Hostelería
El ‘simpa’ más grande del mundo

Solo en el primer trimestre del año, los trabajadores de los servicios de restauración, salud, cuidado de personas, comercio y protección y los vendedores no han cobrado 380.800 horas extra, según los datos del INE.

@Miguel_Gomez_

19 jun 2019 07:33

Entre pactos políticos y cansancio postelectoral, la noticia de la puesta en marcha efectiva de la obligatoriedad de registros horarios en los centros de trabajo ha sido capaz de ocupar minutos televisivos y copar algunos titulares. Solo en el primer trimestre, según el INE, se han realizado más de cinco millones de horas extra en España, y casi la mitad no han sido pagadas. Los trabajadores de los servicios de restauración, personales, protección y los vendedores han regalado 380.800 horas, es decir, casi 16.000 días. Las mujeres han sido las que más han contribuido: 212.500 horas, el equivalente a 8.900 días.

Por entendernos: un simpa de dimensiones estratosféricas. Dentro de esta maraña de datos escandalosos, es normal que en el país con más bares del mundo se ponga el foco en uno de los empleos precarios por excelencia: la de las camareras y los camareros. Esta profesión, por más que a día de hoy se dé por hecho en muchas terrazas y restaurantes, está etimológicamente asociada al lujo: en Castilla, el chambelán (jefe del servicio en la cámara del rey) se llamó durante un tiempo “camarero” o “camarero real”. En la era del franquiciado y la automatización parece que vuelve a ser así.

McDonalds, símbolo y referente indiscutible del sírvete tú mismo, está anunciando a bombo y platillo, como un añadido de agasajo al cliente, su nuevo “servicio a mesa”. Es decir: va a contar con camareros y camareras. Si acudimos a los datos, concretamente, al Anuario de la Hostelería de 2018 (un informe elaborado por la organización empresarial Hostelería de España) comprobamos que, excluyendo los servicios de catering (un 5,4% del total) los restaurantes y los bares suponen un 84,3% de todos los establecimientos de hostelería del país.

En 2018, según el Instituto Nacional de Estadística, en España existían 169.985 bares y 70.625 restaurantes y puestos de comidas. Las cifras oficiales muestran que 71.340 no contaban con ningún asalariado, que 96.626 tenían en nómina a entre uno y dos trabajadores, que 50.850 a entre tres y cinco y que 13.724 a entre seis y nueve. Es decir: más del 95% de los bares, restaurantes y puestos de comida tienen menos de diez trabajadores, y más del 90%, menos de seis.

Quizá sea un tópico decir que “España es un país de camareros”, pero hay datos que lo apoyan. Por ejemplo: en el primer trimestre de 2017, el 12,5% de los contratos que se firmaron en España fueron de camarero

Este último porcentaje es muy relevante, ya que, como recuerda Sheila Encinas, de Comisiones Obreras, en los centros con menos de seis empleados no puede haber ni elecciones sindicales ni delegado de personal. Un obstáculo, este, que se suma al clima de desinformación y miedo que predomina en el gremio. Muchos de ellos son jóvenes que se enfrentan a su primer empleo. Se sienten de paso, trabajan directamente con su empleador (el que les ha dado la “oportunidad”) y no dedican (por incapacidad, por conocimiento o por voluntad propia) tiempo a pensar en sus condiciones laborales. Son conscientes de lo sencillo que es despedirles y tienden a aceptar lo que hay. Al menos, a aguantar todo el tiempo posible.

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El comercio y la hostelería siguen siendo el plan económico: suman más de un 30% de los empleos
La economía europea, y aun en mayor medida la española, está copada por el sector terciario. Dentro de los servicios, sigue ganando peso el comercio y la hostelería mientras que el trabajo público en sanidad y educación mantiene la atonía de los últimos años.

En una charla organizada por el colectivo Brecha Precaria en el Centro Social La Ingobernable, una portavoz del recientemente creado Sindicato de Hostelería añadía, a esta hilera interminable de dificultades, otra: la disparidad horaria. ¿Cómo van, siquiera, a empezar a organizarse si uno libra el jueves y otro el lunes? ¿Cómo se va a mantener una relación fluida con un compañero que come a las dos si tú lo haces a las cuatro? Para entender un poco mejor su día a día, hablamos con personas que han desempeñado el oficio en España y en el extranjero.

El primer dato lo ha ofrecido la propia búsqueda de testimonios: ha sido muy fácil encontrar gente, en su gran mayoría joven, que hayan servido cañas, copas y tapas. Quizá sea un tópico decir que “España es un país de camareros”, pero hay datos que lo apoyan. Por ejemplo: en el primer trimestre de 2017, el 12,5% de los contratos que se firmaron en España fueron de camarero. En 2006, eran la mitad. Todos los testimonios coinciden en un patrón: muchas horas, contratos escasos y falseados y situaciones difíciles de soportar para la remuneración recibida.

JORNADAS MARATONIANAS Y MULTIFUNCIÓN

La relación de Nuria con los bares sobrepasa lo laboral. Su abuelo regentaba uno, y vivió, con toda su familia, en su trastienda hasta los siete años. Sabe lo que es ver a su abuela trabajar de sol a sol sin contrato y que no se fuera ni después de quemarse la pierna con aceite hirviendo. Su madre, su prima y ella coinciden en la crítica: sueldos bajos y en negro y horarios definidos de entrada pero no de salida.

Saray trabajó un fin de semana de camarera en las Islas Ons. La misma tarde que llegó atendió mesas hasta las tres de la madrugada. A las siete y media se la veía de nuevo en la barra. Fueron dieciséis o diecisiete horas cada día. Se fue porque los días de descanso no eran los prometidos.

Andrea estaba en una situación parecida. Daba igual que la persiana se cerrase a las 6 de la mañana: a las 10 había que abrirla. Después de un par de fines de semana, de prueba y sin contrato, firmó uno que marcaba cuatro horas. Eran 15. También limpiaba y cocinaba. Estaban advertidos para mentir si venía un inspector.En general, no es necesario mentir. La falta de inspectores es una denuncia estructural que atraviesa diversos entornos laborales.

Sheila Encinas (de CC OO) entiende que, aunque un aumento significativo en el personal del cuerpo de inspección ayudaría a combatir el fraude y la explotación, no sería suficiente. Las actuaciones de inspectores y jueces, como explica la abogada Lola Garrido, suele estar limitadas por el alcance de las pruebas documentales. En muchas ocasiones, el empresario investigado no tiene demasiados problemas: acude a la oficina de Inspección de Trabajo y muestra la documentación. Todo puede parecer perfectamente en regla. Sin indagaciones detalladas y minuciosas, el defraudador puede, perfectamente, salirse con la suya.

Pongamos un ejemplo. Un inspector pide la documentación al restaurante de Pablo, un popular establecimiento en el que trabaja desde hace tres años. Analiza su contrato: cuatro horas a la semana. Caso cerrado. En falso: en realidad son 20. La mayoría las cobra en negro. Algunas ni eso. Pasó más de cuatro meses sin estar dado de alta.Muchos menos que Carmen, que se pasó unos cuantos años detrás de la barra. En ninguno de los dos bares le hicieron contrato, pero lo vive como normal. Ganaba unos siete euros la hora por jornadas largas en las que siempre había que estar de pie. Incluso cuando no había clientes.

Cecilia firmó tres horas, pero eran nueve. Ganaba 60 euros por cada noche en el pub, el equivalente a lo que servía en cubatas en menos de diez minutos. Al principio fue, además, multifunción: camarera y repartidora de flyers en la calle. La última hora se quedaba a limpiar.

No es el único caso en el que se emplea al camarero o camarera como comodín para tapar agujeros. Luna curró dos meses en la cafetería de un hotel en Tarifa. Como todavía no habían abierto, le tocó pintar paredes, hacer camas y limpiar váteres. Casi siempre estaba sola en la barra. Cotizaba las seis horas que marcaba su contrato, pero el último mes se cansó del exceso de las horas extra. Cuando se quedaba y las apuntaba, le miraban raro. Parecía que tenía que rogarlo.

Lucía servía mesas, descargaba los camiones, procesaban los productos, cocinaba sin carnet de manipulación, fregaba y hacía la caja. Estaba pendiente de operarse la rodilla cuando le llamaron para un tenderete en el mercado de San Ildefonso. Su radio de acción era un establecimiento de tres plantas, y su stand un espacio minúsculo al que tenía que entrar a gatas. No tenía contrato, y cobraba cinco euros la hora. Entre semana había días que solo estaba ella. La jornada, que era de ocho horas sin pausa, a veces se alargaba. No se podían rechazar pedidos de Deliveroo que entraban cinco minutos antes de cerrar.

PRECARIUS, EN INGLÉS

Jorge, que estuvo en Bruselas sirviendo gofres, constata que la situación no está tan ceñido a lo autóctono como podríamos pensar. Es cierto que allí estaba obligado a fichar, y también que casi nunca sobrepasaba el límite de 40 horas por semana. También lo es que en su contrato aparecían 20. Trabajó algún mes en negro, casi siempre seis días. Resume cada jornada como un pulso invisible entre los jefes y los trabajadores, y le recomienda a Pedro Sánchez que se inspire en ellos si quiere ideas para la segunda parte de su Manual de Resistencia.

En Sheffield (Inglaterra), Helena dio con sus huesos en un restaurante español. Efectivamente, sin contrato. Le llamaban cuando les venía bien, aprovechando la cultura de “cero horas” típica de Reino Unido: el empleador puede avisar al trabajador cuando le necesite y el empleado, en teoría, puede aceptar o rechazar el trabajo si no le conviene.

No muy lejos, en Leeds, probó suerte Cristina durante un mes y medio. Totalmente en negro. Les pagaban por día unos 50 euros, sin hora de salida. Vivía con su primo sin pagar piso, así que con las propinas consiguió que le saliera a cuenta. No obstante, cree que esta tradición es un arma de doble filo que beneficia a los jefes: gracias a ella pueden pagar menos a unos trabajadores que se esmerarán más por satisfacer al cliente. En algunos casos se llega a casos más extremos. Acusar al empleado de “haber robado del bote” es una práctica común para legitimar. Con ello, además de intentar limpiar su decisión, se desplaza la culpa y se siembran las dudas, el cinismo y las acusaciones cruzadas entre compañeros.

MACHISMO EN COPA DE BALÓN

Las propinas no son obligatorias, pero tampoco forman parte del sueldo las insinuaciones, las peticiones de números de móvil, los intentos de besos o los agarrones. La realidad es tozuda: las prácticas machistas y abusivas por parte de algunos clientes y empleadores siguen estando a la orden del día. Andrea soportó todo el verano los comentarios de clientes que se propasaban. Aunque agradece la ayuda de sus compañeras, que con su experiencia le echaban un cable para aguantarlos, reconoce que solo se quedó porque necesitaba el dinero para la universidad.

Cecilia, por su parte, tuvo que pedir a algún cliente que le quitara la mano de la cintura. Y a otro, incluso, tuvo que expulsarle del bar para que dejara de acosar a una chica. Como explica Hector G. Barnés, no solo hay machismo en estas actuaciones. Hay clasismo, y del duro. Clientes que llevan al extremo la máxima de que, por el hecho de estar pagando y consumiendo, tienen derecho a todo. Obviamente, no son solo los clientes.

Hace dos años conocimos una oferta de un pub de Aranjuez que buscaba una camarera “de 25 a 35 años, sexy, atractiva, mínimo 95 de pecho” y que vistiera “tipo mini y escote”.A Helena la mujer del propietario del restaurante le sugirió sin reparos que enseñara escote, se pintara los labios de rojo y vistiera más provocativo. “Es parte de la gracia” le decía.La expansión del feminismo está consiguiendo que no sea tan parte de la gracia. El año pasado, la cadena de restaurantes Hooters (cuyo modelo se enfoca en atraer a clientes por la vestimenta o el físico de las camareras) dio marcha atrás en su intento de abrir un local en Barcelona tras las críticas de la opinión pública y la resolución de la inspección de trabajo, que concluyó que incurría en prácticas que atentaban “contra la dignidad de las trabajadoras”.

Sheila Encinas, de Comisiones Obreras, sugiere ir un paso más allá de la denuncia. Apuesta por concienciar a la población a través de la concesión de distintivos, premiando aquellos bares y restaurantes que respeten los derechos de sus trabajadores y trabajadoras. Serían una suerte de establecimientos “justos”. Es solo una idea. Si funciona, en un futuro próximo no tendrían que hacer falta. No respetar los derechos básicos de los trabajadores debería ser tan vergonzoso como levantarse sin pagar. De hecho, lo es.

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Juan García
21/6/2019 14:09

Para terminar (o casi) con esto se necesitan las siguientes medidas:

1- Registro horario mediante dispositivos no manipulables. El Excel o un papel es un insulto... Aplicaciones/dispositivos en móviles, ordenadores, vehículos, correo de empresa, ... Están encendidos o en funcionamiento quiere decir que estás trabajando, están apagados no trabajas... Esto sirve para los que trabajan en oficina y fuera de ella.

2- Aclarar si los desplazamientos fuera del habitual lugar de trabajo es jornada laboral o no. Registrar si la persona viaja fuera del ámbito del contrato.

3- Sanciones muchísimo más grandes, 6.000€ es de risa, una empresa que explota a sus trabajadores ahorra ese dinero en pocos días.

3- Más inspectores, más registros, en diferentes horas del día, que miren el contrato y trabajo que realiza la persona (todos conocemos arquitectos con contrato de delineante). Que empiecen por las empresas que nunca registran horas extra, en ciertas profesiones es imposible no trabajar más de 8 horas en ciertas ocasiones (arquitectos, constructoras, abogados, diseñadores, limpieza, salud, hostelería, ...).

4- Crear un sello de calidad en este sentido, un sello para que el cliente vea que los trabajadores de esa empresa están bien tratados.

5- Medios para denunciar de forma anónima.

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