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Fuera de la botella

El poder reacciona con fiereza contra el ingreso mínimo vital y la posibilidad de una promoción educativa para dar por terminado el curso. Venezuela vuelve a servir como mascarón de proa del ataque al Gobierno. El Estado profundo se esconde tras la gestión del coyuntural Gobierno de coalición, al que no dudará en hacer caer.

18 abr 2020 07:07

La realidad es hoy un paisaje a través de la ventana. A la izquierda, trazando una diagonal de ladrillo, una residencia de mayores, gestionada por el grupo Aralia, propiedad de José Luis Ulibarri, empresario imputado en Púnica, Enredadera y Gürtel. A la derecha, unos cuantos bloques residenciales, nada espectacular, buenas viviendas, seguramente en torno a 1.300-1.400 euros mensuales (por 70 metros cuadrados de alquiler). Algo más allá, un parque, con una desautorizante y endeble cinta policial. Al fondo se intuye, más que se ve, el río Manzanares. El descenso del tráfico ha conseguido que, a determinadas horas, llegue el olor dulzón del légamo que se encuentra junto a su cauce. La realidad se parece vagamente a un paisaje flamenco: tan importante como los personajes es la quietud que se aprecia desde la ventana. Una quietud interrumpida, una vez al día, por la llegada a la residencia de un coche fúnebre. 

No es un paisaje apocalíptico, devastado por el caos, los incendios y el pillaje, ni es el resurgimiento de una naturaleza que desborda por entre las ruinas, sino más bien una ciudad adormecida, controlada hasta la última esquina por un solo coche de policía. Es el escenario en el que transcurre (y la mayor parte del tiempo, intuimos que transcurre) un tiempo alucinado, distinto a todos los anteriores. Un tiempo en cuarentena tras el cual nadie adivina cómo será la nueva normalidad.

Vivienda el diablo fuera de la botella
Lo que el autor ve desde su ventana. Pablo Elorduy

Estado de ánimo: Venezuela

Mirar la pantalla el pasado miércoles era como estar en una serie de televisión. Sin embargo, se trataba de una diputada de Vox, Macarena Olona, que, caracterizada con una mascarilla verde de atrezzo, enarbolaba argumentos sobre la base de algo que seguimos llamando la vida real. El objetivo era que la audiencia del debate político en el Congreso cayese en la cuenta de que España ha pasado a ser una dictadura social-comunista dirigida por Pablo Iglesias. Rasputín en el Consejo de Ministros.

Era, y esto es aún más relevante, el discurso de una abogada del Estado, licenciada con premio extraordinario en la Universidad de Alicante. Una representante de uno de los cuerpo con más peso específico en la política española, de la estirpe de los que ocupan los sillones de las grandes empresas cuando se tercia, de los que saben encontrar los puntos débiles del Estado cuando es necesario. Este miércoles, Olona, hoy en excedencia, trataba de devorar al Gobierno, en una representación histriónica y estruendosa, completamente acorde con los tiempos de canibalismo que vive la clase política española desde 2011.

El mensaje es que nadie está a salvo. La realidad acompaña: hay un virus que nos dice que nadie está a salvo. Y eso da mucho miedo. Y el miedo a lo que no comprendemos es una bicoca para quienes pueden situar un marco mental que atemoriza y calma al mismo tiempo. Y el marco mental de relax que Vox y la derecha antes de Vox han colocado en el inconsciente colectivo de los españoles es Venezuela. La anti Ítaca. Un territorio tenebroso, de hambre y miseria, pero lejano. Una reminiscencia que se apoya en la arraigada memoria racista que teme a los indios caribes (a todos los pueblos americanos) y solo los entiende esclavos. Es también la reducción al absurdo de todos los miedos del anticomunismo, pasados por la turmix de las redes sociales.

Hay quien prefiere ver caer al Gobierno antes que señalar que la crisis —el fracaso— se sitúa en la médula del Estado, no en quienes temporalmente llevan las riendas del ejecutivo

Han escogido un marco y desarrollan una ficción que trata de ser realista hasta sus últimas consecuencias: hasta parece que los diputados de Vox se creen lo que están diciendo. Las herramientas que nacen para contrarrestar ese marco, por ejemplo, las agencias de verificación de noticias, son utilizadas como ejemplos de que el marco es correcto: todo es una gran conspiración y hay un grupo de salvadores que van a arriesgarlo todo por abrirnos los ojos. Sonaría a una chufla infumable si la salvadora en este caso no hubiese trabajado once años como abogada del Estado. Así suena particularmente siniestro.

un poco de coaching

Esa es la no ficción o el realismo distorsionado que Vox cabalga. En la esfera de la realidad, el 15 de abril, el Gobierno andaluz anunciaba que no acataría la orden ministerial de promocionar de curso al alumnado hasta primero de Bachillerato. El consejero de Educación, el exseleccionador de baloncesto Javier Imbroda, considera que el “aprobado general” ─como incorrectamente se refiere a la decisión del Ministerio─ es un agravio comparativo para aquellas familias que “se esfuerzan”. La decisión de recurrir por parte de Imbroda y su departamento llegaba algunas horas después de que las asociaciones de madres y padres del alumnado andaluz denunciaran que una de cada cuatro familias no tiene ordenador. La cultura del esfuerzo, un lema recurrente en el coaching político que aupó a Ciudadanos, se topa con la realidad de un país, Andalucía, con un 42% de personas en riesgo de exclusión social. 

El marco mental que propone el exseleccionador de basket parte de la idea de que los perdedores no pueden lastrar a los ganadores. Es algo que puede funcionar en el baloncesto, un juego en el que no es especialmente determinante el entorno social en el que crecen los deportistas. Es más, el baloncesto es de barrio, no de jardín. Trasladada esa lógica a la realidad, sacada fuera del deporte de élite, se basa en el principio de que virtualmente no existen las clases sociales, solo hay alumnos que con un poco de esfuerzo podrán optar a llegar a ser, algún día, abogados del Estado obsesionados con Venezuela. Y alumnos que no; responsables últimos de su destino.

Es un mundo que no evoca pesadillas, al fin y al cabo es aquel en el que vivimos. No hay nada de ficción en él, solo una constatación de que la crisis del coronavirus no ha cambiado nada. Dos de cada tres chicos y chicas nacidos en las familias del 20% más pobre de la sociedad nunca podrán salir de ese quinto más pobre. Hagan lo que hagan. Con o sin “aprobado general”.

Las pantallas, el intenso aluvión de información y la cascada de desinformación han servido para velar hasta ahora la desigualdad en el confinamiento. No existe una única clase sufriente a la que remitirse, solo personas con mayor o menor acceso a las pantallas, familias con jardines, parejas con terrazas y grupos humanos que viven hacinados. Estudiantes de la pública y clientes de la concertada y la privada. Entretenimiento a través de Netflix o incertidumbre respecto al presente. Falta de respuestas a la última pregunta: qué comer mañana. Redes de apoyo que tratan de achicar agua en el naufragio del Estado y empresas que reducen el sueldo por hora trabajada durante su pico de ventas del año. La tabla rasa que han impuesto las medidas del estado de alarma no impide, sin embargo, que la realidad anterior salga por las grietas. 

estado y estado profundo

La botella del futuro se ha abierto. Y de ellas han salido todas las posibilidades. Lo saben los diputados de Vox, que dibujan las líneas de la distopía con los trazos que le han prestado durante años los medios de comunicación al caricaturizar a Venezuela como el único país desigual del mundo. También lo sabe el poder económico real, que entiende la oportunidad de tumbar al Gobierno como una forma de salvaguardar, escondiéndolo, al Estado.

Los discursos de entrenador de película americana sobre el esfuerzo retumban en habitaciones vacías, no terminan con jugadores juntando las manos

Sin embargo, es el Estado lo que ha comenzado a quebrarse, víctima de un programa político fijado desde 1977. El insuficiente número de camas. El retraso sine die de las políticas de conciliación y la racionalización de horarios. La desindustrialización. La falta de una farmacia pública. La improvisación en la educación y el trabajo a distancia. El “no hay otra alternativa” a una educación concertada que establece un sistema elitista. La renuncia deliberada a considerar “ciudadanos de pleno derecho” a cientos de miles de niños y niñas. La recaudación fiscal, cinco puntos por debajo de la media de la Eurozona, siete por debajo de Francia. La falta de estabilizadores automáticos para frenar la crisis social de precarios y desempleados a los que la cultura del esfuerzo, esta vez, no puede objetivamente salvarles: no se pueden mover de sus casas.

Maestros y maestras están realizando un esfuerzo impresionante, digno de mejor empeño que poder rellenar una cuartilla de calificaciones. Son, junto a las empleadas del sector sanitario, las que están dando la cara por el Estado. En eso que los sociólogos llaman el “Estado profundo”, tan lejos del esfuerzo en la sanidad y la educación, están incluidos, por supuesto, representantes de los dos principales partidos, responsables al alimón, de algunos momentos clave: Ley 15/1997 sobre nuevas formas de gestión sanitaria (votos PP, PSOE, PNV, CiU), modificación del artículo 135 de la constitución (votos de PP y PSOE). Por eso no se explicita esa pugna entre el Gobierno actual ─el chivo expiatorio─ y la rocosa estructura de la que formaron parte Felipe González y José María Aznar, portavoces del “estado de ánimo Venezuela” interpuesto para anular al Gobierno de Coalición. Por eso, en el propio Gobierno, hay quien prefiere verlo caer antes que señalar que la crisis, el fracaso, se sitúa en la espina dorsal del Estado, no en quienes temporalmente llevan las riendas del Ejecutivo.

Realidad alucinada

El tapón de la botella ha saltado. Pero las fuerzas de unos y otros para acometer la pugna política del nuevo tiempo es extraordinariamente dispar. El control policial y el incipiente desarrollo del control de movimientos mediante aplicaciones señala una de las posibilidades más ciertas ─y posiblemente más universales─ de pacto tras la crisis: más seguridad a cambio de menos libertades.

El ingreso mínimo vital permanente y su transformación progresiva desde una “renta de pobres” en una renta básica universal, es otro horizonte abierto en este nuevo tiempo. Un horizonte hacia el que los movimientos sociales deberán caminar con las pocas fuerzas que quedan. El lanzamiento, el pasado jueves, del ingreso mínimo, y la respuesta coordinada en redes sociales para culpabilizar a quienes no tienen rentas para sobrevivir a esta crisis, indica hasta qué punto será difícil caminar hacia una realidad nueva, no enfocada desde el punto de vista del coaching ni desde el miedo al devenir Venezuela.

A través de la ventana, sin embargo, la foto se ha quedado congelada en un instante previo a todas esas posibilidades. Los discursos de entrenador de película americana sobre el esfuerzo retumban en habitaciones vacías, no terminan con jugadores juntando las manos. El cuadro tétrico de un futuro social-comunista se pinta solo en las pantallas y la realidad se obstina en permanecer inalterable. En un paréntesis de inquietante calma. Tan frágil que hay que contener la respiración.

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