regreso al pueblo 8
Imagen de un pueblo castellano. Edu León

Ana Iris Simón y la muerte de Antonio Alcántara

La escritora Ana Iris Simón reivindica ante Pedro Sánchez un regeneracionismo basado en la familia, la defensa del mundo rural y la reindustrialización del país.
Edu León Imagen de un pueblo castellano.
29 may 2021 05:47

Un par de días antes del discurso de la escritora Ana Iris Simón en La Moncloa falleció Antonio Alcántara Barbadillo (1926-2021). La muerte de este personaje de la ficción televisiva Cuéntame, acaecida en un viñedo de un pueblo también ficticio situado cerca de Hellín (Albacete), no termina con la serie pero sí es el final de una época. Cuéntame comenzó a emitirse en 2001 y ha sido una celebración de la concordia o el consenso vigente en España en las últimas décadas. La manida idea de un “pacto entre generaciones” alcanza en Cuéntame su relato más exitoso. 

Los tres minutos que Ana Iris Simón enarboló ante Pedro Sánchez durante la presentación de un plan “para los pueblos” pusieron de manifiesto el fin de ese ensueño de concordia basado en el acceso a la democracia de propietarios, la versión española de las clases medias plenas. A cambio, esta escritora de 29 años residente en la ciudad de Aranjuez (Madrid) puso sobre la mesa las expectativas defraudadas de las generaciones que se incorporan a la vida adulta en el país con más paro juvenil de Europa.

“Me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad” es el título de un artículo escrito para el medio Vice en 2019 y también el primer mensaje que lanzó en el discurso en La Moncloa. El texto y el discurso presentan esa “envidia” de un tiempo pasado como motor de la impugnación del sistema actual. Es un malestar que tiene una raíz política —la dificultad de acceso a la vivienda, los bajos salarios— y que Simón identifica con las renuncias durante la convergencia en la Unión Europea, en los años clave de los 90 y, sin demasiados matices, con la globalización neoliberal.

Pese a sustituir la indignación por la envidia, el bosquejo coincide en su mayor parte con ensayos anteriores, aunque falla la cronología. Simón fecha el momento en el que todo empezó a ir mal con el cambio de siglo, pero las generaciones anteriores se manifestaron a finales de los 80 contra el plan de empleo juvenil y antes contra la llamada reconversión industrial, conocieron la doctrina del shock de la mano de Enrique Fuentes Quintana y los Pactos de la Moncloa; ya en los primeros 60 vieron cómo se gestaba la adecuación de la economía al modelo de sol y turismo que Simón critica, y antes España vivió durante el periodo de autarquía los peores años de desarrollo económico desde que hay registros oficiales. La soberanía que esta escritora reclama no se perdió en una hora, ni siquiera en un siglo. Tal vez nunca existió.

Lo llamativo es que, aunque en tres minutos no da tiempo a enarbolar todo un programa, lo que selecciona como uno de los impedimentos para acceder a esa clase de propietarios es la llegada a España de población migrante

Pero lo central del discurso no es la radiografía de las causas del desencanto y tampoco poner fecha a cuando se jodió todo, sino la manifestación de la ideología de Simón, esto es, sus ideas respecto a la familia, la industria como horizonte de futuro y, especialmente, la inmigración. La duda es saber si ese discurso encaja en la categoría “izquierda” porque de noche todos los gatos son pardos, o si es otra cosa.

Aun más importante es que esta joven escritora ha puesto el cuerpo en un debate que llevará tiempo resolver a los actores tradicionales, partidos y lo que en otro tiempo se llamó intelectuales. Un debate sobre si todo aquello a lo que se puede aspirar es a un retorno de la socialdemocracia como garantía de estabilidad o si debe seguir la búsqueda incesante de mayor igualdad y justicia social, ahora que esa búsqueda ha sido declarada clausurada en la Comunidad de Madrid y mucho más allá.

Moralidad, casa y coche

El principal éxito de ese breve discurso es el escenario en el que se produce, ante quién se produce y cuándo se produce. En un momento en el que la opinión pública parece una masa amorfa, esta escritora ha conseguido situar una serie de ideas en la esfera pública, y que se debata sobre ellas. El discurso funciona en clave moralista porque pone la primera persona del singular y el “nosotros” de su propia familia como un sujeto en el que se pueden reconocer tanto quienes se consideran progresistas como quienes se definen como conservadores. Y funciona en clave polémica porque, por medio del costumbrismo, pretende suscitar una reacción ante el derrumbe del sueño de una generación. 

Nada que reprochar, claro, pero lo que exige Ana Iris Simón no es mucho más (ni mucho menos) que un billete de entrada a esa sociedad de las clases medias en crisis. No se trata del programa clásico de los movimientos tradicionales de la izquierda y, en cambio, se parece más a la idea de una sociedad de propietarios “y no de proletarios” diseñada durante el Franquismo.

Aunque en tres minutos no da tiempo a enarbolar todo un programa —y probablemente Simón tiene ideas más interesantes que las que expuso ante Sánchez— lo que seleccionó como uno de los impedimentos para acceder a esa clase de propietarios es la llegada a España de población migrante. Población que, parece que hace falta decirlo, envía cada año una media de 16.000 millones de euros en concepto de remesas —sin contar los cauces informales— a sus familias en Marruecos, Francia, Rumanía, Ecuador o China.

Es discutible que, con 29 años, la generación de Ana Iris Simón sueñe con lo mismo que ella. También hay gente que con esa edad prefiere pensárselo un tiempo más antes que cumplir el rito de paso a la vida adulta mediante la triada coche-casa-críos (por ese orden), pero el discurso engarza con el momento actual de la sociedad española, con la posible única excepción de la sociedad catalana. La familia se ha constituido para una mayoría social en el último espacio seguro tras la crisis de 2008 y en el comienzo de la crisis del covid-19. Frente a la incertidumbre, las familias (algunas, no todas) aportan certezas (algunas, no todas). 


Lo cuestionable es que en ese esquema no juega ningún papel lo colectivo y apenas se referencia lo público —es significativo que Simón hable de escuelas infantiles “gratuitas” y no públicas—. En ese sentido, el speech pulsa perfectamente el latido de un tiempo de naufragio de las organizaciones sociales y políticas de masas.

Así, las pocas soluciones de urgencia que propuso Simón en su discurso fueron de corte familiarista —cheques familia, reducción de impuestos—, es decir antes la natalidad que, por ejemplo, la mejora de la educación pública o de la conciliación; medidas proteccionistas —choca el deseo de tener “un coche” con esa idea de favorecer los productos “de aquí”—; propuestas poco detalladas pero claras de control restrictivo de la migración —algo para lo que ciertamente el PSOE no necesita una lluvia de ideas— y, acorde con el tema por el que fue invitada, de contención de la despoblación.

Ese último es, sin duda, el punto más importante de todos cuantos trata. Se relaciona con los anteriores pero, aislado, pone en evidencia la fuerza que está cogiendo la representación política de provincias históricamente marginadas, la España vaciada. Es en ese vector donde se evidencia la falta del discurso de los principales actores de la izquierda política tradicional y, por tanto, donde el programa de Ana Iris Simón tiene mayor recorrido.

Lo rural

Aunque parte de ese discurso de tres minutos recuerda al lugar común del menosprecio de corte y alabanza de aldea —tan viejo como la literatura—, se debe reconocer que el concepto de España vaciada, desde una perspectiva política más amplia, trasciende a aquello que refleja actualmente, es decir, a las diferencias entre territorios, entre las metrópolis y el “mundo rural”, para pasar a designar el vacío de la falta de un proyecto en el que puedan reacomodarse esas clases medias desencantadas, tanto del campo como de la ciudad. 

Lo cierto es que la dificultad para pagar una casa es la misma, si no mayor, en la ciudad que en el campo. El hacinamiento y las malas condiciones de habitabilidad también se da en “el rural”, como muestran los recurrentes y trágicos casos de incendios en los campos de recolección de Huelva. Otro factor que destacó en su discurso la autora de Feria (Círculo de tiza, 2020) como la falta de escuelas infantiles también lo padecen las familias y los hogares que viven en las metrópolis.

No se puede omitir el hecho de que la pobreza está más extendida en las ciudades: el 17% de los hogares de las zonas densamente pobladas en España son pobres frente al 11,7% de los hogares de zonas poco pobladas (REIS, marzo 2019), algo que cuestiona la idea de que la migración se debe únicamente a factores económicos. A pesar de que el debate sobre el despoblamiento y el invierno demográfico debe abordar esas cuestiones, el carácter polémico y sentimental del discurso sitúa en la “ciudad” el derrumbe de esas expectativas de clase.

La cuestión de la falta de horizontes de la juventud autóctona engarza con deseos y necesidades de nuestro tiempo. Y ahí hay diferencia entre vivir en una gran ciudad o en un pequeño o mediano municipio. El listado es amplio pero en la reivindicación de una vida más sencilla —asociada al campo— se encuentra esa necesidad de parar el tiempo acelerado, que se relaciona con la idea de que en la aldea “son los días más largos y más claros”. El afán de establecer otra relación con la naturaleza, alimentarse con productos frescos… son consecuencias del agobio climático (y difícilmente compatibles con el concepto un tanto enfático de reindustrialización). También, la necesidad de comunidades, tribus o vecindario que la ciudad, con su hostilidad y sus distancias, parecen negar.

El problema es que no se trata de una simple cuestión geográfica —repoblar lo vacío, moderar el crecimiento de las ciudades— sino que esas necesidades y deseos están interconectados con otros factores económicos que determinan más el derrumbe del modelo actual: la crisis climática, la competencia entre metrópolis y de estas con los Estados-nación, la deficiente construcción de la Unión Europea, la pugna entre las élites del capitalismo, la crisis de productividad que se arrastra desde los años 70, el componente huidizo y volátil del capital financiero, etcétera. Además, desde una perspectiva ecosocial, hoy todavía es difícil plantear ese retorno a la España vaciada sin asumir un importante coste a nivel de eficiencia energética y de infraestructuras (sanitarias, educativas, de conectividad, etc), es decir, sin una transformación que cambie también y radicalmente las ciudades y el Estado.

La vuelta al mundo rural en las condiciones de los años 70, 80 y 90 no se va a dar. Es complicado pensar que alguien realmente desee vivir con las condiciones de antes, tampoco en un clima de relaciones familiares como las que entonces estaban más extendidas, que se parecían más a La casa de Bernarda Alba, a Antonio B. El Ruso: ciudadano de tercera o a Cremartorio de lo que ahora queremos recordar. La nostalgia de ese pacto entre generaciones que funcionó después de la Transición puede estar justificada, pero no es una propuesta realista de futuro. Sirve, eso sí, para leerle la cartilla al jefe de Gobierno en nombre de una generación, otra más, que se ha visto defraudada en sus expectativas. 

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