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Los huéspedes imperfectos
             
          
          De la angustia metropolitana por la transmisión del VIH surgieron hace unas tres décadas, en fechas próximas y en dos puntos alejados del planeta, dos películas con no pocos elementos en común: Tetsuo (Shinya Tsukamoto, 1989) y The addiction (Abel Ferrara, 1995). A ambas las atravesaba una fotografía en blanco y negro que sugería un binarismo en lucha, el de lo humano y lo inhumano. Ambas describían aquel encuentro desde un más allá de la razón: la cinta japonesa desde el prolapso de la imagen y la casi total renuncia al diálogo, la estadounidense desde su opuesto, la contención de los encuadres, la verbosidad y el esnobismo intelectual que solo pone palabras al vacío para posponerlo. Expresionismo contra neorrealismo. Pero, por encima de todo, en ambas el contagio se entendía como un juego de suma cero en el que siempre sale derrotada la humanidad.
Puede percibirse este desdén en la primera escena en la que, en cada película, tiene lugar el encuentro del personaje protagonista con lo inhumano. En Tetsuo sucede en el metro de Tokio, donde un hombre es perseguido por una mujer que acaba de ser contagiada por un ser a medio camino entre el ello freudiano y la herrumbre industrial; en The addiction el escenario son las calles de Nueva York, donde la protagonista es asaltada por una mujer vestida de noche, arrastrada a una simbólica tela de araña de sombras y exhortada a dar su consentimiento sin saber nada de lo que este realmente conlleva. En ambos casos lo inhumano viene encarnado en una feminidad imponente, que deshace en un instante y para siempre todas las condiciones sociales, y que lo hace conjurando un juego en el que las reglas no están claras: en el primer caso, el fin de la persecución y el escondite; en el segundo, la distancia no convenida entre seducción y depredación.
Como películas que reformulan el mito del vampiro, Tetsuo y The addiction afirman al huésped como víctima y al parásito como victimario. Sus versiones en el mundo del capitalismo de plataformas son claras, y pueden encontrarse tanto en la gamificación de las redes sociales como en la petición de consentimiento con un clic a políticas prolijas que nadie nunca leerá; las máquinas solo actualizan el vínculo que ya Marx supo encontrar entre capitalismo y vampirismo. Sin embargo, en los últimos meses vienen asomando algunas propuestas que intentan otras ópticas para un futuro post-humano; fórmulas especulativas que problematizan esa versión del mundo en “blancos y negros” y se niegan a dar por sentado lo que puede entenderse como humano y lo que no.
El universo de ‘Parásitos perfectos’ discurre en su mayor parte en la distancia entre la homologación comercial y la vivencia personal de la mercancía
Los  relatos que componen el libro Parásitos perfectos (Caja Negra, 2024), de  Luis Carlos Barragán Castro, abordan esta negociación. De tradición ferozmente  cronenbergiana, sus ficciones plantean un mundo más o menos radicado en un  Bogotá futurista donde se perciben los efectos de una biotecnología global que diseña  parásitos como servicio al consumidor. El universo del autor  colombiano discurre así en su mayor parte en la distancia entre la homologación  comercial y la vivencia personal de la mercancía, criaturas vivas cuya  actividad desintegra la distinción naturaleza/cultura. En esa distancia sucede  lo extraño, tomado como borradura de la subjetividad, negación de la voluntad o  de la conciencia, y es particularmente interesante que el fetichismo sea su  puerta de entrada. Uno que puede darse como producto de la circulación de  mercancías; pero también, véase el relato “Teología de los campos de fuerza”, como  despliegue de un poder religioso, con sus rituales de sangre y sus represiones.
A diferencia de en El vasto territorio (Caja Negra, 2023), de Simón López Trujillo, donde el fetichismo era una consecuencia cultural de la vida inhumana sin freno, en Parásitos perfectos es su detonante.
En una economía tan necesitada de crear deseos, y por ello cada vez más inmersa en el delirio, Barragán Castro encuentra en la combinatoria de lo vivo la puerta de entrada de lo raro; pero esa rareza lleva consigo una retirada, un sumidero por el que, de alguna forma y en algún punto, el humano deja de ser humano y el sistema deja de ser sistema. Sucede, pues, una implosión. Y esta surte lógicas no previsibles, cuantificables o minimizables, un efecto que tiene su réplica estética en el amontonamiento de los relatos, en el que suceden imprecisas relaciones orgánicas e incluso fugas y que hace de Parásitos perfectos una deslumbrante muestra de novela mutante o asimetría en marcha.
Desde  la estrategia de la teoría-ficción, Gemelos digitales (Podium Podcast,  2024), la última creación pódcast de Jorge Carrión, indaga en las posibilidades de un  proyecto del mundo como gran simulacro. Los colores del tecno-thriller y el  drama sirven a un propósito a la vez didáctico y narrativo, difícil equilibrio  entre la fascinación por la tecnología y la cautela por sus repercusiones que la  serie mantiene con pulso de novela negra. Aquí el “gemelo digital” no es tanto  la excusa como el punto de equilibrio de una pléyade de otras gemelidades de lo  humano. El concepto, cuyo rastro se inicia a principios de los años 90 en el ensayo Mirror  Worlds de David Gelernter, remite a simulaciones de personas y entornos tan sumamente detalladas que serían capaces de ofrecer una operatividad total de sus objetos  en tiempo y espacio; y, con ello, un pleno acceso a sus alternativas en  materias como la salud o la organización de la vida. Pero Carrión no es ni  nunca ha sido un tecno-optimista. De ahí que no preste todo su interés a las  potencias cartesianas de una técnica que, como previó Heidegger, contempla al  ser humano como “reserva disponible”; sino más bien al padecer humano, que se  abre como un abismo en las retículas en que operan los algoritmos. El drama  alcanza así en Gemelos digitales una dimensión inesperada, donde la  plena reversibilidad es la cara visible de otras formas de irreversibilidad, y  por tanto de tragedia.
En Cúbit (Galaxia Gutenberg, 2024), de Vicente Luis Mora, puede hallarse un giro en la representación de las relaciones entre lo técnico y lo humano. La novela, planteada al mismo tiempo como una persecución y como una confrontación entre dos “elementales”, traza una división nítida entre lo telúrico y lo algorítmico, figurados respectivamente por Cúbit e Ibris. Ambas criaturas son formas de memoria predestinadas a la viralidad, genéticas latentes, solo que de naturalezas muy alejadas. Cúbit, especie de niña que resume en sí las potencias de la materia natural, e Ibris, niño robot nacido como inteligencia artificial autoconsciente, atienden a ideas muy distintas de la memoria: la primera como eterno retorno, el segundo como eternidad retornada. Ecologismo contra fascismo. Desde luego sus nombres no son al azar, como no lo es que Cúbit, encontrada en un glaciar derretido, represente la asunción de lo extraño a lo lógico (su lenguaje, su conexión con la tierra y sus poderes de transmutación son progresivamente entendidos por sus acompañantes) e Ibris siga el camino inverso con la asunción de lo lógico a lo extraño, la racionalidad alcanzando su destino en la sinrazón. Lo que Cúbit e Ibris encarnan son dos mundos posibles y dos dimensiones de lo humano tan irreconciliables como pueden serlo la Cosa del Pantano y el Dr. Manhattan de Alan Moore. También como el de Northampton, el autor cordobés repliega los códigos del género (aventuras, parodia, drama familiar, superhéroes) a intereses muy distintos a aquellos para los que fueron concebidos. Consigue así un artefacto binario que reflexiona sobre el propio binarismo; y que, puesto a elegir entre el realismo cibernético y el realismo mágico, toma partido por el segundo.
Sin un Gran Autor que le dé forma, en ‘Criaturas del instante’ el espectro del relato ya no recorre Europa, sino que es su propio motor
Es  ya plenamente en los dominios del realismo mágico donde sucede la relación  entre lo humano y lo inhumano en Criaturas del instante (Libros de la  Herida, 2023), de Aurora Delgado, cuya ambición y singularidad contesta  cualquier atribución definitiva a un género. Novela de aventuras, drama de  Guerra Fría, cuento gótico de fantasmas, ficción especulativa y hasta por  momentos delirio berlanguiano, la apoteosis de tonos, de personajes y de épocas  encuentra en la función (literalmente) mediúmnica de la narradora una  externalidad que sugiere el mundo como historia que se cuenta a sí misma. Cabría  ver en la escena que parodia a un Stalin desbordado, tenaz en su pose salvífica  pese a toda evidencia, el emblema de la cosmovisión de la autora: una que  encuentra el humor contra el poder en el distanciamiento de los fantasmas. Sin  un Gran Autor que le dé forma, el espectro del relato ya no recorre Europa,  sino que es su propio motor. Lo humano queda así definido no ya como  linealidad de las teorías y las pasiones, sino como discontinuidad gótica,  efecto de textos y archivos que se dicen y se desdicen como fallas: fuerzas textónicas.  Si el estructuralismo entendió la textualidad como único horizonte posible del  conocimiento de lo humano, Delgado recurre a la espectralidad de los  textos (la imposibilidad de su fijación) para asomar al lector a la broma  infinita de la historia.
En un registro más minimalista se mueve Color puro (Mutatis Mutandis, 2023), de Sheila Heti, con traducción de Eugenia Vázquez. En la novela, lo inhumano aparece como transmutación de la protagonista en hoja de un árbol en compañía de la voz de su padre muerto, especie de metáfora realizada de las deudas y los atascos en la vida, acaso de la depresión. Con cada estado del relato (el enamoramiento, la muerte del padre, la propia transmutación) la narradora hace sonar un tema con variaciones en un proceso de adaptación que solo acaba cuando la cadena reflexiva parece agotada por completo. Heti habla aquí de la transitoriedad de los estados de vida en dos sentidos, como experiencia y como biología, y refiere el segundo como orden extrahumano irrenunciable que también funciona según la premisa del agotamiento. Muy presente en las cavilaciones de la protagonista, la fantasía del mundo como un primer esbozo de Dios continúa esta misma lógica en una escala existencial. En el segundo esbozo, presuntamente más perfecto e inocente, “el mundo vegetal no contará ninguna historia”. En ese silenciamiento inhumano, donde ni siquiera cabe la aceptación, la propia idea de tristeza se disuelve y la neurosis da lugar a un estado solo pensable, quizá, desde la primeridad que da título a la obra.
Del realismo cibernético al realismo mágico, cada vez más alejadas del ensimismamiento que aboga por el paraíso perdido del humanismo, las derivas de cierta narrativa independiente proponen ampliar el foco. Consecuencia de ello es una escala que entiende lo humano como parte de algo inmanente e insondable, incluso que huye de la necesidad de entender lo humano. Si las interferencias parasitarias que podían encontrarse en Tetsuo y The addiction daban por sentado que lo inhumano necesitaba lo humano para completarse, las contemporáneas no presuponen aquel humano completo y original, reminiscente de la religión por mucho amparo que encontrara en el proyecto ilustrado. Más bien entienden lo humano, à la Deleuze, como algo sucedido a partir de inhumanidades y entregado a nuevas inhumanidades; una intensidad que, por no tener referencia, acabó recibiendo un nombre. La victoria de unos cuerpos y la derrota de otros nunca fue el origen de nada, sino más bien el final. Los parásitos no necesitan, nunca necesitaron, huéspedes perfectos.
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“El cuestionamiento de la forma literaria es también un cuestionamiento de la forma en que pensamos”
        
      
      Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
Hipersticiones, xenorrealismos y crítica cultural.
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Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
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