Opinión
El 'espacio Vivido' de la diáspora: inscripción material y resistencia afectiva del habitus gallego

Partiendo de los estudios críticos del espacio de Lefebvre, se analiza cómo la diáspora gallega en Barakaldo transformó el barrio de Arteagabeitia en un “espacio vivido” de resistencia cultural y afectiva. La comunidad migrante, a través de la cooperación, la toponimia y la vida cotidiana, inscribió su identidad en el paisaje urbano vasco.
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El hórreo del centro gallego, protegido como "manifestación representativa del patrimonio cultural inmaterial" (Fuente: Barakaldo Digital)
15 nov 2025 06:00

La diáspora gallega constituye uno de los fenómenos sociales, políticos y económicos más prolongados de la historia contemporánea de nuestro país. Más allá de las causas estructurales que la motivaron —la pobreza agraria y la limitada industrialización del país, sumadas a la ausencia del reconocimiento político de su condición nacional—, la diáspora se convirtió en un elemento constitutivo del sujeto gallego. Galicia es, así, una colectividad que trasciende sus fronteras geográficas: una nación expandida, articulada a través de redes migratorias que configuran uno de los ejes centrales de su factor diferencial. La experiencia diaspórica dio lugar a una identidad dispersa pero interconectada, capaz de reinscribirse en múltiples territorios sin renunciar a su continuidad simbólica. Desde finales del siglo XIX, miles de gallegos se desplazaron hacia las áreas industriales en busca de estabilidad. Entre los destinos más significativos destacó Euskadi y, más concretamente, la villa de Barakaldo, núcleo obrero de la margen izquierda de Bilbao, que se convirtió en un espacio de acogida y reconfiguración identitaria.

El actual barrio de Arteagabeitia, hoy plenamente integrado en la metropoli bilbaina, tiene su origen en un proyecto comunitario promovido por la diáspora gallega. Fue el Centro Gallego de Bizkaia —fundado en 1901, el segundo más antiguo del mundo— quien impulsó, en 1962, la construcción de la Cooperativa Grupo de Viviendas Santiago Apóstol, un conjunto residencial situado entonces en los arrabales de la población y conocido popularmente como el barrio de los gallegos. La sede social del Centro se instaló en uno de los bajos de las viviendas, en la actual Calle Galicia, convirtiendo el espacio habitacional en un núcleo de vida comunitaria y simbólica. En este enclave, la identidad gallega transita de lo simbólico a lo material, del imaginario a la práctica territorial: el barrio deviene un auténtico locus de enunciación diaspórica, donde lo urbano se transforma en resistencia cultural y afectiva.

Este artículo propone una lectura de la experiencia gallega en Barakaldo a partir de la tríada espacial de Henri Lefebvre —espacio concebido, percibido y vivido— para analizar cómo la comunidad inscribe, negocia y performa su pertenencia, entendida no como una esencia fija, sino como un proyecto geográfico: una práctica social en continua negociación, expresión del derecho a la apropiación del espacio y a la preservación de la memoria.

La fundación del barrio de los gallegos fue un acto de planificación no oficial, un ejercicio de soberanía material que precedió cualquier tipo de validación por parte de las administraciones

Espacio concebido y la política de la visibilidad

La inscripción identitaria de la diáspora no puede comprenderse sin asumir que el espacio urbano es, él mismo, un producto social. La dimensión del espacio concebido, según Lefebvre, se refiere al orden abstracto de la planificación, a las representaciones oficiales del territorio y a las ideologías que lo sustentan. Es el ámbito en el que el poder nombra, donde el urbanismo se convierte en una gramática política. Pero, en el caso de Arteagabeitia, esta fase de concepción inicial no fue responsabilidad de las instituciones clásicas, sino que nació precisamente de la comunidad gallega autoorganizada. En un acto fundacional de autonomía, el propio barrio fue diseñado por los gallegos que lo habitaron.

El nombre Santiago Apóstol, elegido para el polígono, y la posterior instalación del Centro Gallego en sus bajos, expresaban ya entonces una voluntad de autoinscripción simbólica: hacer visible una comunidad que, ausente de reconocimiento institucional, debía producir su propio espacio y nombrar su propio territorio. Este primer momento de creación popular y cooperativa revela una política del espacio desde abajo, una estrategia de legitimación frente a las limitaciones de un sistema urbano y político que, en los años sesenta, no reconocía la diversidad nacional interna del Estado. La fundación del barrio de los gallegos fue, así, un acto de planificación no oficial, un ejercicio de soberanía material que precedió cualquier tipo de validación por parte de las administraciones.

Con el paso de las décadas, ya en el contexto democrático, se produjo una segunda fase de visibilización: el reconocimiento institucional a través de la toponimia. La aparición de denominaciones como Calle Galicia, Santiago Apóstol o Breogán representó un gesto de incorporación simbólica de la comunidad gallega al paisaje urbano. Este reconocimiento tardío puede interpretarse como resultado de la consolidación social y económica de la diáspora, pero también como expresión de un proceso más amplio de institucionalización de la diversidad en el marco de un Euskadi que procuraba redefinir su proyecto nacional en un contexto creciente de pluralidad. La toponimia gallega en Barakaldo puede leerse, pues, como una tentativa de articular una identidad vasca más inclusiva y acorde con la realidad social del país.

Al otorgar visibilidad oficial, también se produce un proceso de normalización de la diferencia, en el que la memoria de la migración es absorbida por el relato cívico vasco como signo de pluralidad y convivencia, pero al precio de, quizás, perder parte de su fuerza de alteridad

Sin embargo, esta integración institucional lleva consigo ciertas ambivalencias. Al otorgar visibilidad oficial, también se produce un proceso de normalización de la diferencia, en el que la memoria de la migración es absorbida por el relato cívico vasco como signo de pluralidad y convivencia, pero al precio de, quizás, perder parte de su fuerza de alteridad. Esta secuencia muestra con claridad que la comunidad gallega no se limitó a ocupar el espacio, sino que lo concibió, lo nombró y lo cocreó, ejerciendo un auténtico derecho a la ciudad en clave diaspórica. La posterior institucionalización, ya dentro de un Euskadi en diálogo consigo mismo sobre la composición de su sujeto nacional, añade una nueva capa de significado: el paso de un espacio concebido desde abajo —como proyecto cooperativo e identitario— a un espacio reconocido desde arriba, integrado en las políticas de la visibilidad y de la diversidad.

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PNIA 1976 y 2023, Ministerio del Interior. En rojo, el Conjunto de Viviendas Santiago Apóstol.

Espacio percibido y vivido: afectos, materialidad y resistencias

Si el espacio concebido refleja el orden del poder, el espacio percibido se refiere a la práctica diaria, a las rutinas y a la experiencia directa del territorio. En Arteagabeitia, esta dimensión se materializa en la red de bares, asociaciones y comercios que sustentan la vida comunitaria gallega. Estos lugares operan como nodos de capital social y emocional, generando una trama de interdependencias que garantiza la reproducción cultural. La concentración de estas prácticas en un territorio delimitado favorece tanto la continuidad cultural como la integración progresiva. Este nivel de la experiencia funciona como mecanismo de protección simbólica, habiendo mitigado el estrés migratorio y garantizando la posibilidad de vivir la migración sin ruptura con la identidad de origen. Es Tim Edensor quien nos permite entender este fenómeno como la traslación geográfica de un habitus nacional: un conjunto de disposiciones y sensibilidades que encarnan la nación en el cuerpo y en el espacio.

El espacio vivido, por su parte, es el ámbito de la imaginación y del afecto, donde lo funcional se transforma en expresivo y el territorio en obra colectiva. Es aquí donde la cultura se convierte en práctica vital, y el sentimiento de comunidad se manifiesta en las fiestas, en la lengua, en la música y en las formas de hospitalidad que reconfiguran el sentir de la pertenencia. El Centro actúa como epicentro de esta dinámica: un espacio que encarna el derecho a inscribir la propia identidad en la ciudad y a hacerla visible. A través de estas prácticas, Arteagabeitia deviene un auténtico espacio vivido de la diáspora, donde el afecto repara las fracturas de la migración y la cultura transforma la urbanidad en experiencia compartida.

A través de estas prácticas urbanas, Arteagabeitia deviene un auténtico espacio vivido de la diáspora, donde el afecto repara las fracturas de la migración y la cultura transforma la urbanidad en experiencia compartida

Esta inscripción también se materializa en el paisaje visible. El hórreo, erigido en 2002 con motivo del centenario del Centro, construido por canteros de O Porriño, trasciende su valor ornamental: es un monumento ontológico, un recordatorio cotidiano de la identidad. Su presencia integra en el paisaje industrial vasco un fragmento de la arquitectura vernácula gallega, naturalizando la memoria y convirtiendo el objeto rural en un símbolo de continuidad. El hórreo materializa así un habitus gallego que valora la relación con la materia; una forma de resistencia que integra el sentimiento de origen en la vida ordinaria. En el mismo sentido, el conjunto escultórico dedicado a Rosalía y Castelao otorga corporeidad a la memoria de la nación desplazada. Estas figuras, convertidas en tótems culturales, trasladan al paisaje vasco la memoria política de Galicia.

La toponimia simbólica ya mencionada —las calles Galicia, Breogán, Santiago Apóstol— completa esta arquitectura de la memoria, convirtiendo el nombre propio y la dirección postal en recordatorios diarios de la pertenencia. Pero la identidad no se limita a la piedra ni al símbolo. Su fuerza reside también en la performatividad afectiva de la cotidianidad, en las prácticas no representacionales que, como señala Nigel Thrift, configuran atmósferas de pertenencia: el olor de las fiestas, la música en un bar, la conversación en gallego que uno puede escuchar entre diversas generaciones en las calles del barrio. Estos microgestos conforman una ecología afectiva que transforma el espacio planificado en espacio vivido, un urbanismo alternativo en el que el afecto y la memoria operan como resistencia a la desposesión.

Con todo, la visibilidad performada no está exenta de ambivalencias. Ciertas celebraciones colectivas —como el Día de Galicia en Euskadi o las fiestas de Santiago Apóstol promovidas por el propio Centro o por instituciones locales— ejemplifican esa tensión entre la autoafirmación comunitaria y la espectacularización de la identidad. Lo que en origen constituye una práctica autónoma y afectiva, un ritual de reencuentro y continuidad, puede transformarse en performance pública orientada al reconocimiento externo, en la que la comunidad se representa ante ojos ajenos. En este tránsito, la identidad deviene tropo: una imagen de sí misma, codificada para ser reconocida y consumida y, consecuentemente, asumida por el sujeto mismo.

La identidad gallega no es un residuo nostálgico, sino un proyecto espacial activo, que negocia y afirma la diferencia en el marco de las dinámicas del nacionalismo vasco y de las políticas urbanas neoliberales

Este proceso no es ajeno a las lógicas contemporáneas de mercantilización cultural ni a las dinámicas institucionales de gestión de la diversidad. Al convertirse en producto cultural, la fiesta corre el riesgo de perder parte de su densidad experiencial, de verse reinterpretada como tradición inofensiva o marca identitaria sin conflicto. La apropiación institucional —ya proceda de entidades gallegas, ya de las vascas— puede, sin pretenderlo, reconfigurar el sentido político del acto, desplazando la memoria colectiva hacia una representación folclorizada, más útil para la exhibición multicultural que para la reafirmación crítica de la diferencia.

El desafío para la comunidad gallega consiste, precisamente, en mantener una autonomía reflexiva y afectiva frente a estos procesos: distinguir entre la apropiación sincera, que refuerza el vínculo y la pertenencia, y la representación superficial orientada a la validación externa. La defensa del habitus gallego como práctica viva, ni como imagen ni como evento, constituye una forma de resistencia a la despolitización de la cultura y a su conversión en signo intercambiable en el mercado simbólico de la diáspora.

Este artículo se publicó inicialmente en la revista gallega Clara Corbelhe el 31 de octubre bajo el título 'O “Espazo Vivido” da diáspora: inscrición material e resistencia afectiva do habitus galego en Barakaldo'. Ha sido traducido con el permiso expreso del autor y de la publicación.
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