Opinión
De la tasca al gastrobar o cómo acabar con el barrio
España atraviesa una crisis de vivienda que golpea especialmente a los jóvenes y que va mucho más allá del precio del alquiler. También borra la memoria de los barrios: desaparecen las tiendas y comercios de siempre, espacios que han dado vida a nuestras calles y forman parte de la historia y el imaginario urbano.
Los datos lo confirman: según el INE, en la Comunidad de Madrid el número de tiendas de barrio pasó de 50.853 en 2020 a 43.769 en 2024. Una caída cercana al 14 %. Cada vez quedan menos negocios orientados a las clases trabajadoras que históricamente han habitado los barrios, mientras proliferan establecimientos dirigidos a turistas y a nuevos residentes con alto poder adquisitivo.
Soy una de tantas jóvenes asfixiadas por la precariedad y la falta de estabilidad económica. Mientras Amazon anuncia el despido de 14.000 trabajadores e inversiones millonarias en inteligencia artificial, pienso en la posibilidad de emprender. Mi familia no tiene negocios propios, y las historias que conozco sobre negocios familiares no son especialmente alentadoras. Me pregunto si las nuevas generaciones seremos capaces de revitalizar los barrios o si, al contrario, seguiremos transformando nuestras ciudades en lugares sin alma ni identidad.
Hoy, pocas alternativas son realmente sostenibles. Emprender de forma independiente, con precios justos y arraigo local, es casi una hazaña frente a alquileres desorbitados y cadenas multinacionales
¿Cómo reemplazar esos comercios sin expulsar a quienes ya viven allí? ¿Cómo revitalizar un barrio sin convertirlo en un producto para otros? Hoy, pocas alternativas son realmente sostenibles. Emprender de forma independiente, con precios justos y arraigo local, es casi una hazaña frente a alquileres desorbitados y cadenas multinacionales. Y quienes han resistido durante décadas, familias que heredaron pequeños negocios, muchas veces terminan vendiendo, agotadas tras años de incertidumbre.
Lo más paradójico es que incluso los que sufrimos las consecuencias de la gentrificación terminamos contribuyendo a ella, y es que, de forma involuntaria, acabamos consumiendo en estos nuevos locales o en cadenas de alimentación. Parte del problema radica en que cada vez quedan menos alternativas: los bares y tabernas de toda la vida van desapareciendo.
Un amigo que vive —o, como dice él, sobrevive— en la calle Salitre desde hace ocho años me cuenta que eventos masivos como Tapapiés, promocionados como una celebración cultural y gastronómica beneficiosa para el barrio, atraen visitantes y consumo, pero también generan saturación y una presión inmobiliaria que asfixia a los negocios de siempre.
“Desde que se celebra este evento multitudinario, el barrio se ha revalorizado y cada vez resulta más difícil que los negocios tradicionales y los vecinos de siempre logren mantenerse. El centro de Madrid está más soso y caro que el café de un aeropuerto: todo lo que no es cadena es un gastrobar ‘moderno’ con berenjena asada, jamón ibérico y miel por 20 euros. Mucho ladrillo visto, mucho postureo… y sales con hambre y la cartera llorando”, manifiesta indignado.
En los años 60, cuando la palabra gentrificación aún no figuraba en el debate público, Jane Jacobs ya advertía sobre la muerte de las grandes ciudades. Para la socióloga, la diversidad urbana, era una fuerza generadora de ideas, comunidad y soluciones. Jacobs confiaba ciegamente en que las ciudades podían regenerarse por sí mismas. Esta creencia resulta hoy muy lejana: sin políticas públicas, ni regulación o protección a la vida local, la capacidad de las ciudades para reinventarse está en riesgo.
La serie The Curse, estrenada hace un par de años y protagonizada por Emma Stone, aborda precisamente esta problemática, explorando con ironía y espíritu crítico la figura del “salvador blanco”. La trama sigue a una pareja que llega a La Española, una comunidad mayoritariamente latina en Nuevo México, con el supuesto objetivo de “revitalizar” el barrio. Abren negocios ecológicos y promueven un estilo de vida moderno y sostenible, pero completamente desconectado de la cultura, la economía y las necesidades reales del vecindario. Aunque afirman querer ayudar, terminan elevando los precios, desplazando a familias y desdibujando la identidad del lugar. La serie revela una verdad incómoda: las buenas intenciones no bastan cuando un proyecto surge desde el privilegio y no se compromete de manera real con el bienestar de la comunidad.
La realidad es que los comercios de proximidad generan empleo local, fortalecen la comunidad, preservan la memoria y fomentan el sentido de pertenencia. Cuando desaparecen, los precios suben
La realidad es que los comercios de proximidad generan empleo local, fortalecen la comunidad, preservan la memoria y fomentan el sentido de pertenencia. Cuando desaparecen, los precios suben, los vínculos se rompen y los vecinos se marchan. Esto es precisamente lo que ocurre en barrios como Lavapiés o Malasaña, donde el proceso de gentrificación comercial es evidente: bares tradicionales son reemplazados por nuevas propuestas de vanguardia.
En la actualidad, mercados gourmet y cafés de especialidad conviven con la desaparición de colmados, fruterías y bares familiares. Platos cotidianos y baratos se reinventan como experiencias gourmet, excluyendo a las mismas comunidades que los crearon. En Lavapiés, un pincho de tortilla puede llegar a costar 10€ y un hummus alrededor de 9€ en locales de especialidad o de estilo gourmet.
Mientras tanto, surgen iniciativas vecinales que nos permiten recuperar el aliento. Esta es una Plaza es un espacio verde gestionado por los propios vecinos, que ofrece huertos urbanos y alimentos frescos a quienes los necesitan, fortaleciendo lazos comunitarios y combatiendo la pobreza alimentaria.
Aunque quedó en fase de planificación, la iniciativa vecinal SUPERCOOP Lavapiés se definía como “un proyecto de cooperación y participación ciudadana para un consumo más sostenible y responsable… apoyamos la producción ecológica, justa y de cercanía”.
Tampoco podemos olvidar cuando los vecinos convirtieron una antigua oficina de Bankia en un centro social. En La Canica, la comida podía intercambiarse por habilidades o educación. Este espacio fue desalojado hace más de un año y transformado en apartamentos turísticos ilegales, otro ejemplo de cómo la gentrificación destruye el espíritu de comunidad.
“Las ciudades pueden ofrecer algo para todos solo cuando son creadas por todos”, escribe Jacobs. Quizá ahí radica el problema
Para mantener los barrios vivos, debemos entender la alimentación, igual que la vivienda, la cultura y los servicios básicos como un derecho y un bien común, no solo como mercancía.
No es que no queramos luchar; es que a menudo sentimos que no hay salida. Eso me dicen mis amigas y amigos, jóvenes que intentan resistir en barrios donde la precariedad y la especulación avanzan más rápido que cualquier proyecto de vida digna.
Esa sensación de impotencia quizá sea uno de los daños más profundos que nos deja esta crisis urbana: una generación dispuesta a construir comunidad y emprender de manera sostenible, pero a la que el mercado y la política le niegan el espacio para hacerlo.
“Las ciudades pueden ofrecer algo para todos solo cuando son creadas por todos”, escribe Jacobs. Quizá ahí radica el problema: cuando sentimos que ya no pertenecemos, cuando la ciudad funciona únicamente para intereses ajenos a quienes la habitan y le dan vida...
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