Opinión
Memoria en tiempos de genocidio

Vivimos tiempos distópicos. El presente parece un lugar macabro y absurdo, en la política internacional, en la crisis ecológica y social sin frenos, en el dominio incontrolado de la tecnología de la muerte, en el rumbo suicida que domina el mundo globalizado. Los marcos de interpretación con los que creíamos entender la realidad han estallado en mil pedazos. El futuro se presenta como un apocalipsis inevitable y el pasado deja de ser un relato edificante y se vuelve un arma de genocidio.
Sobre este último aspecto quiero reflexionar en este escrito, sobre la presencia del pasado en la distopía que vivimos. Mi punto de vista es el de una persona que ha dedicado más de diez años de trabajo académico al estudio de las memorias colectivas y que, después de otros muchos, se siente casi obligada a volver sobre estas cuestiones desde la observación inquietante del presente. Intento poner palabras a lo que siento, no porque crea poder aportar alguna explicación novedosa, sino sobre todo porque no quiero dejar de hablar de Gaza.
En realidad, esto no ha sido un fenómeno repentino y, de hecho, parte del espanto que esta constatación produce deriva de la toma de consciencia de que el proceso que lleva a este abuso horrible de la memoria se ha desarrollado durante décadas delante de nuestros ojos
En las últimas décadas, se ha conformado un marco global de la memoria, un prisma cultural que sirve para la interpretación y conmemoración de todas las tragedias humanitarias del siglo XX. El relato fundacional sobre el que se construye ese marco es el genocidio de los judíos de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Los memoriales y las conmemoraciones de ese genocidio se han convertido en los lugares sagrados de lo que Enzo Traverso denomina una “religión civil global”. Es una “religión civil” porque a través de los rituales conmemorativos del Holocausto se ha realizado “la sacralización de un conjunto de valores que aparecen como constitutivos de las democracias modernas” (2023). Y es “global” porque esa liturgia ha servido como referente para elaborar relatos públicos sobre otros genocidios, guerras, masacres, etc. Yo, en particular, estudié las memorias y sus políticas principalmente en América Latina y España, en lo relativo a los crímenes de las últimas dictaduras militares, pero aun en ese contexto tan distinto, los debates historiográficos y las reflexiones sobre las memorias del Holocausto eran el continuo referente.
Ese pasado quedaba muy domesticado, detrás de las vitrinas de los memoriales o de las pantallas donde se proyectaban entrevistas a los supervivientes ya mayores, o de las ramas de flores de las conmemoraciones oficiales de los países de Occidente. Hasta que nos hemos dado cuenta de que esa “religión civil”, convertida en dogma imperativo impuesto desde el poder, estaba a su vez avalando la perpetración de un genocidio. Como en una broma macabra de la historia, los que se consideran herederos de las VÍCTIMAS con mayúsculas de nuestra cultura memorial, se han mostrado como lo que ya eran desde hace mucho tiempo: perpetradores de los mismos crímenes, paradójicamente avalados por su herencia de víctimas que, según el marco discursivo del sionismo, les otorga el derecho a abusar de otros. De repente, la carga de todas las lágrimas vertidas ante los testimonios y los zapatos infantiles de Auschwitz se nos aparece en su cara más siniestra: la herramienta de un chantaje político-emocional de la propaganda del Estado de Israel y de sus aliados, que permea en todos los debates públicos, e incluso privados, sobre el sionismo y el genocidio en curso.
En realidad, esto no ha sido un fenómeno repentino y, de hecho, parte del espanto que esta constatación produce deriva de la toma de consciencia de que el proceso que lleva a este abuso horrible de la memoria se ha desarrollado durante décadas delante de nuestros ojos. Los y las investigadoras de la memoria del Holocausto llevan mucho tiempo analizando críticamente la construcción de ese marco memorial global y sus procesos asociados, pero hasta antes de esta última fase del genocidio, empezada en octubre de 2023, pocos han podido afirmar abiertamente –a nivel académico y público– lo que hoy parece obvio: que la memoria del Holocausto ha sido la piedra de toque del supremacismo sionista y del estado de excepción constante que este ha impuesto en Palestina durante décadas.
Ahora veo que la violación sistemática de los derechos humanos que se perpetra en Palestina desde hace décadas no solo no era una interferencia indebida, sino que era la contraparte indisoluble de la memoria higienizada del Holocausto
Personalmente, en los últimos veinte años, he presenciado en varias ocasiones debates académicos y eventos conmemorativos del Holocausto en los que se censuraba abiertamente el comentario o la pregunta acerca de Palestina. Yo misma me autocensuré ante el discurso de un representante de la comunidad judía de Madrid, en ocasión de un Día de la Memoria, que aprovechaba la conmemoración para reivindicar el derecho del pueblo judío sobre los territorios palestinos. Me entró mucha rabia, pero no me atreví a hablar públicamente, pues ya había visto cómo esa vinculación era tachada de anacronismo indebido, falta de comprensión histórica o interferencia inadecuada. En aquella ocasión, recogí mis cosas y abandoné la sala. Ahora pienso que hubiera debido hablar, como todas las personas que estábamos allí y estábamos pensando lo mismo. ¿Por qué no lo hicimos? Porque cedimos ante un consenso social según el cual hablar de los crímenes israelíes en Palestina implicaba “instrumentalizar” la memoria del Holocausto. Ahora que Israel anuncia al mundo la “solución final” (sic) del genocidio, esta afirmación parece absurda, pues ya ha quedado claro quién está abusando de la memoria, y sin embargo se sigue repitiendo en el discurso hegemónico y sigue sirviendo para silenciar a quienes condenan las políticas criminales de Israel.
Ahora veo que la violación sistemática de los derechos humanos que se perpetra en Palestina desde hace décadas no solo no era una interferencia indebida, sino que era la contraparte indisoluble de la memoria higienizada del Holocausto: una memoria que se materializaba en los memoriales y las conmemoraciones que tanto hemos estudiado, a la vez que en los abusos sistemáticos del sionismo, que tan poco hemos considerado. Es el lado de la sombra, la otra cara de la medalla, el subconsciente que se expresa en las acciones más que en los discursos. Como investigadores e investigadoras de la memoria, hubiéramos debido tener esto muy en cuenta, mantener el asombro y preguntar sobre Palestina en cada debate sobre la memoria del Holocausto, cuestionar por qué la “religión civil” de esa memoria estaba sirviendo para justificar un sistema de apartheid, y cuestionar nuestro propio trabajo a la luz del uso de la memoria que se estaba haciendo para permitir el abuso como sistema.
Como escribe Marianne Hirsch (2025), la memoria del Holocausto ha dado lugar a convertirse en arma genocida en la medida en que se ha estructurado sobre las categorías de trauma y víctima. Hace mucho tiempo, las investigadoras llamaban la atención sobre este aspecto, pero ahora la reflexión se vuelve sangrante. Recordar el Holocausto como lo hemos hecho hasta ahora ha significado convertir a las víctimas en los santos devocionales de una “religión civil”, al precio de despojarlas de sus biografías diversas y contradictorias y, sobre todo, de esencializarlas en términos étnicos. Tenemos que recordar que el genocidio de los judíos de Europa fue precedido por una campaña de asesinatos sobre la población discapacitada y homosexual en el Tercer Reich, y que entre las víctimas de los campos de concentración había muchas personas de otras minorías europeas, como los gitanos, o los opositores políticos, como los españoles que acabaron en Mauthausen. Estas memorias diversas se han ido escribiendo desde los márgenes, a la vez que se fortalecía en el espacio mediático global un relato único del Holocausto, palabra de origen religioso que ya de por sí implica restringir el rol de víctima solo a la población judía. Así, casi sin darnos cuenta, mientras proclamábamos “nunca más”, pensando que eso valía para todos los seres humanos, hemos dado fuerza a un relato que ha acabado siendo un “nunca más” solo válido para los judíos sionistas, y que se arroja con bombas sobre los civiles palestinos, propagando la paranoia de que Hamás y los musulmanes puedan convertirse en un nuevo Hitler.
El giro memorial que se ha dado en el Cono Sur de América Latina puede ser sugerente a este respecto. En países como Chile y Argentina, la maquinaria de la muerte de las últimas dictaduras se ha abatido sobre colectivos difícilmente definibles en términos étnicos o religiosos, sino principalmente acomunados por ser opositores políticos. Por esto mismo, la conmemoración de las víctimas se ha centrado en el concepto universal de “derechos humanos”, que por supuesto ha sido manipulado y vaciado de sentido por los poderes de las nuevas democracias, pero que sigue sirviendo para establecer un puente alternativo entre la memoria de las injusticias pasadas y las urgencias del presente. En nombre de los derechos humanos se conmemoran los desaparecidos de los años setenta y ochenta, a la vez que se reivindica verdad y justicia para los líderes comunitarios indígenas asesinados en los conflictos ambientales actuales. Por eso los museos de la memoria en esos países, aunque pretendan algunos de ellos emular la memoria higienizada y neutra de las víctimas del Holocausto, siguen estando en el centro del conflicto político. Son memorias vivas, con un potencial de cuestionamiento del poder.
Qué se recuerda y para qué
La memoria del Holocausto no es mala de por sí. Lo importante es qué se recuerda y para qué. Las historias y los testimonios del genocidio en Europa nos recuerdan que el horror puede pasar de verdad, y puede pasarnos a nosotros. Aquellas víctimas eran ciudadanos de pleno derecho de los países europeos, eran familias más autóctonas que los cristianos, por ejemplo, en una ciudad como Roma, donde la comunidad judía tenía un arraigo de decenas de siglos. Los testimonios nos recuerdan que los contemporáneos vivieron con incredulidad los rumores acerca de una “solución final” y que siguieron colaborando ingenuamente con el plan de exterminio porque no les cabía en la cabeza que eso podía ser posible. La historia enseña que el horror fue posible a una escala inimaginable, y lo sigue siendo, cada vez más, con armas y sistemas de control y de muerte cada vez más sofisticados. Tenemos que recordar esto, pues lo que pasó ayer con los niños judíos pasa hoy con las niñas de Palestina, y puede pasar mañana con los niños de nuestros vecinos migrantes, o con nuestras propias hijas, como les pasó a las Madres de la Plaza de Mayo. “Nadie está a salvo si el enemigo vence”, escribió Walter Benjamin, quien murió en 1940, mientras intentaba huir del genocidio.
Nos oponemos al genocidio en Palestina porque nos oponemos al orden mundial aberrante que allí se condensa, basado en la supremacía de las armas, en la violación de la vida, en la denigración de la humanidad, en la hipocresía y la impunidad
La memoria del Holocausto también contiene un legado importante en la perspectiva de las responsabilidades, de la “banalidad del mal”, concepto que ha tenido un nuevo auge en la condena social del exterminio de civiles en Palestina, y que deriva de otra gran intelectual reprimida y exiliada por las políticas genocidas de los años treinta. Hemos aprendido que la maquinaria de la muerte se ha apoyado en una infinita diversidad de colaboraciones, silencios y omisiones, cada una de las cuales tuvo su parte en la masacre. Hemos aprendido que la indiferencia y el silencio son cómplices ante la historia. Y esto ha calado hondo en la memoria de los europeos, o de algunos al menos, que se han movilizado por Gaza, reivindicando desde espacios y medios diferentes el no querer ser cómplices ante la historia.
La memoria del genocidio de Europa puede decirnos mucho sobre el mundo en que vivimos. Es una memoria demasiado importante para que se pierda en el odio que genera su abuso por parte del sionismo. Si todavía existe alguna posibilidad de que la memoria sirva para no repetir los horrores del pasado, esa reside en dejar atrás la apología de las víctimas y reflexionar sobre los crímenes, los perpetradores, los colaboradores, sobre las actitudes sociales que facilitan la deshumanización, sobre el horror extremo al que pueden llevar las pulsiones más perversas cuando se convierten en poder absoluto y se arman de tecnología. Y, a la vez, nos puede enseñar sobre las distintas formas de resistencia, la humanidad en medio de la catástrofe, el coraje de quienes han pagado con su vida la solidaridad con otros o la lucha por la justicia. Ese es nuestro patrimonio.
Nos oponemos al genocidio en Palestina no porque las niñas palestinas sean más importantes que los niños sudaneses o los que mueren en los barcos del Mediterráneo, ni que los niños que fueron asesinados en Auschwitz. Nos oponemos al genocidio en Palestina porque nos oponemos al orden mundial aberrante que allí se condensa, basado en la supremacía de las armas, en la violación de la vida, en la denigración de la humanidad, en la hipocresía y la impunidad. Y la historia de nuestras abuelas y nuestros bisabuelos puede decirnos mucho al respecto.
Hoy más que nunca, honrar la memoria dolorosa de Europa significa luchar por Palestina libre.
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