Opinión
Y en el séptimo día

Estamos solos haciendo lo que podemos contra este desastre: algunas personas hacen tanto como pasarse la noche solas en mitad de las llamas y sin equipamiento alguno para apagar los muchos frentes que amenazan las casas, el ganado, los pastos, los huertos y todo lo que es nuestra vida aquí.

Cuentan que las montañas de Luzón, al norte de Filipinas, fueron arrozales fértiles durante siglos. Pero con la llegada de la industrialización en el siglo XX, la gente joven se fue marchando, los saberes se perdieron, el cultivo tradicional fue sustituido por la agricultura industrial y el arroz, simplemente, se echó a perder.

Me acuerdo de esta historia en el séptimo día de la peor semana de nuestras vidas, cuando cae la tarde y nos encuentra derrotadas, asustadas, enfadadas, sedientas y perplejas. Estamos en una aldea del epicentro de los incendios forestales de Chandrexa de Queixa, los mayores de Galicia desde que se tiene registro, y a un tiro de piedra del lugar donde Feijóo y Rueda, presidentes respectivos del Partido Popular y de la Xunta de Galicia, están negando que la prevención de incendios sea competencia de su propio gobierno autonómico.

Nosotros, la vecindad, estamos solos haciendo lo que podemos contra este desastre: algunas personas hacen tanto como pasarse la noche solas en mitad de las llamas y sin equipamiento alguno para apagar los muchos frentes que amenazan las casas, el ganado, los pastos, los huertos y todo lo que es nuestra vida aquí; otras hacen guardia, aprendiendo a contrarreloj la orografía del lugar, los nombres de los campos, las fuentes y los valles, pues es la única nomenclatura que tenemos para reportar al grupo dónde hemos visto humo exactamente y valorar cuánto de peligroso es. Hemos sido abandonadas, esa es la sensación, y estamos, sobre todo, sin coordinación alguna.

En siete días nadie ha venido a darnos instrucciones estratégicas, ni a compartir un protocolo de seguridad, a nadie se le ha ocurrido aprovechar el enorme potencial humano que somos, y nadie se ha acercado, por supuesto, a protegernos de manera sostenida

En siete días nadie ha venido a darnos instrucciones estratégicas, ni a compartir un protocolo de seguridad, a nadie se le ha ocurrido aprovechar el enorme potencial humano que somos, y nadie se ha acercado, por supuesto, a protegernos de manera sostenida más allá de dos actuaciones puntuales, ni a darnos un teléfono específico más allá del número de emergencias general. Nosotros y nosotras, quiero aclarar, no somos voluntarias en este incendio: nosotras somos obligadas, gente que no tenemos más remedio que estar aquí porque no hay nadie más, una fuerza de choque con la que nadie parece estar contando y que se está dejando aquí, literalmente, la piel.

Nos sentamos a tomar un descanso, ahora que la aldea de arriba parece de nuevo estabilizada, antes de meternos en otra noche infernal en la que estaremos de nuevo solas y a oscuras, ahora que una brigada, en condiciones laborales de vergüenza, se la ha jugado para apagar de manera profesional y duradera uno de nuestros frentes, y es ahora cuando nos salen la pena y la impotencia. Dicen que algunos fuegos han sido provocados, pero de nuevo, como en la covid, como en la dana, no es la cerilla la que hace el incendio, y todas nuestras conversaciones van del ahora absoluto al pasado mañana, al cómo salir de esta y cómo hacer para que esto no se repita, conscientes de que no podemos contar con las administraciones porque no nos atienden y porque no nos entienden.

—Necesitamos quemas controladas—, dice mi primo Odilo, que subió hace dos noches para meterse en el incendio, un participante obligado por el abandono.

Las quemas controladas, me cuenta, es lo que hacían antes los pastores. Se hacían fuera del tiempo de sequía, cuando todo estaba húmedo y no había peligro. La tierra quemada no arde, así que necesitamos trozos donde el fuego no encuentre combustible, quemas para que el monte no sea un manto continuo.

Lo escucho y me hace gracia pensar en el embalse que tenemos un poco más abajo y que se ha comido nuestras tierras más fértiles: el río puede contenerse para que las hidroeléctricas produzcan electricidad, pero está prohibido ponerle límites el monte para que no arda el propio monte.

Puedes hacer quemas, me aclaran, si consigues un permiso que te da gente que no conoce el terreno y que no puede tomar decisiones informadas. Así que, en la práctica, apenas conseguimos hacerlas.

Con Pablo nos hemos convertido estos días en una especie de cuerpo híbrido: él, que no puede caminar a causa de un accidente, y yo que no he visto un fuego en mi vida. Así que me manda a hacer cosas que no entiendo, y así le hago de piernas mientras él me hace de cabeza a mí. Pablo me pone como ejemplo unos arbustos que crecen en nuestra sierra, esa misma que ha ardido por completo en estos días. Estos arbustos, me dice, son una especie protegida porque están en peligro de extinción. Pero hemos avisado muchas veces de que en algunas zonas de la sierra son un peligro para la propagación de incendios, y que es necesario desbrozarlos para que no arda todo. Son dos verdades que entran en conflicto. Pero no nos dan permiso porque entienden la protección desde lo individual, quieren proteger el ejemplar aun a riesgo de la especie entera e incluso del ecosistema que sostiene la posibilidad misma de la especie.

Judith lo piensa en su conjunto. Ella es de aldea, una conocedora ancestral del terreno, pero también es ingeniera. A veces se dibuja un panorama dicotómico, como si la gente de aldea supiese mucho pero no tanto, como si no pudiese tener también los conocimientos académicos, como si no hubiese personas que aúnan la experiencia y la especialización.

—Esto se soluciona —asegura Judith— con la gestión de los montes. El monte, la naturaleza está intervenida desde hace miles de años y hay que gestionarla de manera sostenible; cuidarla es eso, no es abandonarla ahora a su suerte. Y para cuidarla —sigue— tiene que estar habitada.

Cuando en Queixa teníamos rebaños comunales, con miles de ovejas y cabras, el monte estaba limpio y los incendios no se propagaban. Podían encenderse, pero no corrían.

Las leyes pensadas desde las ciudades dificultan tanto la vida sostenible en el campo que la gente prefiere marcharse a las ciudades por sueldos de miseria

Las dificultades administrativas para la vida en lo rural están siempre en el centro de las conversaciones. Las leyes pensadas desde las ciudades dificultan tanto la vida sostenible en el campo que la gente prefiere marcharse a las ciudades por sueldos de miseria. Las apuestas políticas parecen un callejón sin salida: una defensa de la naturaleza buenista y, sobre todo, universalista, o un ataque a la ecología de tintes fascistas y que esconde una apuesta por las grandes empresas del campo. Dos caras del mismo modelo: el abandono o las macrogranjas neoliberales.

Una parte de nuestra sierra, prosigue Judith, pertenece a Red Natura, que es una figura de conservación. No nos deja cortar leña para calentarnos, ni hacer pistas, ni cortafuegos, y ese modelo de conservación tan poco orgánico ha propiciado que todo ese ecosistema que decían proteger desaparezca en una noche. ¿Cómo vamos a reconstruir esto ahora? ¿Van a llevar topos, y ratones, y lombrices a mitad de la sierra con helicópteros? ¿Cómo vamos a regenerar todo esto que no hemos sabido cuidar por no podar cuatro ramas a tiempo?

Noelia es otra de mis personas preferidas en el mundo. Muy joven, muy lista, preparada, resolutiva, generosa. Es de las vecinas que se quedaron aquí en la peor de las noches y salvaron la aldea, es quien metió a sus dos gatas silvestres en el coche porque “marcharse con solo lo imprescindible” para ella significa eso, y es a quien quisiéramos proteger porque es la pequeña y es la que nos acaba protegiendo a todos. Necesitamos, dice, medios de extinción adaptados al medio. Los camiones de bomberos no pueden cargar agua del río porque son demasiado grandes para nuestros caminos de carro. Y esos caminos hay que convertirlos en pistas para que, llegado el momento, pasen los camiones de salvamento. Lo hemos pedido miles de veces, pero no se prioriza.

Como se ha pedido mil veces, pienso, que se dejen desbrozar las orillas de los ríos que están llenas de abedules y de maleza. Si nos dejaran desbrozar, afirman, el río haría su efecto de cortafuegos natural, pero no lo hace porque las copas de los árboles de ambos lados se tocan y hacen de puente para las llamas. Dan tanta sombra a los ríos, me dicen, que han desaparecido las truchas…

Aquí, anoche, por primera vez en la vida, no se oían las lechuzas, como si el mundo estuviese vacío, hoy no hay mariposas ni pasto alguno para las vacas que se han librado del fuego pero que tal vez no se librarán de la hambruna

El secreto del arroz de Luzón era el cultivo en terrazas con dos mil años de antigüedad, los métodos perfeccionados a fuerza de transmisión generacional de errores y aciertos, durante siglos, a través de la memoria del fracaso. Aquí, anoche, por primera vez en la vida, no se oían las lechuzas, como si el mundo estuviese vacío, hoy no hay mariposas ni pasto alguno para las vacas que se han librado del fuego pero que tal vez no se librarán de la hambruna. Nuestros pozos y manantiales están tan llenos de animales muertos que el agua huele mal y creemos que no es potable, aunque nadie nos ha avisado. Cuando vuelva la lluvia arrastrará una tierra que, quemada, no puede absorber las precipitaciones y habrá deslizamientos y colapsos en los ríos. Y aun con todo esto, nuestra sierra, como tantas otras que están en llamas hoy, volverá a arder cada verano si no se cambia el modelo, si no se escucha el saber ancestral de la gente que vive aquí. Y si los partidos políticos no callan sus egos y vuelven a lo que siempre fue su trabajo y su función: la gestión de la vida comunitaria para todo el mundo, para la comunidad y el ecosistema que somos.

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