo del desplome de los grandes relatos, políticos, religiosos, sexuales; un tiempo en el que el deseo empieza a articularse sin referencias.
En el último año, algunos títulos del panorama literario español vienen insinuando derivas afines. Se trata de obras ambientadas en un mundo bajo la amenaza de la desintegración, en el que el amor surge como un gesto automático, en ocasiones inconsciente. Así sucede en Madrid será la tumba (Lengua de Trapo, 2021), primera novela de ficción de Elizabeth Duval. En ella, la autora cartografía una relación homosexual entre dos jóvenes militantes en sendos extremos del espectro ideológico que, o bien ignoran, o bien quieren ignorar, sus diferencias ineludibles. Con el trasfondo de un Madrid sumido en el oprobio del enfrentamiento, el amor, como el crimen de Edipo, sucede a espaldas de la catástrofe, detonado por un equívoco que sustituye el pronóstico oracular y el accidente por el cálculo de los algoritmos.
También en LUX (Seix Barral, 2021), la novela especulativa de Mario Cuenca Sandoval, pueden rastrearse las claves de este amor inconsciente. No en este caso en las contradicciones internas de Marcelo Mosén, convencido militante en un partido de extrema derecha vencedor de unas hipotéticas elecciones generales en España, pero sexualmente atraído por un joven en cuya desaparición se encuentra implicado y a cuya madre dirige su testimonio en primera persona. A medio camino entre la justificación ideológica, la confesión culpable y el delirio, Marcelo adopta el lugar de un fantasma, una ausencia que habla del pasado y cuya materialidad intenta afirmarse en lo concreto de las páginas mecanografiadas; si bien su empeño da de bruces con la abstracta insensatez de un discurso sin más realidad que la de la emoción. Más bien es el amor de la madre por su hijo la encarnación de aquel amor que da la espalda a la atrocidad: la ausencia más flagrante del relato, la noción más oculta tras la venda del fascismo; también la que representa la única verdad y el único futuro posibles cuando la ilusión del odio se desvanece y solo quedan las ruinas.
Se trata de obras ambientadas en un mundo amenazado por la desintegración, en el que el amor surge como un gesto automático, en ocasiones inconsciente
En ambos casos la voz narrativa la asume un fascista enfrentado a los horrores del sueño de la razón, el encantamiento del “sentido común” y la dimensión del “nosotros” frente al otro, incluso a costa de que haya un otro en uno mismo. En suma, un ser desconectado y roto, que ha inmolado cuanto tiene de humano a una uniformidad contra natura. Por otro lado, aunque entre LUX y Madrid será la tumba media la distancia que hay entre la especulación y la genealogía, Duval no parece interesada en la historia como un marco para los vestigios. Su caso presenta sugerentes distancias respecto a primeras obras de otras generaciones: la Belén Gopegui de La escala de los mapas (1993), el Juan Manuel de Prada de Las máscaras del héroe (1995) o el Juan Bonilla de Nadie conoce a nadie (1996) narraban mundos en los que el amor no tenía cabida y se mostraba esquivo, banal, falsario o en descomposición en atmósferas decadentes e inciertas, a un paso de la psicosis. Frente al nihilismo finisecular, Duval plantea el amor como un irreducible, resistente a las declinaciones de la historia como las ideologías nunca han logrado serlo. En esta hauntología del eros solo es cierta la venganza de un real que se abre camino pese a las distorsiones imaginarias y simbólicas. El final feliz, si bien improbable a escala humana, se articula como una promesa, un fantasma del futuro.
Quizá deba medirse esa distancia respecto a la generación de jóvenes que escribían su primera novela con el fondo de la caída del muro de Berlín en los informativos. A fin de cuentas, es la que separa un mundo que coqueteaba supersticiosamente con el fin de los tiempos y uno que, en la era del caos informativo, del terrorismo supremacista, de los retornos de la extrema derecha, la guerra en Europa y la amenaza nuclear, de la imposición tecnoliberal, de la crisis de la democracia, de la precariedad y la desidia, de la emergencia climática, el deshielo y la zoonosis, afronta por primera vez su posibilidad palpable. Apunta a ello, al menos, que sea el intervalo de la generación afterpop y la hoy naciente el que se haya sentido impelido a abordar las lógicas del fin. Al primer grupo se suman Centroeuropa de Vicente Luis Mora (Galaxia Gutenberg, 2021) y El libro de todos los amores de Agustín Fernández Mallo (Seix Barral, 2022); al segundo, Malpaís de Albert Lladó (Galaxia Gutenberg, 2022).
Quizá deba medirse esa distancia respecto a la generación de jóvenes que escribían su primera novela con el fondo de la caída del muro de Berlín en los informativos
También desde el frente de la genealogía, Vicente Luis Mora compone en Centroeuropa una reflexión sobre el inconsciente histórico en la que, una vez más, el amor sucede a espaldas de un mundo que bordea su extinción. Sin embargo, lo que el autor propone por encima de todo es una arqueología del futuro: la que coincide con la más inmediata metáfora del relato, un campo sembrado de muertos pretéritos y venideros que niega a Redo, protagonista de la novela, su medio de vida; pero también la que desentierra el secreto del personaje sobre las condiciones de su amor, espectro de un futuro lejano que alcanza a la Prusia preunificada en el testimonio vivo del texto. Redo demuestra con su ejemplo que la vida es un lugar de paso donde la libertad tiene algo de monstruoso. Como sugieren las líneas finales, el inconsciente del amor, el abrazo del principio y del fin, sucede en el lugar ciego donde se encuentran la muerte, la tierra y la historia.
Con cercanía de familia a la poética del suelo arqueológico de Centroeuropa, también a los imaginarios del activismo y la autogestión de Madrid será la tumba, Malpaís de Albert Lladó nos sitúa en el intervalo especulativo de los años 2032 a 2034, en la frontera entre los cierres de la política institucional y la cualidad movediza de los márgenes. El malpaís, término que designa la superficie de un campo de lava reciente, es la metáfora del autor para su personal “geología de la moral” española, un punto de ebullición en el que la historia se abre camino solo a través del cimiento de los muertos. Como alega la voz del narrador, el malpaís no es la sustancia estéril que quiere la RAE: tiene una memoria que es la del fuego, la de los abrazos rotos al contacto del azufre. El ideal anarquista que encarna en el relato un Café Filosófico fundado en los principios de “ni convencer, ni consensuar ni clausurar” es el reverso del lapidario “Barcelona arde cada cierto tiempo” que abre la novela; una obra de estratos, en la que las etimologías, las relaciones familiares, las formas de ocupar la vida pública, tienden a solaparse hasta confundirse (abrazarse) en un mismo fuego hermético, pero acaban quebrándose en la ceguera de la literalidad.
La interrupción de los abrazos solo los confirma en un plano ideal: de ahí que se haya convenido que en la ficción no hay grandes historias de amor sin final trágico
Todos estos títulos parecen coincidir en una mística del amor que insiste en, y a pesar de, las condiciones materiales. Un deseo a la vez interno y externo, fluido y sin fijación, que sucede en el instante de un abrazo y por ello eternamente. Debe notarse que la interrupción de los abrazos solo los confirma en un plano ideal: de ahí que se haya convenido que en la ficción no hay grandes historias de amor sin final trágico. Quizá por eso Agustín Fernández Mallo prueba en El libro de todos los amores el envés de esa cesura que hace del amor un lenguaje. El viaje de este autor respecto al “fuego de los filósofos” es diferente al que realiza Lladó: si aquel se fracturaba en las orogenias de la ideología y las instituciones, este se difracta con tendencia al infinito. La extensa constelación de formas de amor que detalla la escritora protagonista de la novela es el inventario de un mundo que empieza a ser devorado por lo real, aquí una amenaza escasamente caracterizada que la sorprende en compañía de su pareja en una estancia en Venecia, ciudad-simulacro paralizada en su declive siempre por resolver.
Asimismo, en el después, o el más allá del tiempo (el tiempo del instante, el instante del abrazo), el contrapunto que representan los diálogos de la pareja recuerda inevitablemente a los “Ella/Él” del guion cinematográfico, y también novela, Hiroshima, mon amour de Marguerite Duras, en cuyo título ya se concitan el amor, el fin del mundo y la evocación como reflexión sobre el tiempo y la memoria. Conque hay en la obra de Fernández Mallo dos tiempos que son el mismo, uno formal y otro dialéctico, que se trenzan y se comprometen sin límites y en cuyo abrazo reside infinitamente el presente. El epígrafe sobre el “amor exponencial” resulta muy a propósito: en él se propone que la diferencia entre el incremento exponencial de lo tecnológico y el lineal de lo humano será la causa de una emancipación del primero cuando sea tan ascendente “que casi alcance la línea vertical”. Y, sin embargo, el amor, que “aparece súbita e instantáneamente” y por tanto tiene también una cualidad exponencial, sería capaz de acompañar al crecimiento tecnológico; incluso de contagiarse de él y contagiarlo: “No es el ‘Internet de las cosas’ lo que nos salvará de la soledad individual sino el amor de las cosas”.
Philippe Sollers escribió en la reedición de 1980 de Théorie d’ensemble: “La teoría volverá, como todas las cosas, y sus problemas serán de nuevo descubiertos el día en que la ignorancia haya ido tan lejos que solo arrojará aburrimiento”. Baudrillard aventuraba en esa misma época algo parecido: que la muerte de lo social produciría el socialismo “como brotan las religiones de la muerte de Dios”. Hay entre muerte y nacimiento un intervalo quiásmico, espejado, que los iguala y los expulsa de la historia. En Lógica del sentido (1969), Deleuze define el devenir como un esquivar el presente que hace imposible distinguir entre el pasado y el futuro: “Pertenece a la esencia del devenir avanzar, tirar en los dos sentidos a la vez”. Las genealogías apuntan al futurismo y las ficciones especulativas a retornos fatales. Ambas figuran la ambivalencia de un abrazo que es temporal, simultáneo, pero también causal.
¿Es el amor esa falta de referencia? ¿Vivimos los tiempos del colapso, o el colapso de los tiempos? “Nothing ever ends” son las últimas palabras del Dr. Manhattan en Watchmen. Sugerente que “fin” tenga dos acepciones muchas veces inconciliables, la de final y la de finalidad. Las generaciones literarias del colapso lo saben: el fin del amor nunca es uno solo.
Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
Hipersticiones, xenorrealismos y crítica cultural.
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