Opinión
No apartar la mirada. Sobre el dolor de contemplar un genocidio

Lo que está sucediendo en Palestina no es, ni mucho menos, el primer genocidio cometido por el ser humano, pero sí es el que, pese a la lejanía geográfica, más nos está interpelando en tanto testigos oculares y casi en tiempo real. La retransmisión constante nos sumerge en una intensa interacción con el horror, en consecuencia, surgen diferentes maneras de afrontar este mirar, diferentes posturas acerca de qué, cómo y cuánto ver.
En un presente dominado por las redes sociales y la viralidad de vídeos e imágenes, el modo en que distribuimos nuestra atención cobra relevancia política, implica un posicionamiento ético que apenas estamos empezando a comprender y cuya repercusión aún estamos sopesando. La posibilidad de observar una injusticia mientras sucede cambia el modo en que se desarrolla, eleva las probabilidades de impedirla, obliga a hacerse preguntas incómodas a quienes la están cometiendo y anima a las víctimas a mantener la esperanza. En el caso más concreto del genocidio del pueblo palestino (y de cualquier otro genocidio, en realidad), la visibilidad es determinante a la hora de diseñar estrategias militares y políticas, ya que condiciona la ampliación o reducción de los límites de lo permisible y del nivel de crueldad a utilizar. No en vano, Israel ha dedicado varios de sus ataques más precisos a periodistas que cubrían el conflicto. Sabe que la mirada es uno de sus enemigos.
La posibilidad de observar una injusticia mientras sucede cambia el modo en que se desarrolla, eleva las probabilidades de impedirla
La gran pregunta es ¿qué hacemos con el malestar que produce este mirar? ¿Cómo compaginamos la responsabilidad ética de contemplar un genocidio, con la necesidad legítima de resistir emocionalmente? Ya hay muchas ideas propuestas, tales como hablar con otras personas sobre lo que sentimos, involucrarnos en las movilizaciones, poner en común la indignación, tomar las calles, participar de los boicots... El activismo, la divulgación y el compromiso son, en estos momentos, cruciales para tratar de parar el genocidio y también, aunque no sea su función principal, para dar salida a nuestro malestar. Pero además, creo que es importante explorar la dimensión política del dolor, otorgándole un significado y un papel en todo esto. El malestar no es un mero subproducto de la situación, sino un modo de estar en ella y tomar partido, una pieza activa que no debemos restringir al ámbito de lo emocional, ni limitar a un conjunto de sensaciones corporales o de pensamientos negativos.
Podemos verlo claramente si tratamos de contestar a quienes opinan que sentirse mal no cambiará nada, que para qué seguir de cerca lo que sucede si solo va a traer un sufrimiento innecesario. Por una parte, es cierto que a nadie le sirve nuestra aflicción “en sí misma”, que per se no activa un cambio de situación. Pero también es cierto que el sufrimiento “en sí mismo” no existe, siempre viene anclado a una realidad y en muchas ocasiones manifiesta nuestro posicionamiento respecto a ella. El dolor es la consecuencia lógica de nuestra posición de rechazo ante aquello que miramos, un indicativo de que el genocidio no nos deja indiferentes, no un elemento que aparece a solas y cuya única función es fastidiarnos. Se sigue hablando de Gaza, en parte, porque sufrimos por ella, y sufrimos porque la miramos. Nuestro malestar cobra relevancia geopolítica al condicionar la dirección de nuestra atención y decidir si la violencia ocupará un espacio público o un lugar oculto. Aunque no tenga consecuencias directas y a corto plazo, sostiene el problema como problema, mantiene lo que está sucediendo en la esfera de la indignación y del horror.
El activismo, la divulgación y el compromiso son, en estos momentos, cruciales para tratar de parar el genocidio y también, aunque no sea su función principal, para dar salida a nuestro malestar
Por otra parte, el padecimiento nos recuerda que estamos hablando de seres humanos con quienes compartimos un mundo de relaciones, un marco de normas de respeto mínimas. Otorgamos dignidad a todos sus habitantes, sin que sean necesarias más credenciales. No es casualidad, por tanto, que buena parte de nuestro dolor tome forma de indignación: el genocidio violenta este reparto de dignidad, rompe los marcos del mundo compartido. Renunciar al dolor implica validar que este reparto sea selectivo y estratégico, en lugar de indiscriminado y total. Comprometemos nuestro bienestar porque somos conscientes de que hay mucho en juego. Sus vidas son más importantes que nuestra estabilidad afectiva: “mi tranquilidad” no es del todo mía, no quiero (aunque puedo) reivindicarla mientras sucede un genocidio, no quiero (aunque puedo) aprobar la matanza en mi fuero interno, ni, por tanto, en el externo. Al contrario de lo que se nos dice, nuestras emociones individuales no son tan importantes, el malestar está imbricado en este mundo compartido, lo que hacemos con él importa.
Pero no hay que seguir una lógica cuantitativa; no por ver más contenido sobre el genocidio vamos a agregar ética a la realidad como cuando añadimos sal a la comida. No se trata de expiar un pecado, ni de una penitencia moral sin la cual nos quitan el carnet de seres humanos compasivos. Tampoco consiste en dejar de disfrutar de nuestra vida, ni en hablar únicamente de Gaza, ni en rebuscar la enésima crueldad de las IDF. Lo que hacemos con nuestro sufrimiento es importante porque, si lo evitamos a toda costa, imposibilitamos un posicionamiento, pero si nos regodeamos en él, podemos llegar a desensibilizarnos y normalizar algo que jamás debería normalizarse. Ambos extremos convienen al proyecto genocida. El equilibrio es complicado, pero no imposible. Por eso es importante comprender que ver vídeos o no verlos no es lo central, lo central es no dar por válido este mundo como si nada estuviese pasando, no utilizar la evasión como posición política, ni dar por zanjado el tema solo porque “no puedo hacer nada”. Convivir con la impotencia de una manera responsable permite atestiguar de forma consciente, tanto este genocidio, como otros excesos. Sufrir para mirar mejor, no para dejar de hacerlo.
Se sigue hablando de Gaza, en parte, porque sufrimos por ella, y sufrimos porque la miramos. Nuestro malestar cobra relevancia geopolítica al condicionar la dirección de nuestra atención
Pero además, la batalla por la mirada continúa más allá de Palestina, en un largo plazo que se juega, en gran parte, en el terreno afectivo. El futuro viene cargado de horror político e injusticia, si no aprendemos a observar y sostener el malestar que implica, no podremos involucrarnos y comprometernos. Esto requiere distribuir los tiempos de atención, donde la clave, como hemos dicho, no es consumir más o menos contenido, sino mantenerse en conexión con lo que sucede. El malestar derivado de esta conexión no es el enemigo, ni tampoco es la dosis diaria de penitencia que calma nuestro remordimiento, sino un lugar de encuentro y reflexión, un motivo para hablar, exteriorizar y compartir, una pieza a articular en un engranaje político que nos acerque al compromiso y a incrementar nuestra presencia. La regla por la cual priorizamos la felicidad por encima de todo ya no vale (en realidad, nunca valió), y lo que hacemos con nuestras experiencias de sufrimiento ha dejado de ser inocuo. Necesitamos redefinir el juego entre sufrimiento y alegría, no para rechazar uno u otro, sino para iniciar un conversación sobre la dimensión política de nuestro malestar y el papel que puede jugar a la hora de dar forma al mundo en que vivimos. Ser capaces de mirar algo atroz es uno de los lugares en los que esta redefinición tiene lugar.
València
València duele: sobre el apoyo mutuo y el abandono institucional
Extrema derecha
El malestar político: entre la ola conservadora y el avance social
Relacionadas
Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.
Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!