Literatura
Uxue Razquin: “A veces me sorprendo frunciendo el ceño pensando en mi madre, intentando reconstruir su imagen"

Uxue Razquin Olazaran (Iruñea, 1992) ha escrito un libro para poder seguir de la mano de su madre. Tan simple es la escritura que nos permite entrelazar los dedos. Tan complicado es el duelo que no tiene fin. Imposible, no existe forma de despedirnos. Por ello, en Cómo se le dice adiós a una madre (Pepitas de calabaza, 2025), la también editora navarra de Erein –formada como periodista–, lo que pretende no es decir adiós a su ama, sino, y en realidad contrariamente, posibilitar el encuentro entre los doloridos.
En una entrevista en las páginas de Hordago, concretamente en la Contra de aquel formato, Razquin Olazaran contaba que su llegada a los libros, la lectura y la escritura se la debía precisamente a su madre. Entonces, en aquella conversación de 2021, citaba Harry Potter: “Para mí las letras siempre han sido un refugio y han significado eso: refugio. Me encuentro bien escribiendo y leyendo, refugiándome. Hay una cita de [el profesor] Albus Dumbledore que dice: ‘Las palabras son, en mi no tan humilde opinión, nuestra más inagotable fuente de magia, capaces de infringir daño y de remediarlo’. Estoy con él”. Quizá ha llegado el momento: las palabras nos asisten en este momento de imposible despedida.
El título Cómo se le dice adiós a una madre es una trampa, ¿no? Este libro te lleva a de todo menos a despedirte de tu ama. De hecho, creo, nos pone a todos en conversación con el dolor que sentía tu madre. Así que, de algún modo, una vez te leemos, iniciamos una especie de relación madre-hija-lector. ¿Por qué abrir esta puerta?
El título está sacado de una frase del libro, de un fragmento donde digo que «no quería despedirme» y confieso, en ese momento, que no sé cómo hacerlo. Al editor le pareció que podía encajar muy bien como título; nos pareció que era el reflejo de este texto, de la duda, de no tener las cosas claras: yo no sé cómo se le dice adiós, pero esa no es mi intención; el duelo tiene esto, tienes más preguntas que respuestas.
El título está sacado de una frase del libro, de un fragmento donde digo que «no quería despedirme» y confieso, en ese momento, que no sé cómo hacerlo. Al editor le pareció que podía encajar muy bien como título; nos pareció que era el reflejo de este texto, de la duda, de no tener las cosas claras: yo no sé cómo se le dice adiós, pero esa no es mi intención; el duelo tiene esto, tienes más preguntas que respuestas.
Sinceramente escribir este libro ha sido como caminar con mi ama de la mano, ha sido muy bonito. Evidentemente, recordarla en los momentos más crudos, más tristes, ha sido doloroso, pero también en momentos en los que la enfermedad todavía no había llegado, los recuerdos con ella en casa, en la cocina… Mi intención no es ponerme mística, pero si la literatura tiene algo, es esto, ¿no? Hacer posible este encuentro.
Con nosotros. Y entre vosotras.
Lo que más me ha gustado de esto es que se ha creado un vínculo con las personas que lo han leído; han conocido la historia de la enfermedad y muerte de mi ama, pero sobre todo nos han conocido a nosotras, a nuestra relación. Mi intención ha sido contar esa situación traumática de la forma más respetuosa posible sin omitir los momentos crudos, pero, al fin y al cabo, también quería escribir sobre ella, sobre nosotras, con amor y ternura.
“En la despedida, en el hospital, cuando todavía era consciente, además de decir que ya no podía más, preguntó una sola cosa: «¿Lo he hecho bien?». Se refería a cómo lo había hecho como madre”
En tu texto cuentas el momento en el que descubres, con tu hermana, una herida que es un agujero, una abertura, justo en el pecho de tu madre. En ese momento empiezas a temer que “ese agujero la iba a engullir”. Era cáncer, el primero de ellos. No os lo cuenta, aunque lo sabe; aunque no tenga diagnóstico, lo sabe. ¿Por qué crees que se lo calla?
Fue un sacrificio, el sacrificio de una madre que no quería molestar a su familia. Mis hermanos y yo estábamos en etapas diferentes y claves en nuestra vida, venían cambios, y ella no quería ser un obstáculo; lo importante éramos nosotros. Creo que también tenía miedo: miedo de dejarnos, de desaparecer, y eso la paralizó. Me parece tremendamente injusto para ella, y no quiero juzgar su decisión; hizo lo que en su momento pensó que tenía que hacer. No deja de ser triste, porque tomar esa decisión significó anteponer todo lo demás a su bienestar, a su salud… Y eso es terrible.
En la despedida, en el hospital, cuando todavía era consciente, además de decir que ya no podía más, preguntó una sola cosa: «¿Lo he hecho bien?». Se refería a cómo lo había hecho como madre, quería saber si había sido una buena madre; necesitaba una valoración de sus hijos.
¿Cómo escribir sobre el dolor ajeno que, cuando queremos tanto a quien lo padece, se vuelve pegajoso y queremos compartir?
Yo fui testigo de un dolor; un dolor ajeno, el de mi madre, y viví el mío. Fue un dolor amplificado. Viví el dolor de una madre muy querida, con la que tuve una relación muy estrecha. Cuando visitaba a mi ama en el hospital, no podía parar de escribir, de pensar en lo que estaba viviendo, esta irrealidad, era como un mal sueño. Hace poco leí No he salido de mi noche, de Annie Ernaux. En él, la autora cuenta que, cuando iba a visitar a su madre a la residencia, sentía que tenía que escribir solo sobre eso. Cuando leí esa parte me sentí muy identificada: no podía escribir sobre nada que no fuera mi madre, su enfermedad y su muerte.
“Había escombros rodeando su cama”, escribes. Tal avance de la enfermedad, la falta de tratamiento –como reproduces, solo visto en monjas de clausura–, le rompía los huesos. Figuradamente, te recuerdas a ti misma recogiendo sus cachos y recomponiendo a tu madre como la tenías memorizada, recreándola. ¿Sigue siendo ese tu objetivo hoy, con la escritura, o ese pensamiento era el de una persona impotente, desesperada, que ve como se le escapa otra?
A veces el recuerdo es tan etéreo… me ha costado mucho definir las imágenes, las emociones de esos momentos que describo en el libro. Me ha costado mucho retratar a mi madre, pero el ejercicio literario me ha permitido acercarme mucho a ella, muchísimo. Este texto ha nacido para intentar amarrar esa imagen. Y ahora lo sigo haciendo, nunca dejas de hacerlo, creo. A veces me sorprendo a mí misma frunciendo el ceño pensando en mi madre, intentando reconstruir su imagen en un momento cotidiano, cuando estaba en la cocina o cuando nos abrazábamos, por ejemplo. Pero creo que lo hago desde otro punto. La desesperación que tenía antes por no poder enfocar bien esa imagen, el llanto que me sobrevenía por no poder hacerlo, la culpa que sentía o el miedo a no recordar su cara nunca más se han apaciguado.
Normalmente el cáncer es una cosa que se lleva (que puede llevarse, más bien) muy por dentro (hasta que el tratamiento no empieza, suele poderse camuflar). Imaginamos el cáncer como una imagen fea en una radiografía, como una mediación intravenosa, como un órgano escondido muriéndose. En lo que brota de tu forma de escribir, en cambio, hay un estallido. Primero, con un agujero en el pecho. Luego, con una mujer descascarillándose.
Es la sensación que tuve cuando nos enteramos de todo, todo saltó por los aires y se volvió irreconocible, su cuerpo y también la situación. El cuerpo enfermo que veía cada día se estaba deshaciendo, y mi vida también. Ha sido parecido en el proceso de duelo; todo es contención hasta que estalla. Esa idea tiene que ver con la estructura del libro: la contención está en los fragmentos, y la consecuencia es la segunda parte, el desbordamiento, que se lee casi sin respirar, con una sensación de pérdida y de ahogo.
¿Cómo se le guarda el secreto a un muerto? (En tu texto hablas de la complicidad intercambiada entre tú y tu madre). Los secretos que os llevasteis en la despedida, ¿a dónde van?
Mi madre era muy recelosa de su intimidad en general, pero es verdad que conmigo se abría en muchas ocasiones. La cocina era nuestro lugar y, ahora, cada vez que voy a visitar a mi padre, entro en la cocina, y lo primero que hago es girar la cabeza hacia la derecha, que es donde solía estar la silla donde se sentaba. Yo creo que esas confidencias están en ese gesto.
En un momento, te autonarras totalmente desarmada al recordarte a ti misma comprobando, en una visita al hospital, si de su nariz salía aire.
Tenía un terror constante a que se muriera mientras yo estuviera de guardia. Pasé todas las noches con ella excepto la última y estaba hiperalerta; un día le puse el dedo en la nariz, pero a veces le decía algo de madrugada para ver si respondía. He pasado mucho miedo en esa habitación del hospital.
Cuentas también, en esa escritura fragmentaria con la que empiezas este texto, que antes de que tu madre muriera, tras tener que soportar los avisos de enfermeras y médicas, ya comenzabas a preparar su ausencia. Hablas de cavar con las manos. De una pala. De la tierra y las llagas a puntito de reventar. ¿Por qué estas imágenes?
Cuando empecé a escribir este libro, me di cuenta de que estaba teniendo una conexión extraña con la tierra. El análisis lo hago ahora porque en aquel momento escribía lo que me venía sin tener todas las respuestas. Más o menos cuando tuve el borrador, saqué en claro tres cosas:
La primera es bastante lógica: necesitaba un espacio para mi madre. Mi madre donó su cuerpo a la ciencia, pero después de eso no supimos nada más. Al final, hace un año o así, encontré el documento que ella firmó, donde también ponía que no se avisara a los familiares (otra vez volvemos a lo mismo, no quería ser un estorbo). Pero resulta que la persona que habló con ella dejó su email en ese documento y yo le escribí. Me contestó enseguida; entendió mi desesperación y me dijo dónde estaba. He pasado seis años sin saber dónde estaba mi madre, es curioso porque estaba muy cerca, en el cementerio de Pamplona. Si empecé a cavar ese agujero, fue porque necesitaba un sitio para ella.
La segunda es el tacto con la tierra. Es una forma de control; era lo único que podía controlar en esa situación. Yo podía cavar un agujero y enterrarla, y todo lo demás se me escapaba.
La tercera es la suciedad. Una metáfora sobre la realidad porque en ningún momento he querido dulcificar el relato.
Dices que pudiste detectar el principio del fin. Cada fin es uno, pero, no sé, ¿qué señales podrían ayudarnos a detectarlo? (No sé si, por ejemplo, sientes que de repente alguien te ha soltado de la mano).
El nuevo lenguaje entre nosotras. Lo vi en la capacidad de pensar y hablar de mi madre. Mi madre era una persona inteligentísima, con una capacidad de oratoria increíble, y eso lo estaba perdiendo. Dejó de poder leer, decía que no «retenía» y que a veces no llegaba a comprender del todo lo que estaba leyendo. Pero sobre todo me asustaban las alucinaciones que tenía por la noche, no las soportaba. De hecho, en una ocasión, perdí los nervios y le dije, muy enfadada y desquiciada, que dejara de hacer eso. En un momento, conectó con lo que le había dicho, se puso a llorar y me dijo: «Chiquitica, no me eches la bronca, por favor. No lo hago adrede». Me di cuenta de que era algo superior a ella, y que se estaba dando cuenta de su propio hundimiento.
Hay un, para mí, espeluznante pasaje, donde hablas de la muerte y la urgencia. No hay nada menos urgente que la muerte y, aun así, todo lo que la rodea es urgencia: vístete rápido, ama ha fallecido; tómate un taxi, venga. Corre, (¿)te está esperando(?). Recuerdo la muerte de mi padre como un trasiego de urgencias y toma de decisiones, de ir y venir. Como si hubiese prisa por echar tierra.
De madrugada, cuando mi hermano me llamó para darme la noticia, me dijo: «venid, por favor, estoy solo». Imaginé a mi hermano solo en esa habitación, donde antes había dos personas y ahora no había nadie más que él, aunque el cuerpo de mi madre siguiera allí. Esos fueron los detonantes, la soledad de mi hermano y la propia noticia; había que hacerlo todo rápido: avisar a mi padre, llamar a un taxi, llamar a mi hermana, vestirse y llegar al hospital cuanto antes. Recuerdo esperar a mi padre en el hall de casa, su cara… entrar en el taxi, y no saber qué decir, recorrer el pasillo casi corriendo…
¿Recuerdas la primera acción, el primer pensamiento que tuviste o las primeras palabras que soltaste que no estuvieran dirigidas, ni de rebote, a tu madre, su ausencia, su fallecimiento, justo después de enterarte de su muerte? Perdona que vuelva a mí: mi padre murió un 28 de diciembre. Lo primero que hice después, que no estuviera orbitando en torno a él, fue ponerme a estudiar para un examen para el que no tenía pensado ni mirarme los apuntes. Lo primero que pensé sin tener en cuenta su muerte fue que esa noche sería la gala Inocente de TVE. Y, a lo que voy, es una mezcla entre culpabilidad, autovergüenza, liberación, micropaso.
Recuerdo las sábanas frías de mi cama. Después de pasar una semana en el hospital, era algo que me hacía sentir bien, el tacto de las sábanas frías en las piernas. Necesitaba descansar, había sido una semana muy dura. Me escuché a mí misma diciendo: «Qué a gusto».
Cuentas que a las cinco de la mañana, en el hospital, sin mucho más que hacer, tu familia y tú pensáis en ir a desayunar tras haber despedido en su camilla a tu ama y en cómo os topáis con la cafetería cerrada, os sentáis, recuerdas el chirrido de las sillas, el envoltorio plástico de algo de picar de la máquina expendedora. ¿Es alguno de ellos uno de los momentos de la vida diferente que comienza?
Sí, y tú sacas esa escena de contexto y te das cuenta de que no tiene ningún sentido. Lo único que se nos ocurre, después de ver desaparecer a nuestra madre transportada en una camilla, es ir a desayunar. Probablemente ni siquiera tuviéramos hambre, pero ¿qué haces? ¿Qué se hace? ¿Qué está permitido, estipulado, cuando se muere tu madre? Desde la distancia, pienso que necesitábamos estar juntos. No hablamos nada, pero creo que necesitábamos coger fuerzas para lo que venía: nos esperaban las llamadas incómodas, vaciar el armario de mi madre, hablar con la gente con la que había que hablar para decir que nuestra madre había muerto (a día de hoy no sé ni con quién hablé o a dónde hay que ir para pedir la documentación pertinente). Nadie te prepara para eso.
“Recuerdo estar en medio de uno de esos momentos, intentando «verla» y «escucharla», pero no podía… pensé que esa desolación tenía que describirla en el libro”
La memoria devuelve al estómago regurgitaciones y trituraciones. Pienso en el verso que te acompaña, uno de Miren Agur Meabe: «Oroimenaren eztarria hain da gosetia» [«Las fauces de la memoria son tan voraces»]. ¿Qué te hace sentir esta frase?
La desesperación de rescatar recuerdos, la necesidad exasperante de recordar la cara de mi madre con exactitud, porque no vale de nada recordarla a medias, y el revoltijo en la tripa, como dices tú.
Hay otro rugoso pasaje de tu texto donde explicas (no destriparé demasiado tu escritura) que para ti rememorar es como ir a pescar y, tras horas de liturgia y esperanzas, darte cuenta de que allí abajo no aletea ningún pez. Pero volver. Volver a ese lago donde dicen que sí, que tirando la caña con un buen anzuelo, algo pica. Y nada. Y volver mañana.
Me molestaba muchísimo cuando me decían, «tranquila, siempre te vas a acordar de tu madre». Yo lo pasé muy mal, la frustración me pudo… pensaba: ¿Y si no estoy pudiendo, si no puedo recordarla, es por mi culpa? ¿Significa que no lo estoy intentando lo suficiente? Recuerdo estar en medio de uno de esos momentos, intentando «verla» y «escucharla», pero no podía… pensé que esa desolación tenía que describirla en el libro. Y decidí que tenía más fuerza si esa sensación desesperante la contaba mediante una metáfora; en este caso acudo a ellas porque a veces se llega más lejos con las metáforas.
“Cuando leo me siento acompañada, y ante el desamparo que deja la muerte de una madre, leer es una de las cosas más reconfortantes”
¿A qué te refieres cuando dices que has perdido la capacidad de imaginar a tu madre? Creo que no te refieres a su cara, ni siquiera a su voz, que como escribes, imploras que vuelva a sonar cuando apenas se había ido.
Cuando murió, es como si mi madre hubiera desaparecido de un plumazo. Se fue de mi memoria con tanta facilidad… Me asusté. La imaginación es una herramienta poderosísima, pero no encontraba la manera de utilizarla. El vacío que yo sentía era demasiado profundo, era como si el dolor lo hubiera suprimido todo. Sentía la memoria congelada. Poco a poco, y con la ayuda de la psicóloga, pude desbloquear recuerdos a la vez que el dolor remitía, y eso me ayudó a no perder del todo esa imagen. Creo que también tiene que ver con la idea que yo tenía, al comienzo del duelo, de su presencia. La presencia que yo necesitaba no era espiritual, no era imaginarme su cara o pensar en ella o leerle en voz alta para acordarme, yo la quería de vuelta, en carne y hueso. Al final entendí que las estrategias tenían que ser otras, tenía que hacer otros ejercicios para recortar la distancia que me separaba de ella. La escritura, por ejemplo, este libro, me ha ayudado mucho en ese aspecto.
¿Qué relación hay entre tu duelo y tu escritura?
En la línea de la anterior respuesta, la escritura siempre ha sido para mí una forma de entender las situaciones que me han pasado, sobre todo las difíciles, las traumáticas. El proceso de duelo no solo ha sido la escritura, pero sí ha sido una parte muy importante. La lectura también me ha ayudado mucho; me he sentido identificada con muchos libros y eso me ha ayudado a poner en palabras lo que estaba sintiendo. Cuando leo me siento acompañada, y ante el desamparo que deja la muerte de una madre, leer es una de las cosas más reconfortantes.
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