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Nadie dijo nunca que fuera fácil manifestarse contra este Gobierno. No hace falta ser un fan de Pedro Sánchez para sentir la llamada de la cautela: quien apriete al Gobierno desde su izquierda se enfrenta al vacío o a la reconvención de sus iguales. Puede que no te guste, pero piensa en las alternativas. Si tienes un problema de acceso a la vivienda, apunta a Ayuso; si te molestan las devoluciones en caliente, solo imagínate a Javier Ortega Smith de Ministro de Interior; si se trata de política internacional: is very difficult todo esto y además piensa en lo mucho peor que va a ser cuando llegue Trump.
Como el protagonista ausente de De repente, el último verano, Pedro Sánchez más que una persona es una vocación. Una idea de que todo está yendo bien, de que la gente de progreso —o la papilla política a la que se refiere ese concepto— no tiene mucho de lo que quejarse porque ya han pasado los tiempos de reclamar en las calles y estamos entrenados en el realismo. Sánchez representa el derecho a mirar la actualidad desde el distanciamiento, sabiendo que, aunque no sea mucho, el Gobierno hace lo que puede. Es fácil acomodarse en esa idea de ser como vacas que miran pasar el tren. Se llega hasta donde se puede llegar. Y punto.
Esa política de mínimos ha sido hábilmente explotada con relación al genocidio de Palestina. España no es Alemania. Los vericuetos de la historia convirtieron al Estado español franquista en uno de los que no llenó los trenes de los campos de concentración con judíos —aunque hubo españoles en esos campos, a los que, por cierto, no se ha reconocido oficial y debidamente.
Por eso, el Gobierno de Sánchez se ha podido permitir ciertas licencias, tomando las opciones más hostiles a Israel de la gama de las acciones posibles, una gama que es extremadamente limitada y vigilada por Estados Unidos, el principal apoyo del régimen de Netanyahu. Esas medidas “no del todo agradables hacia Israel” no gustan en Washington pero son toleradas por otro principio de realismo: los fantasmas de España no han pasado por la shoá y la acusación de antisemitismo no ha neutralizado a la izquierda española o la ha idiotizado, como ha hecho con la izquierda alemana.
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Reconocimiento y adhesión a la demanda de Sudáfrica
La primera de esas medidas fue el reconocimiento del Estado palestino. Nadie medianamente enterado de las circunstancias del conflicto provocado por Israel en Palestina lanzó las campanas al vuelo a finales de mayo, cuando, años después de lo anunciado y en la precampaña electoral, el Gobierno anunció dicho reconocimiento. No se trata solo de la tardanza, sino de la realidad de que esa medida —que remite a los acuerdos de Oslo— ha quedado como papel mojado, se basa en un esquema obsoleto, y se ha demostrado como completamente insuficiente tanto para parar la ocupación ilegal de Cisjordania como para evitar el castigo colectivo, la limpieza étnica y el genocidio en Gaza.
Por ser más claros: la solución de los dos Estados es, vista desde un Gobierno como el de España, el pretexto perfecto para no hacer nada mientras se seduce a parte de la población ondeando, durante unos minutos, las banderas de Palestina en falsa igualdad de condiciones con la bandera de su verdugo. El reconocimiento de mayo es una medida que le sale gratis al Gobierno, como demuestra el hecho de que, al margen de los aspavientos de Israel, las relaciones con el régimen de Benjamin Netanyahu han seguido su curso, con periódicos recordatorios por parte de José Manuel Albares, ministro de Exteriores, de la “amistad” de España con Israel.
El balance es así de decepcionante: dos medidas de alcance limitado, una un brindis al sol, la otra, una toma de posición que no ha supuesto más que un anuncio y, que sepamos, nada más
El otro “bello gesto” de España ha sido la declaración de intervención en el proceso que se sigue en la Corte Internacional de Justicia a instancias de Sudáfrica. El Gobierno escogió la vía menos comprometedora para participar en el juicio que se está llevando a cabo en La Haya. Se trata de una medida más relevante que el reconocimiento del Estado palestino, pero no está claro el nivel de implicación que el Ejecutivo quiere asumir en ese proceso. Y no lo está porque, desde el anuncio de la adhesión a la demanda, no ha habido ninguna comunicación en ese sentido: no se han acumulado pruebas, o al menos no se ha hecho público nada referente al caso, ni tan siquiera se ha explicado si ha habido reuniones con el equipo legal sudafricano o con algún otro país de los que participa en el proceso. No consta ninguna comunicación sobre lo que se está haciendo.
Por el contrario, lo que se sospecha, es que la autoridad portuaria ha seguido otorgando permiso para atracar en los puertos españoles a barcos que transportan armas para su uso por parte de Israel. Y lo que sí se ha sabido este verano es que, desde el inicio del genocidio, el Gobierno ha mantenido compras de armas israelíes por valor de mil millones de euros. También que estos y otros intercambios se sellaron bajo el amparo de un acuerdo de confidencialidad firmado en 2014. Un acuerdo que no se ha roto. Porque, en lo referente al comercio de armas, la postura oficial sigue siendo la de que no se venden armas, pero, como todo está amparado por el silencio, todo es cuestión de fe. Como la que la gente de progreso le rinde a su vocación, Sánchez.
El balance es así de decepcionante: dos medidas de alcance limitado: una un brindis al sol, la otra, una toma de posición que no ha supuesto más que un anuncio y, que sepamos, nada más. De cuando en cuando, cada vez menos, unas palabras de apoyo al pueblo palestino. No se atendieron ni por un segundo las propuestas de boicot en los juegos olímpicos, ni en Eurovisión. Lo mismo se ha movido en la UE para romper el acuerdo comercial y académico con Israel: nada. No se ha emitido una palabra más alta que otra después de un ataque terrorista con buscas y walkie-talkies. En todo este tiempo no se ha llamado a consultas a la embajadora española en Israel, y esta misma semana se ha emitido un comunicado sobre la masacre de Israel contra la población libanesa en la que se refieren a estos como la represalia israelí unos ataques de Hezbolá que no causaron víctimas mortales. Más de 500 civiles asesinados y la sensación de que lo peor está por venir en Líbano no merecen esa reacción por parte del Gobierno de coalición.
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La presión sobre el Gobierno disminuye a medida que la impune expansión de la maquinaria de muerte israelí deja a la sociedad paralizada, como un corzo mirando los faros del coche que lo va a atropellar. Así las cosas, los llamamientos al realismo, el recordatorio periódico de que solo los políticos estadounidenses (o la sociedad israelí) pueden cambiar realmente las cosas, solo sirven para incrementar la frustración y absolver al Gobierno de la responsabilidad que tiene de hacer todo lo que está en su mano, como romper acuerdos de suministro de armas, para parar el genocidio.
Una apuesta como la huelga general que tiene lugar hoy 27 de septiembre puede, en ese sentido, parecer lo menos realista del mundo; una idea alejada de las capacidades reales de Sánchez, o de cualquier otro, para frenar la impunidad del régimen de Tel Aviv. Pero la pregunta que plantea la huelga es si ya se ha terminado el tiempo de esperar algo de este Gobierno. Y si eso lleva a tomar medidas desesperadas, que se basen en la defensa de los derechos humanos y en la incansable persecución de un mundo en el que no haya partes de guerra con 14 páginas de niños y niñas muertas.
En ese sentido, si el Gobierno no puede aportar soluciones reales, lo normal es que cada vez más se lo señale como parte fundamental del problema. Como se le señalará en otras problemáticas: la vivienda, las fronteras, la desigualdad. Da igual el porcentaje de seguimiento a la política genocida, alguien pagará, en las urnas o en las calles, la acumulación de rabia e impotencia que ha generado un año de masacres. Todo es susceptible de empeorar, sí, también para un Ejecutivo que está perdiendo su fotogenia a la velocidad a la que se expande la desesperación de ver un genocidio que transcurre ante nuestros ojos desde hace ya casi un año.
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La impotencia de la Humanidad. Gobernada por los Netanyahu, los Putin, los Biden, los Trump, los Bolsonaro, los Meloni, los Milei, los Ayuso, etc. Una Humanidad, que, incluso en los estados democráticos, es ninguneada de manera decidida. ¿Qué europeos hemos votado apoyar a Ucrania o a Israel? La Humanidad espera sentada que le den el gobierno de su destino, pero sólo es una observadora impotente mientras la matan. Para que la Humanidad se gobierne a sí misma, necesita una Gobernanza Global, someter a las naciones, necesita una nueva ONU, con capacidad ejecutiva plena. No reformar la ONU, porque es irreformable, sino crear una nueva, paralela, igualitaria y democrática, a la que vayan migrando las naciones a la vez que abandonan la vieja.
Estas organizaciones se crearon en momentos de gran debilidad delnazismo y fascismos en el mundo. Precisamente son los cinco fundadores los que tienen derecho al "veto", cuales defienden ciertas doctrinas que quedaron "enterradas" con la II Guerra Mundial. Ahora, están siendo convertidas y ser desenterradas por intereses del capital armamentístico, e introducidas por sus medios fáctico mediáticos, junto al "neoliberalismo" y gobiernos "bipartidistas", que obedecen al amo yankee, ya sea negro, o blanco, republicano, o demócrata.
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