Opinión
La República de los Símbolos
Intentar aunar bajo antiguos símbolos poblaciones dispares no parece la estrategia más adecuada, a no ser que no se tenga otra cosa que ofrecer.

Ni social, ni popular, ni digital. Al final, la República de Catalunya será simbólica. El pasado martes día 30, en el acto de presentación del Consejo por la República en el Palau de la Generalitat, asistimos a un nuevo episodio del ya largo epílogo que está viviendo el procés. Si entre bambalinas unos y otros, pero sobre todo los otros, reconocen que es el momento de echar el freno y alejar unos años el horizonte político de la independencia, ese sector cada vez más líquido que gira en torno a Carles Puigdemont parece empeñado en seguir ocupando los menguantes espacios que la tozuda realidad les deja.
Así, por un lado, la inactividad parlamentaria y legislativa, los desencuentros entre socios de Gobierno y el resquebrajamiento de la unidad independentista y, por otro, la omnipresencia del president Quim Torra en toda aquella feria o festival tradicional que se lleve a cabo, la proyección de la ratafia como bebida catalana por excelencia y la escenificación de lo que algunos medios han denominado el "aurresku catalán", el Ball d'Homenatge, durante la presentación del mencionado Consell, dejan claro que si este espacio existe se manifiesta básicamente a través de los símbolos.
Justo este año se cumple el ciento cincuenta aniversario de la publicación de El Manifiesto Comunista de Marx y Engels, hecho que vino a coincidir con aquello que la moderna historiografía denomina la Primavera de los Pueblos, esto es, la gran oleada revolucionaria que vivió Europa tras la restauración absolutista y que tuvo en 1848 uno de sus ejes principales. El surgimiento del mundo obrero organizado coincidió históricamente con la consolidación de los Estados-nación y no por casualidad; un nuevo orden estaba naciendo.
No obstante, si la obra marxista perseguía que este orden fuera más justo para los trabajadores, el emergente nacionalismo europeo tenía una agenda distinta: unificar bajo una misma soberanía aquellos numerosos pueblos que, hasta ese momento, habían vivido separadamente con el fin de alcanzar su propio programa, el de la ciencia, la industria y el capitalismo. Tras la derrota de los primeros, la Primavera de los Pueblos será, principalmente, una estación burguesa.
Ni social, ni popular, ni digital. Al final, la República de Catalunya será simbólica
Es entonces cuando surgen los símbolos nacionales como poderosos vehículos de adscripción identitaria. Las banderas, los himnos, las flores y animales que pueblan la iconografía de los nuevos Estados, pero también los bailes, los días feriados y las canciones. No hay nación, Estado o no, que no cuente con una amplia panoplia de elementos canalizadores de lo que considera su identidad. Muchas de las tradiciones y rituales que creemos ancestrales provienen de aquellos días en que la nueva clase al mando buscaba en el interior de sus fronteras elementos que permitieran dotar de legitimidad el orden establecido.
Esto, que podía tener sentido en un mundo relativamente aislado, con unos medios de comunicación primitivos y de alcance relativo y unos pueblos y ciudades más o menos homogéneos, no parece tener mucho sentido en el siglo XXI. Si algo caracteriza las sociedades contemporáneas es precisamente su fragmentación e hiperconexión. Empeñarse en ello es, cuanto menos, ineficaz; se persigue constituir una sociedad basada en elementos de profunda raigambre, sin duda, instaurados por unos lejanos padres fundadores, aunque con poca conexión con la realidad. Intentar aunar bajo antiguos símbolos poblaciones tan dispares no parece la estrategia más adecuada a no ser que no se tenga otra cosa que ofrecer.
Actuando así, únicamente se consigue una República de los Símbolos, pero no una República de las Calles. Sin embargo, quizás aquí podría estar la explicación: evitar a toda cosa la revancha de los perdedores de la Primavera de los Pueblos.
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