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El 11 de septiembre de 2001, 2.996 personas murieron en los atentados en los que cuatro aviones civiles fueron secuestrados por 19 terroristas suicidas, dos lanzados contra las torres gemelas del complejo World Trade Center de Nueva York, uno contra el Pentágono en Washington y un cuarto, en el que el pasaje se enfrentó a los secuestradores, estrellado en un paraje deshabitado de Pennsylvania. En enero de 2002, la Filarmónica de Nueva York y el Lincoln Center encargaron a John Adams la composición de la obra con la que la orquesta conmemoraría el primer aniversario del acontecimiento. La elección resultaba, a la vez, obvia y polémica.
Por un lado, Adams gozaba ya del reconocimiento casi unánime de público, intérpretes y crítica como el más característico e influyente compositor norteamericano de nuestros días, autor de un vasto catálogo en el que abundan además las obras directamente referidas a la historia y el presente social y poliítico de los Estados Unidos. Por otro, la perspectiva ética e ideológica de esas obras anticipaban que, como efectivamente sucedió, su tributo musical a las víctimas del 11 de septiembre habría de distar mucho del clima de belicoso patriotismo que, estimulado por la administración del entonces presidente George W. Bush y sus halcones neoconservadores, se adueñó del país tras los ataques.
De hecho, entre los atentados y el encargo de la Filarmónica neoyorquina, Adams ya se vio envuelto en una sonada controversia, cuando interpretaciones de su ópera The death of Klinghoffer, inspirada en el secuestro del crucero Achille Lauro en 1985 por un comando palestino —ya muy polémica en su estreno en 1991, con vehementes descalificaciones, manifestaciones de protesta e incluso amenazas de bomba—, fueron suspendidas en Boston y Los Ángeles. Richard Taruskin, uno de los gurús de la crítica musical norteamericana, acusó a Adams desde las páginas del New York Times de “romantizar el terrorismo” y tildó la ópera de “antiamericana, antisemita y antiburguesa”. Adams no se privó de responder con contundencia: “No hace mucho el fiscal general John Ashcroft dijo que cualquiera que cuestionara sus políticas sobre derechos civiles tras el 11 de septiembre está ayudando a los terroristas; lo que Taruskin ha dicho es la versión estética de eso mismo”.
Y en una entrevista posterior, decía sobre las cancelaciones que “la audiencia desea ser cuestionada y desafiada por el arte, no meramente consolada. En este país no hay espacio para la presentación del punto de vista palestino en una obra de artística”, y criticaba abiertamente el clima desatado en el país tras los atentados, “con toda esa gente ondeando banderas en sus todoterrenos”. A pesar de la campaña en su contra —o quizás debido a ella, en una liberal Nueva York dispuesta a marcar distancias respecto a la involución neoconservadora del país—, la Filarmónica mantuvo su encargo.
John Adams nació en 1947 en Worcester, Massachusetts. Sus padres eran respectivamente clarinetista y soprano no profesionales, y su abuelo administraba una sala de baile en la que desde niño pudo escuchar a las más importantes bandas de jazz del país. Formado por su padre como clarinetista, empezó a componer a los diez años, y con solo trece pudo escuchar una de sus obras interpretada por una orquesta local. En 1965 inició sus estudios de dirección y composición en Harvard, y en 1972 se trasladó a San Francisco, donde tomó drogas, leyó a los poetas beatniks, eludió el reclutamiento y se manifestó contra la guerra de Vietnam y estudió, enseñó, produjo, dirigió y compuso música. Su bagaje académico clásico y la influencia de las músicas populares norteamericanas blancas y negras se recombinaron con la potente escena vanguardista californiana y la explosión de la psicodelia eléctrica. La suite de cámara American standards (1973), las piezas para piano Phrygian gates y China gates (1977) y sus primeras obras de gran formato, las hieráticas y musculosas Harmonium para coro y orquesta (1980) y Harmonielehre para orquesta (1985), exhiben ya de forma bien definida los rasgos centrales de su estilo personal: la pulsación rítmica clara y constante que toma de sus coetáneos minimalistas (Steve Reich, Philip Glass), las grandes estructuras y elaboradas armonías del gran repertorio clásico europeo (Gustav Mahler, Jean Sibelius) y norteamericano (Charles Ives, Aaron Copland) y la inspiración melódica de la música vernácula norteamericana histórica y actual, de los himnos religiosos y los bailes de salón al jazz, el musical, el rock, el funk y el soul. Muy lejos, pues, del formalismo vanguardista de posguerra y sus grandes nombres europeos (Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen) o norteamericanos (John Cage, Milton Babbit), entonces hegemónicos en la composición contemporánea, a los que Adams reprochaba y sigue reprochando su desconexión con el gran público y su “absoluta sordera para la música popular”.En 2002 recibe el encargo de conmemorar los atentados del 11-S. Adams es ya el compositor norteamericano vivo más interpretado en las salas de concierto de los Estados Unidos y del resto del mundo
En 1987 llega su primer encargo escénico y con eél su salto al estrellato. Nixon in China, con libreto de Alice Goodman y dirección escénica de Peter Sellars, narra la visita del presidente Richard Nixon a la China de Mao en febrero de 1972, transitando vertiginosamente de lo épico a lo íntimo o lo burlesco con un vigor rítmico y una inspiración melódica eclécticas y desbordantes que convierten la obra en un clásico instantáneo. Un éxito que repetirá en 1991 con su segunda ópera The death of Klinghoffer, de nuevo de la mano de Goodman y Sellars, de clima mucho más solemne y sombrío, y técnica ya plenamente madura y personal, del todo emancipada de la matriz minimalista y la influencia directa de Philip Glass que aún se hacían notar en Nixon en China.
La gigantesca controversia levantada por la obra se cobraría una baja en el equipo de Adams, Alice Goodman, que dejó de escribir para la escena tras la experiencia: después de Klinghoffer, recuerda la libretista, “yo era inencargable y John era casi inencargable”. Mientras se representaba en sucesivos montajes en distintos lugares del mundo y la formidable grabacioón dirigida por Kent Nagano se convertiía en una piedra miliar de la discografía operiística contemporánea, Klinghoffer no sería repuesta en Estados Unidos hasta 2012, veinte años después de su estreno.
Seguirán a Klinghoffer durante la década de los 90 el trepidante musical I was looking at the ceiling and then I saw the sky (1995), sobre libreto de June Jordan, inspirado en el terremoto de Northridge de 1994 y su impacto sobre la compleja y desigual estructura social y racial de la ciudad —primera y por ahora única ocasión en que Adams ha abordado directamente la composición de canciones de géneros populares, con espectaculares resultados—, el oratorio navideño El Niño (2000), con ecos de la Teología de la Liberación y la experiencia de los migrantes latinos en Estados Unidos, y sobre todo una serie de brillantísimas obras instrumentales como la Sinfonía de cámara (1992), el Concierto para violín (1995), el concierto para piano Century Rolls (1997) o la sinfonía Naive and sentimental music (1998), que se incorporan pronto al repertorio de los grandes solistas y orquestas y el catálogo de las principales casas disqueras. Aún alejado, por el temor de los grandes teatros y sus patrocinadores a un nuevo “caso Klinghoffer”, del género operístico que había propulsado su carrera, cuando en 2002 recibe el encargo de conmemorar los atentados del 11-S, Adams es ya el compositor norteamericano vivo más interpretado en las salas de concierto de los Estados Unidos y del resto del mundo.
En distintas entrevistas e intervenciones públicas, Adams ha explicado el proceso creativo de la que pronto sería una de sus obras más célebres (aunque, debido a su extraordinarias exigencias técnicas y expresivas, no de las más interpretadas), que le proporcionaría el premio Pulitzer de composición en 2003 y tres premios Grammy (mejor disco clásico, mejor interpretación orquestal y mejor composición contemporánea) en 2005. El compositor asume el encargo como un “deber cívico”, desde una perspectiva inequívocamente beligerante frente al chovinismo neocon: “Una vez que Bush había aprovechado el momento encaramándose a una pila de escombros de la Zona Cero para pronunciar con su megáfono su juramento de venganza a lo John Wayne, el país empezó a ceder a la presión, retrocediendo décadas en derechos civiles duramente ganados y dejándose manipular por cínicos llamamientos al patriotismo, la xenofobia y la paranoia”. En este estado de cosas, Adams se propone y en apenas seis meses consigue construir “una pieza musical cuidada y pensada”, un “espacio de la memoria” que ponga a las víctimas en primer plano y “contribuya al orgullo cívico de la diversidad y la convivencia”.
17 años después de los atentados y 16 desde su estreno, On the transmigration of souls se ha convertido en parte del gran canon de la música clásica norteamericana y un hito en su fértil tradición de obras de inspiración histórico-política
On the transmigration of souls, para gran orquesta, coro, coro infantil y cinta pregrabada, de unos 25 minutos de duración, se estrenó el 19 de septiembre de 2002 en Nueva York bajo la dirección de Lorin Maazel y con casi 250 músicos sobre el escenario. La obra comienza con un mosaico de sonidos ambientales de la ciudad, nombres de víctimas y frases o palabras sueltas, extraídas de algunos de los miles de mensajes de auxilio, solidaridad y conmemoración que llenaron las inmediaciones del devastado World Trade Center y de los obituarios de las víctimas publicadas por el New York Times.
La reiteración de la palabra “missing” [“desaparecido”] en la cinta pregrabada sirve de primer patrón rítmico, sobre el que emergen la orquesta y ambos coros en un lento y delicado entretejido de planos sonoros al límite de la consonancia, por entre los que discurren como volátiles fantasmas las partículas de un discurso melódico apenas insinuado y quebradizo al principio, que poco a poco va cobrando consistencia hasta desembocar en un clímax desgarrado en que voces, percusiones y metales chocan con violencia monumental, hasta agotarse en un eco que declina y, finalmente, un sobrecogedor silencio. Las almas han partido.
17 años después de los atentados y 16 desde su estreno, On the transmigration of souls se ha convertido en parte del gran canon de la música clásica norteamericana y un hito en su fértil tradición de obras de inspiración histórico-política, retrato musical paradigmático del decisivo acontecimiento en que se inspira, del mismo modo en que lo son también Black angels de George Crumb (para cuarteto amplificado, 1970) respecto a la guerra del Vietnam, Coming together de Frederic Rzewski (para voz y conjunto, 1971) respecto a los grandes disturbios y la violencia represiva de los años 60, Different trains de Steve Reich (para cuarteto y cinta pregrabada, 1988) respecto al Holocausto judío bajo el nazismo o la Sinfonía no 1 de John Corigliano (para orquesta, 1989) respecto a la emergencia del sida en los años 80. Una tradición a la que Adams volverá a contribuir en 2005 con la ópera Doctor Atomic, recreación gigantomáquica, al límite entre la recreación histórica y el drama metafísico, en general tenebrosa y por momentos alucinatoria, aunque punteada por pasajes de refinado lirismo, de las horas finales del Proyecto Manhattan y la explosión del primer artefacto nuclear experimental en julio en 1945. Una partitura magistral y desmesurada, estrenada bajo una expectación más propia de una superproducción cinematográfica que de una ópera contemporánea, que señala un antes y un después no solo en la carrera de Adams sino en la entera historia musical norteamericana y que será durante largo tiempo el referente al que habrán de medirse las nuevas creaciones del género.
Desde el estreno de Doctor Atomic, Adams no ha vuelto a escribir una pieza referida a hechos históricos concretos, pero sus posiciones ideológicas progresistas han seguido transparentándose en obras como el oratorio The Gospel According to the Other Mary (2012), una Pasión evocada desde el punto de vista de María Magdalena y con textos de fuerte carga social de la poeta feminista Rosario Castellanos o la activista cristiana Dorothy Day.En 2016, mientras discurría la campaña presidencial que terminaría por llevar a Donald Trump a la Casa Blanca, Adams trabajaba en la partitura de su nueva ópera Girls of the Golden West, sobre la conquista del oeste norteamericano y la fiebre del oro, atravesada de tensiones raciales y de género: “Descubrí algunos paralelismos interesantes. La gente que vino a California durante la fiebre del oro había sido alimentada con fake news. Todas las revistas y periódicos del país e incluso de Europa estaban llenos de historias falsas en las que todo lo que tenías que hacer era agacharte a recoger pepitas de oro y hacerte inmediatamente rico. Pero cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles, los blancos atacaron virulentamente a los mexicanos, a los chinos, a los chilenos y a cualquiera que se viera diferente. Estoy componiendo esta ópera durante la campaña de Trump y siento que no hay nada nuevo bajo el sol”.Casi en cada entrevista que concede desde la llegada de la nueva administración, Adams se ve confrontado a la misma pregunta: ¿escribirá una ópera sobre Trump? Su respuesta es, de momento, negativa
Quiso la casualidad que la misma tarde de inauguración presidencial del 20 de enero de 2017, The death of Klinghoffer se repusiera en Houston. La opinión de Adams sobre la situación del país tras la llegada de Trump al poder es inequívoca: “Estados Unidos avanza al galope hacia la que podría ser la peor crisis social y política en décadas, sino de la entera historia de nuestro país. Lo aterrador es que el otro lado tiene armas de fuego. De las miles de personas que conozco personalmente, habrá una o dos que guarden un arma en su casa. El otro lado sí las tiene. Es una idea alarmante si terminamos llegando a una situación social que bordee la guerra civil”.
Casi en cada entrevista que concede desde la llegada de la nueva administración, Adams se ve confrontado a la misma pregunta: ¿escribirá una ópera sobre Trump? Su respuesta es, de momento, negativa: “La idea de una ópera sobre Trump no me interesa en absoluto. No es un personaje interesante, porque no tiene capacidad para la empatía. Puedes pensar que hay una parte de Nixon que es realmente noble a pesar de toda su paranoia y sus defectos, pero no me puedo imaginar hacer eso con Trump, porque no hay nada ahí excepto un ego peligroso y una vanidad abrumadora. Quizás, si vivo lo suficiente, encontraré alguna historia que refleje esta crisis, pero tendría que abordarla desde un ángulo oblicuo”.
Que tanto John Adams como Donald Trump hayan sido calificados en sus diferentes ámbitos como “populistas” da cuenta de la extrema y agónica polisemia del concepto que hoy protagoniza gran parte de los debates políticos y culturales en Estados Unidos y en el resto del mundo. Adams da la espalda al elitismo musical como Trump a la élite política, pero desde interpretaciones diametralmente opuestas de lo popular y de la identidad y la historia norteamericana: autoritaria, excluyente, reaccionaria y chovinista la una; democrática, inclusiva, progresista y autocrítica la otra. Puede resultar paradójico, si no se atiende a esa polisemia, que el compositor que cambió los sofisticados procedimientos seriales o aleatorios de las vanguardias más cosmopolitas por los himnos protestantes, el foxtrot y Jefferson Airplane sea a la vez un crítico feroz del clima de antiintelectualismo y parroquialismo que sacudió el país en los tiempos de Bush y vuelve a sacudirlo ahora, redoblado, en los de Trump.
El filósofo Kalle Puolakka describe On the transmigration of souls como paradigma de la obra de arte público como punto de encuentro reflexivo y emocional para la comunidad democrática que propone el filósofo John Dewey (1859-1952), cuyo liberalismo social basado en el common sense y la solidaridad comunitaria sigue resonando en Occupy Wall Street, la campaña de Bernie Sanders y otras expresiones contemporáneas de la izquierda norteamericana.
Sea mayor o menor su carga política explícita, todas las obras de Adams expresan, en sus mismos materiales y procedimientos musicales —inspirados en el encuentro y no en la fractura de la diversidad étnica y cultural y las dimensiones vernácula e ilustrada de la cultura norteamericana—, esa cualidad, y son en consecuencia contrafiguras antagónicas del discurso de odio, supremacía y exclusión que, en sus diferentes formas —empezando por las alocuciones de su presidente—, se enseñorean hoy en la vida pública norteamericana.
Un dato no menor para la correlación de fuerzas en la encarnizada batalla cultural en curso, tratándose del compositor de referencia —“el rostro de la nueva música en Estados Unidos”, “la voz de América” o “el estándar americano” son algunas de las descripciones que se le han dedicado— en un país en el que la composición contemporánea ha gozado históricamente y sigue gozando hoy de mucha mayor atención de intérpretes, audiencias y medios de comunicación que en otros lugares, en buena medida gracias a creadores a la vez enraizados en lo popular, abiertos a la modernidad y amados por el gran público como George Gershwin, Samuel Barber, Aaron Copland, Leonard Bernstein o el propio Adams. Encuentre o no el ángulo oblicuo adecuado para llevar al escenario este oscurísimo pasaje histórico del trumpismo, su obra, constantemente repuesta, radiada, editada o descargada, representa y promueve los mejores rasgos, hoy en situación de claro y presente peligro, de la experiencia norteamericana.
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"el compositor más influyente y prolífico de los últimos tiempos"
No sé en qué conservatorio ha estudiado el autor del artículo, pero decir que a las nuevas generaciones de estudiantes de Composición les influye más un músico de segunda fila como Adams por delante de Wolfgang Rihm, Gerard Grisey, Beat Furrer, Helmut Lachenmann o no digamos los recientemente fallecidos Pierre Boulez o Krzystof Penderecki (aunque la influencia de estos quizá habría que suavizarla a partir de los 70 y tampoco se los podría considerar como "de los últimos tiempos" pero quien diga que se estudian menos que a J. Adams es que o ha pisado un conservatorio superior en su vida) o hasta los, en mi opinión sobrevalorados Magnus Lindbeg, Bryan Ferneyhough o Kaija Saariaho, y medio docena más de compositores contemporáneos pintan más en las aulas de composición y los estudiantes los imitan más que al segundón y estilísticamente reaccionario Adams. A no ser que haya estudiado en el Berklee o Juilliard o algo así, claro, entonces sí, seguramente hasta Philip Glass se estudie más que a los compositores de talento.
Esto no es gringofobia. EEUU tienen figuras muy interesantes, como Elliott Carter, Morton Feldman o Conlon Nancarrow, pero ya se sabe, esos son de los que hacen "música difícil", en vez "pop" clásico que gusta tanto "porque parece una banda sonora".
En fin, que viva el minimalismo, claro que sí. Qué sería de los documentales de insectos sin música minimalista!