Infancia
Nur y la utopía
Aunque no tenga experiencia en confinamientos ni pandemias, y lleve semanas muda de utopías, esto puedo contártelo ya: todo lo bueno se construye contra quienes lo quieren todo para sí y los suyos, mientras niegan lo básico para los otros. Nuestras utopías son su derrota.
Llevo semanas rastreando utopías para ti, Nur. Ventanas para mirar más lejos que el bloque de ladrillos de enfrente que fue tu horizonte y el de tu hermana, por más de dos meses, paisajes más allá del estado de alarma que ha configurado últimamente nuestros ritmos. Cumpliste cinco años en mitad de esta distopía empijamada, de esta mudanza continua de estados de ánimo que resultó ser el abismo que mucha gente se olía en forma de hecatombe climática o emergencia fascista y apareció en forma de plaga.
Al principio del confinamiento te agarrabas a las rejas de nuestras ventanas y gritabas a las ocho de la tarde, “¡viva la sanidad pública!”, con esa voz de pequeña bosquímana con la que empezaste a hablar al año y medio y que te resistes a dejar atrás. Cuando algún vecino replicaba con un “¡viva!” te volvías a mirarme con una sonrisa triunfal, sintiéndote parte de algo que no comprendías del todo pero presentías bueno y necesario.
Estábamos más cerca entonces, con la disrupción del todo fresca como un tajo en la inercia, de poder inventar. En tu voz y la de los vecinos, y la de miles de vecinas en toda la ciudad, había incertidumbre creativa, y había emoción común, materia prima necesaria para elaborar cualquier camino nuevo. Se señalaba lo esencial, mientras todo lo demás quedaba en silencio.
En seguida, el mundo de antes se superpuso al de ahora, y empezamos a mirarnos las heridas que dejó la anterior crisis y que se hicieron crónicas en un cuerpo social enfermo de precaridad e inseguridad vital
Pero duró poco Nur, en la casa empezaron a tomar forma nuevas rutinas que incorporaban una novedosa hornada de precarios equilibrismos. No parecían mejores que los madrugones, carreras, lenguafuerismo, malestares y estrés previos al confinamiento. Afuera, en seguida, el mundo de antes se superpuso al de ahora, y empezamos a mirarnos las heridas que dejó la anterior crisis y que se hicieron crónicas en un cuerpo social enfermo de precaridad e inseguridad vital. Las incertidumbres creativas duran poco Nur, las neveras vacías, las cuentas corrientes en rojo, la progresiva fragilidad del suelo que la gente pisa, se comen la creatividad y regurgitan miedo.
En esa etapa cumpliste años, tras más de un mes de confinamiento. Ya no me preguntabas mucho sobre qué estaba pasando, sobre el virus ese de la corona, monarca que había decretado nuestro encierro, sobre cuándo saldríamos de casa. Sospechabas que en esto andábamos empatadas en falta de experiencia, que no tenía pistas que darte, ni mejores respuestas que alguna vaguedad y una poco convincente sonrisa.
Un complot tejido entre la rutina y la inercia nos hizo ahondar en el confinamiento, y salir de ahí por primera vez, a investigar una primavera aún virgen, no fue fácil pero valió la pena. Mirábamos la ciudad desde lo alto de nuestro parque, una ciudad llena de más niños y niñas de los que nunca habíamos visto a la vez en la calle, y en esa nueva disrupción de la normalidad, con el polen flotando entre gritos y risas infantiles, pensé que quizás sería más fácil pensarte utopías por tu quinto cumpleaños, aunque llegasen tarde, como los regalos que te esperan en las casas de los abuelos.
Pero en seguida llegó nuestro virus casero con su correspondiente cuarentena. Y en ella, dentro y fuera de nuestra casa, se acabó condensando todo lo peor del sistema. Supimos que no había test ni para el personal sanitario forzándonos a darle una vuelta de tuerca más a la emergencia conciliatoria que está suponiendo esta crisis, aislándonos completamente. Pero no aprovechamos el parón, ni la resaca de delirio que traen las altas fiebres, para sentarnos a armar utopías caseras que plantar en conversaciones y lemas. Muy al contrario, le rendimos culto a la inercia idiota del teletrabajo y las pantallas.
Tras cada pequeña batalla doméstica me di cuenta de que ya no éramos nuevas en esto ninguna de las dos, que en proporción, tú eras mucho más senior en confinamiento y distancia social. Al remitir las rabietas, las tuyas, pero también las mías, nos abrazábamos como veteranas de una guerra intrascendente.
“¿Qué te pasa con la chica de las pizzas?”, me preguntasteis un día mientras, frente al ordenador, afianzaba mi adversión por Ayuso. No es ninguna disrupción, Nur, que muchos de quienes tienen poder no consideren humanos dignos a los demás y mercadeen con lo esencial a cambio de prebendas. Y no hay nada de novedoso, ni siquiera en los apellidos, ni en las ropas, ni en los peinados, ni en la insolencia, en quienes con sus cacerolas suman una ración extra de ruido a la incertidumbre que sigue calando la ciudad. Y quien dice la ciudad, dice el mundo, pequeña, donde se enfrentan quienes luchan por sí mismos a costa de los demás, y quienes pelean por todos. Y aunque no tenga experiencia en confinamientos ni pandemias, y lleve semanas muda de utopías, eso puedo contártelo ya: todo lo bueno se construye contra los primeros, quienes lo quieren todo para sí y los suyos, mientras niegan lo básico para los otros. Nuestras utopías son su derrota.
No hay nada de novedoso, ni siquiera en los apellidos, ni en las ropas, ni en los peinados, ni en la insolencia, en quienes con sus cacerolas suman una ración extra de ruido a la incertidumbre que sigue calando la ciudad
El viernes fuimos diciéndole adiós a nuestra cuarentena, nuestra disrupción hogareña tan desaprovechada, mientras la gente recordaba el 15M. Tímidamente, en las redes, se reivindicaba esa incertidumbre creativa, ese sentirse parte de algo aún incomprensible, pero bueno y necesario, en torno a lo esencial, a lo realmente importante de la vida. El sábado pude salir sola por primera vez en meses a nuestro parque, lejos de las pantallas y de las calles pijas que quieren ser las plazas a las que la vida mira. Nada bueno se nos va a ocurrir escuchándoles.
En nuestro parque del sur, la gente paseaba, corría, andaba en bici, charlaba o descansaba en un banco. Nadie miraba el móvil ansioso, nadie vigilaba a los demás con la mirada torcida, la gente se tomaba su tiempo, fuera de las tiendas, las terrazas y los gimnasios, fuera del consumo, entre la vegetación asalvajada.
Y discúlpame Nur, que te llegue con este remedo de disertación sobre la utopía más de un mes después de tu cumpleaños. Pero creo que por fin tengo algo, algunas pistas para regalarte. Intuyo que cualquier otro camino pasa por polinizar disrupciones, sentirse parte de algo bueno y necesario, sembrar fuera de la inercia y del consumo, blindarse contra el ruido, no olvidar nunca que el poder estará en frente, y pensar siempre, siempre, por fuera de sus marcos. Y dejar de calificar las transformaciones sociales, los horizontes políticos que sabemos justos, urgentes y necesarios, de utopías.
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