València
València duele: sobre el apoyo mutuo y el abandono institucional

Sacrificamos parte de nuestra libertad para que estas instituciones nos defiendan de los peligros del mundo, pero han fallado. La gente ha cumplido, el poder no.
Fotogalería DANA Benetusser Catarroja Chiva - 3
Una voluntaria pasando por un solar convertido en un improvisado desguace tras la dana, en Benetússer. David F. Sabadell
13 nov 2024 06:00

La gente de fuera suele reírse cuando llueve en València, porque la ciudad se para y todo el mundo se queda en casa: los planes se cancelan, las quedadas se interrumpen, todo queda en suspenso. Nunca he sabido darle explicación a esa urgencia de ponernos a cubierto. Ahora entiendo que no se trata de un miedo mío, sino que es mi ciudad la que teme ahogarse. La emoción de alerta no la siento yo como individuo, sino que proviene de una València que quiere protegerme y que para ello vacía sus calles, llena sus casas, acelera los pasos, apaga las luces… son manifestaciones del pánico, como lo son en mi cuerpo la taquicardia o el nudo en el estómago. ¿Las ciudades sienten? No sé el resto, la mía sí. Como la madre patidora que nunca nos previene lo suficiente de los peligros, que no duerme hasta que llegas a casa, que jamás encuentra límite a su incertidumbre. 

Barro. Leo en algún sitio que sacaron más de un millón de toneladas en la riada de 1957, que acudieron miles de personas voluntarias y que fueron ellas quienes salvaron la situación y las vidas en los primeros momentos. Las instituciones ya no son franquistas, pero siguen siendo perezosas, lentas y poco flexibles para reaccionar ante situaciones que se salen de lo rutinario. Hay protocolos para todo, pero también hay, por lo visto, infinitas maneras de entender esos protocolos, de activarlos e interpretarlos. Todo el mundo hacía su trabajo, y al mismo tiempo, nadie lo hizo. Si vamos más allá de las diferencias de interpretación, y del “yo no he sido”, lo que observamos es que este sistema considera válido el escudarse tras un protocolo, en lugar de vergonzoso que nadie decidiese saltárselo para salvar vidas. Formar parte de una maquinaria es un argumento lícito para no tomar iniciativa individual, ni siquiera cuando se trata de un elevado nivel de destrucción. Por eso funciona la burocracia. Por eso también puede matar. 

Las instituciones ya no son franquistas, pero siguen siendo perezosas, lentas y poco flexibles para reaccionar ante situaciones que se salen de lo rutinario

Sacrificamos parte de nuestra libertad para que estas instituciones nos defiendan de los peligros del mundo, pero han fallado. La gente ha cumplido, el poder no. Nadie ha querido hacerse cargo de esta bomba política, porque podía estallarles en las manos. En otras palabras, han dejado morir a la gente porque ellos no querían perder votos, ni sus amigos empresarios dinero. Se trata de un poder incapaz de entender que son vidas humanas lo que tiene a su cargo, que ha priorizado que la gente acudiese a trabajar bajo alerta roja, que ha despreciado la ayuda voluntaria prometiendo una ayuda especializada que no llegaba, que se ha atrevido a formular de manera explícita que no podíamos ir a apoyar a las zonas cero, sabiendo que esto hubiese implicado una prolongación innecesaria de su sufrimiento y un mayor número de víctimas mortales. En una situación de máxima vulnerabilidad las instituciones dejaron de proteger y, en algunos puntos, llegar a suponer un estorbo. Todo por no reconocer que se trataba de un poder desbordado, que las instituciones no eran suficientes, que los organismos especializados no daban abasto. Y además de no reconocer su fracaso, intentaron evitar que la gente se apoyase entre sí, especialmente los primeros días.

Afortunadamente, no se les hizo caso. Frente a esa Política con mayúsculas, ha estado la política con minúsculas. La de la gente que se ha salvado entre sí, sin heroísmos, sin sacar pecho por ello, sin rédito político ni publicitario; más bien por supervivencia, por mantener con vida a la mayor cantidad posible de personas. La solidaridad ha sido impresionante. Riada contra riada. La autoorganización se ha formado de manera completamente espontánea, con muchos errores, caos y desinformación, pero ha funcionado. Es lo único bonito de todo lo sucedido, y en esto está casi todo el mundo de acuerdo. En todas las entrevistas y testimonios se repite como un mantra: “si no fuera por los voluntarios...”, “aquí no he visto ni un militar, han sido los jóvenes”. Ante el nuevo escenario del cambio climático van a tener presencia los bulos y la extrema derecha, va a darse una pelea entre los beneficios económicos y la protección de la población, pero en Valencia ha ganado el apoyo mutuo. La dana ha sido un laboratorio, a partir de esta experiencia se establecerán mejores protocolos, regulaciones y leyes, pero ha quedado claro que no puede relegarse a la población a ser un sujeto pasivo y en estado de indefensión. 

La gente se ha salvado entre sí, sin heroísmos, sin sacar pecho por ello, sin rédito político ni publicitario; más bien por supervivencia, por mantener con vida a la mayor cantidad posible de personas

No obstante, creo que un eslogan como “solo el pueblo salva al pueblo” no es suficiente para analizar este fenómeno. La población no está preparada para tomar en sus manos todos los medios que se requieren en una situación de esta envergadura, está desentrenada y desorganizada. Además, hay límites concretos a la solidaridad: hace falta maquinaria pesada, hay mucho trabajo burocrático por delante, hay que reordenar a nivel urbanístico, muchas tareas requieren un alto grado de especialización… elementos todos que dependen de organismos estatales, autonómicos y municipales. Entiendo que las consignas políticas cumplen la función de poner en juego el aspecto emocional y motivador, y en el caso de València la frase ha cumplido su función, pero no considero que ahí deba concluir nuestra reflexión. Si el pueblo se limita a salvarse, las instituciones se acostumbrarán a ponerlo en peligro. Parece, por tanto, que estamos ante una dicotomía: o el pueblo se autoorganiza para manejar su funcionamiento todo el tiempo –tanto en situación de cotidianidad como de excepcionalidad– o va a seguir dependiendo de las instituciones para que lo administren. 

Frente a esta encrucijada, considero más razonable situarnos en un continuo: las instituciones van a seguir presentes, y considero lo que el pueblo debe hacer es dominarlas, exigirles más y poner sus vidas por encima de ellas. Es necesario cuestionar por qué los organismos estatales y autonómicos son tan inhumanos y están tan alejados de la realidad, por qué tienen intereses propios que no sean protegernos, por qué no quieren permitir que la población se haga cargo de lo que sí puede hacerse cargo. También es necesario continuar asociándonos en colectivo: las estructuras populares son válidas y efectivas, tal y como ha quedado demostrado. Las limitaciones a la solidaridad, más que un argumento a favor de depositar la confianza en las instituciones, son argumentos a favor de tenerlas mucho más vigiladas. Precisamente porque tienen las herramientas que ahora sabemos que son imprescindibles, tenemos la necesidad de incrementar nuestro control sobre los organismos que las poseen. La defensa de lo público no debe quedarse únicamente en exigir más dinero, sino también en que sus engranajes sean más nuestros. En definitiva, una población con más poder, unas instituciones más flexibles y a nuestro servicio.

En ese sufrimiento podemos encontrar la semilla de la verdadera política, la que tiene que ver con la horizontalidad y la comunidad, la que pasa por encima de géneros, colores de piel, clases sociales y géneros

Un elemento clave —aunque de ninguna manera el único— para que este proceso puede llevarse a cabo es el malestar. No hay que olvidar que la riada de ayuda, la que cruza día a día el llamado “puente de la solidaridad”, viene movilizada por el padecimiento de ver a miles de personas afectadas, muchas de ellas conocidas o cercanas. En ese sufrimiento podemos encontrar la semilla de la verdadera política, la que tiene que ver con la horizontalidad y la comunidad, la que pasa por encima de géneros, colores de piel, clases sociales y géneros. Por su parte, el poder se ha movido para resolver la vida y la muerte como problemas técnicos, de manera aséptica y basada en el cálculo.

No creo que la primera sea buena y la segunda mala, pero tampoco que la primera sea solamente una respuesta bonita y la segunda sea la “verdaderamente efectiva”. Ambas han sido necesarias y quizás uno de los problemas está en que estén tan claramente diferenciadas y repartidas en dos instancias inconexas. La gente de a pie necesitamos una mayor participación en la cuestión técnica y legitimidad para implicarnos en las cuestiones estratégicas. Las instituciones necesitan una mayor capacidad para sufrir y sentirse mal por lo que le sucede a la población a su cargo. Por tanto, hay dos preguntas que hacerse, y ambas están relacionadas con el malestar: ¿pueden llorar las instituciones?, ¿puede pensar racionalmente un pueblo dañado?

En todas las ocasiones que se ha hablado sobre el dolor y el sufrimiento se ha vinculado de manera rápida y exclusiva a la atención de los profesionales de la psicología, quienes se han organizado masivamente para atender a las personas afectadas, desplazándose incluso desde otras partes del estado. Ciertamente, se trata de una ayuda que ha sido y será muy necesaria; hay sufrimientos que no todo el mundo sabe acompañar, experiencias difíciles de comprender y dolores que no siempre queremos presenciar. La pérdida es tan profunda que sus manifestaciones pueden llegar a ser agresivas o desconcertantes. Además, no siempre es sencillo para amistades y familiares dar una escucha adecuada y un apoyo efectivo, en gran parte debido a que también viven un momento de gran fragilidad emocional y puede serles difícil acompañar como la situación requiere. La atención psicológica, en este sentido, puede ser de gran utilidad.

Sin embargo, hay que tener cuidado con reducir el malestar a un mero problema a gestionar por parte de especialistas, equiparándolo a la gestión del estado de las carreteras o del suministro de agua en las localidades afectadas. El sufrimiento no ha aparecido solamente para ser eliminado, sino que también es un actor activo en este escenario, un protagonista que moviliza a mucha gente y paraliza a tanta otra, que enfurece frente a la pasividad de los organismos oficiales, que nos lleva a juntarnos y cuidarnos, o a todo lo contrario. En la onda expansiva de padecimiento que está suponiendo —y seguirá suponiendo— la dana, no todo son problemas de salud mental a diagnosticar y clasificar, muchos de estos dolores son pequeños motores de mejora social, reflexión y puntos de vista críticos.

Es gracias a compartir y reflexionar sobre el malestar que podemos acercarnos a una posición más activa en el campo social, implicando más poder para la gente de a pie y más capacidad para organizarnos en torno a nuestras necesidades reales. También gracias a este proceso las instituciones podrían poner los pies en la tierra y a las personas por delante de las empresas y los poderes económicos. El sufrir que se hace público es más difícil de invisibilizar, tal y como ha quedado demostrado.

Sin malestar predominaría el aislamiento, la indiferencia y la inacción, además de una profunda sensación de soledad en las personas afectadas. Solo sería posible una actuación calculadora y matemática

Pero además, estar mal es una manera de intervenir sobre la realidad. Casi todo el mundo que ha estado en las zonas afectadas o que ha visto las noticias al respecto, siente que “no ha hecho nada”. Sin embargo, el malestar es, en sí mismo, una respuesta. Imaginemos por un momento que nadie fuese capaz de padecer por todo lo sucedido, que hubiese gente que hubiese perdido familiares y amistades, casas y coches, y que nadie se consternase por ello. No habría solidaridad, ni tampoco un reconocimiento de la envergadura de lo sucedido, ni mucho menos una comprensión de la injusticia que se ha cometido. Sin malestar predominaría el aislamiento, la indiferencia y la inacción, además de una profunda sensación de soledad en las personas afectadas. Solo sería posible una actuación calculadora y matemática, tan necesaria, pero también tan insuficiente. Por contra, sentirse mal es involucrarse en la situación, vincular nuestro estado emocional al de otras personas, comprometerlo, arriesgarlo. En otras palabras, hacernos formar parte de una comunidad humana. Pone en evidencia que seguimos considerando a las poblaciones afectadas como dignas de nuestra consideración y preocupación, evitando que sientan que se les ha excluido del derecho a defender su dignidad y recibir respeto. De ahí al apoyo y el cuidado hay solo un paso. 

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Podemos decir, por tanto, que en lugar de vincular sufrimiento con intervención profesional de una manera precipitada, y zanjar con ello “el reto de la salud mental”, habría que preguntarse de qué sufrimiento estamos hablando, qué papel está jugando y qué podemos hacer con él, porque en ocasiones habrá que intervenir y atender a nivel psicológico, mientras que en otras habrá que compartirlo y dejar que nos posicione en tanto personas sensibles y preocupadas por el mundo que nos rodea. No debemos reducir el enorme dolor generado por la dana únicamente a una cuestión de psicología o salud mental. Especialmente si queremos que las instituciones nos tomen en serio y que la riada de solidaridad se repita cuando sea necesario. Estar mal es lo que activa a la población: las personas afectadas sufren y esto les lleva a pedir desde la dignidad, el resto también sufre, y esto les lleva a acudir a ayudar desde la solidaridad. Toda la atención que se le pueda dar al padecimiento será bienvenida, sea por parte de profesionales, amistades o familiares, y ojalá esto no deje traumas ni duelos. Pero el malestar tiene también otra cara: la que nos hace responder en tanto comunidad. Que la primera no nos haga olvidar esta última. 

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